TIEMPO LITÚRGICO

TIEMPO LITÚRGICO

sábado, 27 de abril de 2013

LECTIO DIVINA PARA EL DOMINGO 28 DE ABRIL, 5º DE PASCUA


Amaos los unos a los otros
Juan 13:31-35     Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros.
     Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros».

Otras lecturas: Hechos 14:21b-27; Salmo 144; Apocalipsis 21:1-5a

LECTIO:
     Hoy nos encontramos con Jesús y sus discípulos en la habitación del piso alto durante la Última Cena. Juan no describe la “cena eucarística” en cuanto tal, como hacen los autores de los otros evangelios, sino que nos proporciona aspectos distintos de la vida y de la doctrina de Jesús.
     Jesús espera a que se marche Judas antes de revelar a sus discípulos un ‘mandamiento nuevo’. Como sabía lo que Judas albergaba en su corazón, no es de extrañar que Jesús decida hablar de este tema después de que aquél se haya ido.
     ¿Qué tiene de especial este mandamiento “nuevo”? La exigencia de amar a Dios y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos les era familiar a los discípulos a partir de la Ley de Moisés (Deuteronomio 6:5 y Levítico 19:18). Pero la enseñanza y el ejemplo de amor de Jesús profundizan en esto mandamientos. Los otros tres evangelios llaman a esta doctrina el mandamiento ‘mayor’ o el ‘más importante’ (Mateo 22:34-40, Marcos 12:28-34, Lucas 10:25-28).
     El nuevo reto que en este caso les plantea Jesús a sus discípulos es que se amen los unos a los otros ‘como yo os he amado’. Jesús proclama que es ahora cuando Dios pone de manifiesto la identidad y la autoridad divinas del Hijo del Hombre, que es Jesús mismo. El amor de Jesús a sus discípulos, a nosotros y a todas las gentes refleja el amor mutuo e incondicional que existe entre Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
     Los cristianos, que viven gracias a este amor mutuo en su vida diaria, hacen que el amor místico de Dios sea un hecho concreto ante las gentes que les rodean y manifiesta que son seguidores de Jesús. Al llevar a la práctica este amor incondicional, los cristianos ‘corrientes’ descorren un velo y hacen posible vislumbrar el cielo y el amor que procede de la Santísima Trinidad.
     Ahora podemos ver por qué Jesús y Juan ponen tanto énfasis en la relación que existe entre las personas de la Santísima Trinidad (Juan 14-16). Y por esa razón, Jesús insiste en que el amor compartido por los cristianos tiene que configurarse a semejanza de su propio amor hacia ellos: sacrificado e incondicional.

MEDITATIO:
¿Qué es lo que más te llama la atención de estos versículos? Pídele a Espíritu Santo que te hable.
¿Qué sientes ante el mandamiento de Jesús de que amemos a los demás cristianos como él nos ama?
¿Nos pide Jesús algo imposible? ¿Cómo podemos tratar de obedecer este mandamiento? ¿A quién podemos acudir pidiendo ayuda?
Considera si existe alguna manera especial en que Dios quiere que expreses su amor hacia otro cristiano.

ORATIO:
     Con el Salmo 144 ofrécele a Dios estos versos con espíritu de oración. Ábrele el corazón a Dios y déjale que te hable. Si estás pasando malos momentos en relación con una persona en concreto, expónselo al Señor.

CONTEMPLATIO:
     Apocalipsis 21:1-5 habla de ‘un cielo nuevo y de una tierra nueva’. Considera esta promesa y piensa en los vínculos que existen entre esta visión y el mandamiento nuevo de Cristo. Piensa en la manera en que Jesús nos adorna a nosotros, su Iglesia, para que seamos para él como una novia.

TEMAS DE REFLEXIÓN PARA LA ADORACIÓN NOCTURNA


Reflexiones sobre la Fe.5
Dios Padre y Creador. (I)

      “Creemos que Dios creó el mundo según su sabiduría.  Éste no es un producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar. Creemos que procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer partícipes a las criaturas de su ser, de su sabiduría, de su bondad” (Catecismo, n. 295).
“Dios es infinitamente más grande que todas sus obras: “Su majestad es más alta que los cielos” (Sal 8, 2), “su grandeza no tiene medida” (Sal 145, 3). Pero, porque es el Creador soberano y libre, causa primera de todo lo que existe, está presente en lo más íntimo de sus criaturas: “En Él vivimos, nos movemos y somos” (Hch 17, 28)” (Catecismo, 300).

