TIEMPO LITÚRGICO

TIEMPO LITÚRGICO

domingo, 16 de abril de 2023

PARA EL DIÁLOGO Y LA MEDITACIÓN

 


ABRIL ADORAR A CRISTO MUERTO Y RESUCITADO.

Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar

 LA ADORACIÓN NOCTURNA MOMENTO PARA CULTIVAR LA INTIMIDAD CON DIOS


“¡Autopista para el Cielo!”

     Siempre hemos de recordar nuestra meta: el Cielo. Cristo bajó del cielo para llevarnos al cielo. En él está nuestra dicha y nuestro descanso. El cielo es nuestra verdadera patria. Y el Camino, es Jesús. Y la autopista, la Eucaristía.

   Jesús abrió el camino del cielo con su pasión, muerte y resurrección. Por su amor. Jesús, aceptó en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres. Y por eso "los amó hasta el extremo", porque Jesús hace las cosas bien hechas. Nos amó con el máximo signo de su amor: "nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos". Es lo que celebramos en torno a la Semana Santa. La cruz, la ofrenda de Jesús, nos abre un camino hacia el cielo.

   En la pasión, la humanidad de Jesús es el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. Jesús aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres: "Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente". ¡Qué amor tan grande! Y Jesús quiso encerrarlo en un signo, en un sacramento. Es el signo de la Alianza de amor nuevo y eterno:

   Jesús hizo de la última Cena con sus Apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre por la salvación de los hombres: "Éste es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros" "Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados". La Eucaristía que instituyó en este momento será el memorial de su sacrificio.

   Al instituir el sacramento de la Eucaristía, Jesús anticipa e implica el Sacrificio de la cruz y la victoria de la resurrección. Al mismo tiempo, se revela como el verdadero cordero inmolado, previsto en el designio del Padre desde la creación del mundo. Situando en este contexto su don, Jesús manifiesta el sentido salvador de su muerte y resurrección, misterio que se convierte en el factor renovador de la historia y de todo el cosmos. En efecto, la institución de la Eucaristía muestra cómo aquella muerte, de por sí violenta y absurda, se ha transformado en Jesús en un supremo acto de amor y de liberación definitiva del mal para la humanidad (Sacramentum Caritatis, Benedicto XVI).

   La Escritura nos da ejemplo de cómo hacer esta adoración, uniendo la Eucaristía y la Cruz, muy especialmente en Juan, el discípulo amado. Juan le adoró en la Última Cena y en el Calvario: “Uno de ellos –el discípulo al que Jesús amaba– estaba reclinado muy cerca de Jesús” (es la postura de la amistad y de la adoración, de la confianza y del reconocimiento). Es la postura de intimidad a la que Dios nos invita esta noche. “Simón Pedro le hizo una seña y le dijo: «Pregúntale a quién se refiere». Él se reclinó sobre Jesús y le preguntó: «Señor, ¿quién es?»” A tener un tierno coloquio de adoración y de amistad con Jesús que recién ha instituido la Eucaristía y que se ve muchas veces rechazado en Ella. Como Judas rechaza su amor.

   Juan también le adora en la Cruz, ya muerto y consumado su sacrificio, contempla y observa: “Era el día de la Preparación de la Pascua. Los judíos pidieron a Pilato que hiciera quebrar las piernas de los crucificados y mandara retirar sus cuerpos, para que no quedaran en la cruz durante el sábado, porque ese sábado era muy solemne. Los soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que habían sido crucificados con Jesús.”

   Podemos pensar el gesto de partir el pan, el cuerpo de Jesús se quebró por nosotros, por nuestra salvación. Se dejó además abrir una puerta por la que pudiéramos entrar en su intimidad: “uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua.”  Es el momento supremo de manifestación del Amor de Cristo. Y Juan lo ve. No sólo físicamente, sobre todo con los ojos de la fe. Como nosotros en la Eucaristía, “la fe lo suple con asentimiento”. Y adora el misterio de la misericordia de Dios que nos ha abierto una autopista para ir a Cielo:

    El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura que dice: "No le quebrarán ninguno de sus huesos". Y otro pasaje de la Escritura, dice: "Mirarán al que ellos mismos traspasaron".

