EL ADVIENTO, TIEMPO DE
ESPERA
Benedicto XVI, pp emérito.
Benedicto XVI, pp emérito.
El primer domingo de Adviento la Iglesia inicia un nuevo Año litúrgico, un nuevo camino de fe que, por una
parte, conmemora el acontecimiento de Jesucristo, y por otra, se abre a su
cumplimiento final. Precisamente de esta doble perspectiva vive el tiempo de
Adviento, mirando tanto a la primera
venida del Hijo de Dios, cuando nació de la Virgen María, como a su vuelta
gloriosa, cuando vendrá a «juzgar a vivos y muertos», como decimos en el
Credo. Sobre este sugestivo tema de la «espera»
quiero detenerme ahora brevemente, porque se trata de un aspecto profundamente
humano, en el que la fe se convierte, por decirlo así, en un todo con nuestra
carne y nuestro corazón.
La espera, el esperar, es una dimensión que atraviesa toda nuestra
existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil
situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes, que
nos implican totalmente y en lo profundo. Pensemos, entre estas, en la espera
de un hijo por parte de dos esposos; en la de un pariente o de un amigo que
viene a visitarnos de lejos; pensemos, para un joven, en la espera del
resultado de un examen decisivo, o de una entrevista de trabajo; en las
relaciones afectivas, en la espera del encuentro con la persona amada, de la
respuesta a una carta, o de la aceptación de un perdón... Se podría decir que
el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la
esperanza. Y al hombre se lo reconoce por sus esperas: nuestra «estatura» moral
y espiritual se puede medir por lo que esperamos, por aquello en lo que
esperamos.
Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este tiempo que nos
prepara a la Navidad, puede preguntarse: ¿yo
qué espero? En este momento de mi vida, ¿a qué tiende mi corazón? Y esta
misma pregunta se puede formular en el ámbito de familia, de comunidad, de
nación. ¿Qué es lo que esperamos juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones? ¿Qué
tienen en común? En el tiempo anterior al nacimiento de Jesús, era muy fuerte
en Israel la espera del Mesías, es decir, de un Consagrado, descendiente del
rey David, que finalmente liberaría al pueblo de toda esclavitud moral y
política e instauraría el reino de Dios.
Pero nadie habría imaginado nunca que el Mesías pudiese nacer de una
joven humilde como era María, prometida del justo José. Ni siquiera ella lo
habría pensado nunca, pero en su corazón la espera del Salvador era tan grande,
su fe y su esperanza eran tan ardientes, que él pudo encontrar en ella una
madre digna. Por lo demás, Dios mismo la había preparado, antes de los siglos.
Hay una misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la
criatura «llena de gracia», totalmente transparente al designio de amor del
Altísimo.
Aprendamos de ella, Mujer del
Adviento, a vivir los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el
sentimiento de una espera profunda, que sólo la venida de Dios puede colmar.
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