      Nosotros podemos con toda verdad hacer nuestras las palabras del Salmista: “Tus manos me han formado. Tú me has pensado, me has creado y querido” (Sal 119, 73).
      Esta grandeza creadora paternal de Dios y su transcendencia, a la vez que su cercanía, quedan muy bien reflejadas en la parábola del hijo pródigo, con que Nuestro Señor Jesucristo quiso introducirnos en el misterio inefable del infinito amor de Dios Padre.
      En el hijo pródigo estamos reflejados todos los seres humanos. Nos apropiamos de  los dones que nos regala Dios, al concedernos la vida; al hacernos partícipes de los sacramentos, en los que se nos da Él mismo; y malgastamos desaprovechando la riqueza recibida, gastando nuestra vida en obras inútiles y malas, que dejan un gran vacío en el alma.
      Dios espera que regresemos a Él; que nunca se borre de nuestra conciencia la luz clara de su Paternidad. El hijo pródigo, antes de decidirse a regresar a la casa de su padre, sintió, quizá, miedo por la reacción que su padre le podría mostrar. Un cierto castigo era lógico, pero siguió adelante.
      La confianza prevaleció en su corazón. “De mi padre no me puede venir nada malo”, pensó, quizá, y siguió adelante en el camino de regreso. El corazón de su padre, al verlo llegar, se conmovió y lo recibió con los brazos abiertos. Así es Dios Padre; nos libera del pecado cuando le pedimos perdón, y nos acoge como solo un Padre amoroso sabe acoger a un hijo.         
      Ante este Dios Padre y Creador, que nos da la vida, nos perdona y nos abre las puertas de su corazón y de su vida,  puede surgir una pregunta que muchos hombres se hacen, y al no encontrar la respuesta adecuada, tienen la tentación de alejarse de Dios y de cerrarse en sí mismos.
      “Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de sus criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta: la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu , con la congregación de la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o  rechazar. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal” (Catecismo, 209).
      El misterio del mal, al que tantos papas, tantos santos, tantos doctores de la Iglesia se han referido en sus escritos y en sus predicaciones, sólo se comprende si lo unimos al mal que sufrió Nuestro Señor Jesucristo. Viviendo con Cristo todos los males, desgracias, injusticias que nos pueden sobrevenir y que hemos de padecer, nos daremos cuenta de que ningún sufrimiento se pierde, ningún dolor es inútil, porque todos se convierten en Redención. Cristo vive con nosotros nuestros sufrimientos; y nosotros vivimos con Él su Resurrección. Y así alcanzar la vida eterna, el Cielo, sin mal alguno. Y en el Cielo, descubriremos y gozaremos del Amor Paternal y Misericordioso de Dios.
       “Dios es nuestro Padre, porque Él es nuestro Creador. Cada uno de nosotros, cada hombre y cada mujer, somos un milagro de Dios, querido por Él, y conocidos personalmente por Él (…) Dios es nuestro Padre, para Él no somos seres anónimos o impersonales, sino que tenemos un nombre (…) Cada uno de nosotros puede expresar, con esta hermosa imagen, la relación personal con Dios: “Tus manos me han formado. Tú me has pensado, me has creado y querido” (Benedicto XVI, 23-V-2012).

Cuestionario

+  “Dios es nuestro Padre, porque Él es nuestro Creador. Cada uno de nosotros, cada hombre y cada mujer, somos un milagro de Dios, querido por Él, y conocidos personalmente por Él (…) Dios es nuestro Padre, para Él no somos seres anónimos o impersonales, sino que tenemos un nombre (…) ¿pensamos alguna vez en la alegría de Dios Padre al darnos su perdón; al acogernos de nuevo en su corazón?
+ ¿Somos conscientes de que la vida eterna consiste en “conocer a Dios Padre, a su Hijo Único, Jesucristo, que Él ha enviado a la tierra?
+ ¿Damos gracias a Dios por habernos creado, por habernos regalado el don de la vida, que hace posible que le conozcamos y que le amemos?

sábado, 20 de abril de 2013

LECTIO DIVINA PARA EL DOMINGO 21 DE ABRIL, 4º DE PASCUA


Mis ovejas reconocen mi voz.

Juan 10:27-30     En aquel tiempo, dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno».