   Los santos también nos animan, como el joven Carlo Acutis, recientemente canonizado. ¡Qué amor el de este adolescente a la Eucaristía! ¡Con qué seguridad vio en ella el camino hacia el Cielo!: “Prefiero quedarme en Milán porque tengo los sagrarios de las iglesias donde puedo encontrar a Jesús en todo momento y por eso no siento la necesidad de ir a Jerusalén. Tenemos a Jerusalén en casa. Si Jesús está siempre con nosotros, en todas partes donde haya una hostia consagrada, ¿qué necesidad hay de hacer una peregrinación a Jerusalén para visitar los lugares donde vivió Jesús hace dos mil años? ¡Entonces también habría que visitar los sagrarios con la misma devoción!”  “¿quién más que un Dios, que se ofrece a Dios, puede interceder por nosotros? Durante la consagración es necesario pedir las gracias a Dios Padre por los méritos de su Hijo unigénito Jesucristo, por sus santas llagas, su preciosísima sangre y las lágrimas y los dolores de María Virgen, que al ser su madre, puede interceder por nosotros mejor que nadie”.

     Como él repetía muchas veces:

LA EUCARISTÍA, MI AUTOPISTA PARA EL CIELO


Preguntas para el diálogo y la meditación.

¿Cuándo fue la última vez que pensé en el Cielo?

¿He hecho de la Eucaristía -adoración, comunión- mi camino de santificación?

¿Tengo amistad, confianza, intimidad con Jesús?

¿Tengo un crucifijo que me acompañe, al que besar?


jueves, 6 de abril de 2023

EL TRIDUO PASCUAL Y SU SIGNIFICACIÓN

   La pascua de los primitivos cristianos, entremezclada con la experiencia de la comunidad apostólica, giraba en torno a una sola celebración. El criterio místico de la concentración dominaba sobre el cronológico de los tres días, que se impuso más adelante. La pascua era la gran celebración de la noche. Su celebración concentraba la unidad de la historia de salvación desde la creación a la parusía.

    Pronto esta vigilia pascual fue precedida de uno o más días de ayuno, los cuales se transformaron progresivamente en el triduo del viernes, sábado y domingo, dedicados, respectivamente, a la muerte, sepultura y resurrección del Señor.

    El triduo pascual, vislumbrado ya en Orígenes, nos lo descubre no como una indicación cronológica, sino de sentido teológico y litúrgico. Comentando Os 6,2, dice: Prima die nobis passio Salvatoris est et secunda, qua descendit in infernum, tertia autem resurrectionis est dies, (El primer y el segundo día son para nosotros el sufrimiento del Salvador, que bajó a los infiernos, y el tercero es el día de la resurrección).

   Llegados al s. IV, encontramos una formulación teológica litúrgica bien precisa del triduo sacro. En san Ambrosio podemos leer: "Triduo en el que ha sufrido, ha reposado y ha resucitado el que pudo decir destruid este templo y en tres días lo reedificaré". Entre otras escogemos la conocida expresión de Agustín: Sacratissimum triduum crucifixi, sepulti et suscitati. (Triduo sacratísimo de la crucifixión, sepultura y resurrección)

    La doble tradición acerca del nombre de pascua contribuyó también a forjar la teología del triduo. Al entrar en crisis la primitiva, la asiática (pascha-passio), en el s. IV, va adquiriendo preponderancia la occidental al tener conocimiento de la alejandrina (pascha-transitus). La traducción latina de la Vulgada de Ex 12,11 de la palabra pascua como paso, (transitus) está en la base del nuevo acento teológico.

   Al interpretarse pascua por paso, como lo hace por primera vez Clemente de Alejandría, resulta muy adecuada para significar el principio y el término del triduo. Será el vehículo de una teología que permite poner de relieve los aspectos morales, ascéticos y doctrinales de la pascua. Los autores cristianos expresan así la dimensión cristológica, sacramental y escatológica de la fiesta.

CELEBRACIÓN LITÚRGICA DEL SANTO TRIDUO

  Santo Triduo Pascual es el título del misal, puesto inmediatamente antes de la misa vespertina de la cena del Señor. El epígrafe Santísimo Triduo Pascual de la muerte y resurrección del Señor, en la oración de las horas, encabeza los oficios que empiezan por las vísperas del jueves de la cena del Señor. En el leccionario, con menor precisión, la Misa Crismal del jueves va precedida de la expresión triduo pascual. El nuevo Ordo Lectionum el orden de las lecciones del año 1981, rectificando, pone la Misa Crismal en la cuaresma, y la palabra triduo precede a la Misa de la cena. Para las normas universales sobre el año litúrgico, el triduo pascual de la pasión y de la resurrección del Señor comienza con la misa vespertina de la cena del Señor, tiene su centro en la vigilia pascual y acaba con las vísperas del domingo de resurrección.

