TIEMPO LITÚRGICO

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sábado, 7 de diciembre de 2013

La transmisión de la fe en la familia (II)


*   Como tal «Iglesia doméstica», la función educadora de la familia no se queda en el solo testimonio, de por sí imprescindible, sino también en la presentación de los contenidos de la fe y la debida adecuación a la edad de sus hijos: «La misión de la educación exige que los padres cristianos propongan a los hijos todos los contenidos que son necesarios para la maduración gradual de su personalidad desde un punto de vista cristiano y eclesial»[25]. Son básicos: la educación en el respeto y amor a Dios, los fundamentos de la fe cristiana, los principios morales que surgen del Evangelio y que aportan un verdadero discernimiento entre el bien y el mal, y un espíritu de fe que impregna toda la vida familiar cristiana.
Valores y virtudes
     La familia debe ser también el marco propicio donde se descubran, asuman y practiquen las virtudes cristianas, más aún en medio de un ambiente social desfavorable. «La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no solo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma»[26]. Y esto se adquiere por repetición de actos y por la gracia de Dios; su práctica va construyendo una personalidad armónica de tal manera que el ejercicio de una virtud llama y promueve otras virtudes, como son las teologales, que informan y motivan a las morales. «Disponen todas las potencias del ser humano para armonizarse con el amor divino»[27]. Las distintas dimensiones que conforman la virtud, como son el conocimiento, la afectividad y la práctica, deben ser tratadas y coordinadas desde los ámbitos escolares, parroquiales y familiares, coordinados adecuadamente.
     La educación en valores, por otra parte, debe tener en cuenta que el valor en sí se constituye en referente de la persona a la hora de buscar criterios para actuar. El concepto de «valor» es particularmente susceptible de una interpretación relativista de la vida moral, y la percepción de los valores depende cada vez más de su vigencia en la sociedad y la cultura. Por ello, es necesario juzgar a la luz de la fe «aquellos valores que gozan hoy de la máxima consideración y ponerlos en conexión con su fuente divina. Pues estos valores, en cuanto proceden de la inteligencia con que Dios ha dotado al hombre, son excelentes; pero, a causa de la corrupción del ser humano, muchas veces se desvían de su recto orden de modo que necesitan purificación»[28]. En este sentido, es indispensable presentar los valores en sus raíces más profundas, con las razones que fundamentan su ser y con la continua verificación de su influencia en los comportamientos de los hijos. Conviene tener en cuenta que los valores se conforman y desarrollan desde las distintas dimensiones (neuronal, cognitiva, afectiva y comportamental). La coordinación exige una distribución de las responsabilidades de cada ámbito educativo, teniendo en cuenta sus peculiaridades.
La vocación al amor
     El amor es «la vocación fundamental e innata de todo ser humano»[29]. La educación, por lo tanto, está orientada a formar a la persona para que sea capaz de vivir la expresión plena de la libertad: entregar la propia vida con el don sincero de sí misma. [30] El lugar propio donde la persona recibe y comprueba la autenticidad del amor es la familia, cuya misión consiste en «custodiar, revelar y comunicar el amor»[31]. En el clima de confianza propio del hogar, los hijos reciben la experiencia fundamental de ser amados y son instruidos de modo natural para aprender el significado del don del sí mismos. «La familia es la primera y fundamental escuela de socialización como comunidad de amor. Ello se lleva a cabo mediante la educación con confianza y valentía en los valores esenciales de la vida humana»[32].
     La familia creyente aporta, por un lado, una especial y auténtica comunicación de valores y virtudes humanas, como son la educación en la corresponsabilidad, el servicio a los demás, comenzando por la misma familia, o el respeto a las diferencias, empezando por los propios hermanos; y, por otro lado, aporta una comunicación de valores y virtudes cristianas, como son el perdón, la comprensión, el amor a la verdad, la alegría del compartir, la solidaridad y la caridad ante el dolor, la pobreza y la soledad. Dicha transmisión de valores y virtudes humanas y cristianas en la familia tiene un doble fundamento: el amor de Dios y el amor de los padres. «El amor de los padres se transforma de fuente en alma, y por consiguiente, en norma, que inspira y guía toda la acción educativa concreta, enriqueciéndola con los valores de dulzura, constancia, bondad, servicio, desinterés, espíritu de sacrificio, que son el fruto más precioso del amor»[33].
Padres y pedagogos

     Por todo ello, son los padres los verdaderos pedagogos; ellos son quienes conducen al hijo de la mano hacia el bien; quienes pueden iniciar en la experiencia cristiana y hacer significativo el mensaje de Jesús. «En virtud del ministerio de la educación, los padres, mediante el testimonio de su vida, son los primeros mensajeros del Evangelio ante los hijos. Es más, rezando con ellos, dedicándose con ellos a la lectura de la Palabra de Dios e introduciéndolos en la intimidad del Cuerpo eucarístico y eclesial de Cristo, mediante la iniciación cristiana, llegan a ser plenamente padres»[34]. Su aportación como iniciadores de la experiencia de fe y del encuentro con Cristo constituye las claves del primer anuncio. Los niños deben saber sobre Jesucristo lo más esencial, de modo entrañable y asequible a su edad; lo que aprenden, quieren verlo realizado en su familia y gustan de practicarlo y testimoniarlo.

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