     Hasta aquí una síntesis de la normativa actual según los libros litúrgicos promulgados después del concilio Vat. II…

   … Las bases  bíblicas y patrísticas en ningún caso incluían el jueves santo, ni siquiera parcialmente. Para la iglesia, el triduo pascual de la pasión y resurrección del Señor es el punto culminante de todo el año litúrgico. El triduo pascual, propiamente, comprende los tres días de la muerte, sepultura y resurrección del Señor. Así se explica que la liturgia de las Horas del jueves tenga el carácter de una feria de cuaresma. En todo caso, las vísperas de los que no participan en la misa vespertina, que ocupa el lugar de las primeras vísperas, y la propia eucaristía, son como la introducción del triduo.

   No se olvide que la única celebración litúrgica de estos días, en los orígenes, era la de la vigilia pascual. Es esta dinámica propia, que va de la austeridad a la alegría y de la muerte a la vida, la que lleva impresa el orden y sentido de las celebraciones del triduo, desde este prólogo del jueves, bien significado en la lectura profética de la pascua del Éxodo.

                                                                                                                                                           Joan Bellavista


BIBLIOGRAFÍA: Bernal J.M., Iniciación al año litúrgico, Madrid 1984; Cantalamessa R., La Pasqua della nostra salvezza, Turín 1971; Capelle B., Problémes de pastorale liturgique. Le vendredi saint, en Questions liturgiques el paroissiales 34, 1953, 251-274; Durwell F.X., La resurrección de Jesús, misterio de salvación, Barcelona 1962; Jounel P., Le Triduum pascal, en L'Église en Priére IV, La liturgie et le temps, Tournai 1983, 46-68; Léon-Dufour, La resurrección de Jesús y misterio pascual, Salamanca 19783; VV.AA., La liturgie du Mystére Pascal, en La Maison Dieu 67 (1961).



domingo, 2 de abril de 2023

Jesús entra en Jerusalén.



     La muchedumbre de los discípulos lo acompaña festivamente, se extienden los mantos ante él, se habla de los prodigios que ha hecho, se eleva un grito de alabanza: «¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto» (Lc 19,38).

     Gentío, fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios y se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma. Este es Jesús. Este es su corazón atento a todos nosotros, que ve nuestras debilidades, nuestros pecados. El amor de Jesús es grande. Y, así, entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos nosotros. Es una bella escena, llena de luz –la luz del amor de Jesús, de su corazón–, de alegría, de fiesta.

   Al comienzo de la Misa, también nosotros la hemos repetido. Hemos agitado nuestras palmas. También nosotros hemos acogido al Señor; también nosotros hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que nos es cercano, presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús es Dios, pero se ha abajado a caminar con nosotros. Es nuestro amigo, nuestro hermano. El que nos ilumina en nuestro camino. Y así lo hemos acogido hoy. Y esta es la primera palabra que quisiera deciros: alegría. No seáis nunca hombres y mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino de haber encontrado a una persona, Jesús; que está entre nosotros; nace del saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables, y ¡hay tantos! Y en este momento viene el enemigo, viene el diablo, tantas veces disfrazado de ángel, e insidiosamente nos dice su palabra. No le escuchéis. Sigamos a Jesús. Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro. Y, por favor, no os dejéis robar la esperanza, no dejéis robar la esperanza. Esa que nos da Jesús.

     ¿Por qué Jesús entra en Jerusalén? O, tal vez mejor, ¿cómo entra Jesús en Jerusalén? La multitud lo aclama como rey. Y él no se opone, no la hace callar (cf. Lc 19,39-40). Pero, ¿qué tipo de rey es Jesús? Mirémoslo: montado en un pollino, no tiene una corte que lo sigue, no está rodeado por un ejército, símbolo de fuerza. Quien lo acoge es gente humilde, sencilla, que tiene el sentido de ver en Jesús algo más; tiene ese sentido de la fe, que dice: Éste es el Salvador. Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a quien tiene poder, a quien domina; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero. Y, entonces, he aquí la segunda palabra: cruz. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz. Pienso en lo que decía Benedicto XVI a los Cardenales: Vosotros sois príncipes, pero de un rey crucificado. Ese es el trono de Jesús. Jesús toma sobre sí… ¿Por qué la cruz? Porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, la sed de dinero, que nadie puede llevárselo consigo, lo debe dejar. Mi abuela nos decía a los niños: El sudario no tiene bolsillos. Amor al dinero, al poder, la corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana y contra la creación. Y también –cada uno lo sabe y lo conoce– nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la creación. Y Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el bien que Jesús nos hace a todos en el trono de la cruz. La cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y de hacer un poquito eso que ha hecho él aquel día de su muerte…

     Pidamos la intercesión de la Virgen María. Ella nos enseña el gozo del encuentro con Cristo, el amor con el que debemos mirarlo al pie de la cruz, el entusiasmo del corazón joven con el que hemos de seguirlo en esta Semana Santa y durante toda nuestra vida. Que así sea.

Francisco, pp