        Otras lecturas: Hechos 13:14, 43-52; Salmo 99; Apocalipsis 7:9, 14b-17

LECTIO:
     Estos pocos versículos forman parte de un pasaje más largo en el Juan recoge un interesante debate entre Jesús y el pueblo a propósito de su relación con Dios Padre. Y el final de todo aquello es que la gente quiere apedrear a Jesús. Cuando Jesús les preguntó sobre sus intenciones criminales, respondieron: ‘No vamos a apedrearte por ninguna cosa buena que hayas hecho, sino porque tus palabras son una ofensa contra Dios. Tú, que no eres más que un hombre, te haces Dios a ti mismo’ (Juan 10:33).
     Jesús penetra sus corazones con más profundidad de lo que se creían. Sabía que no le aceptarían ‘porque no sois de mis ovejas’ (versículo 26). Y no eran ovejas suyas porque el Padre no les había concedido ser creyentes suyos.
     Jesús alude al don misterioso y a la maravillosa gracia de la fe. Nadie puede creer en Jesús a no ser que se lo conceda la gracia del Padre. En Juan 6 Jesús expresa esta idea de distinta manera. Jesús les dice a sus desconcertados oyentes que él es el pan de Dios y que necesitan comerle si quieren vivir (Juan 6:25-59). Una vez más es preciso el  generoso don de Dios para tener fe y creer. Y el Padre es el único que concede esa gracia.
     Si Dios Padre otorga esa gracia a una persona, ésta pertenece a Jesús y se convierte en una de sus ‘ovejas’. Recibe así la capacidad de madurar en el conocimiento de todo lo que enseña Jesús y de recibir la vida eterna. Pero para que se produzca ese crecimiento necesitamos estar constantemente en contacto con Jesús.
     Las gentes que querían apedrear a Jesús todavía no habían recibido del Padre el don de la fe. Si hubieran abierto sus mentes y sus corazones, habrían visto que aquella era una oportunidad de buscar la ayuda del Padre y su gracia para creer. Pero las ‘cabras’ (Mateo 25:32) no quisieron escuchar y se negaron a aceptar a Jesús como Hijo de Dios.
     En esta época nuestra de tanta incertidumbre, no podemos contar con mayor promesa que la que Jesús les hace a quienes le siguen: nada ni nadie puede separarnos de Dios. Romanos 8:38-39 nos explica todo esto mucho mejor. No cabe duda de que nada puede separarnos del amor de Dios que se nos ha mostrado en Cristo Jesús. Esta promesa no se limita a esta vida, sino que se prolonga, más allá de nuestra muerte, hasta la eternidad.

MEDITATIO:
En estos pocos versículos Jesús menciona los diversos beneficios de ser una de sus ovejas. Piensa en lo que significa para ti cada una de ellos.
Como cristianos, creemos que Dios todo lo sabe, pero a veces actuamos y rezamos como si no fuera así. En el versículo 27 Jesús nos recuerda que él conoce personalmente a cada una de sus ovejas. ¿Te consuela esto, o más bien te inquieta? Considera tu respuesta a esta pregunta.
‘Mis ovejas reconocen mi voz…y ellas me siguen’ ¿Cuál es tu capacidad de escuchar la voz de Jesús y de realizar lo que te dice? Pregúntale a Jesús qué es lo que más te conviene para ayudarte a ser más obediente.
Si la Fe en Jesús es un don del Padre, ¿de qué manera debe influir esto mismo en nuestra actitud hacia quienes no creen en Jesús?

ORATIO:
     Ofrécele a Dios en tu oración lo que él mismo te revela a través de este pasaje, e incluso tu propio tiempo de meditación. No te precipites, ten calma.
     Lee el Salmo 99 y utilízalo para darle gracias a Dios por haberte concedido el don de la fe en Jesús.

CONTEMPLATIO:
    ¿Te has parado a pensar que, como creyente, tú mismo eres un regalo del Padre a su Hijo Jesús? Piensa en tu relación con Jesús como pastor tuyo.

Mensaje de Benedicto XVI
Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones 2013
Queridos hermanos y hermanas:
     Con motivo de la 50 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se celebrará el 21 de abril de 2013, cuarto domingo de Pascua, quisiera invitaros a reflexionar sobre el tema: «Las vocaciones, signo de la esperanza fundada sobre la fe», que se inscribe perfectamente en el contexto del Año de la fe y en el 50 aniversario de la apertura del concilio Ecuménico Vaticano II. El siervo de Dios Pablo VI, durante la Asamblea conciliar, instituyó esta Jornada de invocación unánime a Dios Padre para que continúe enviando obreros a su Iglesia (cf. Mt 9, 38). «El problema del número suficiente de sacerdotes –subrayó entonces el pontífice – afecta de cerca a todos los fieles, no solo porque de él depende el futuro religioso de la sociedad cristiana, sino también porque este problema es el índice justo e inexorable de la vitalidad de fe y amor de cada comunidad parroquial y diocesana, y testimonio de la salud moral de las familias cristianas. Donde son numerosas las vocaciones al estado eclesiástico y religioso se vive generosamente de acuerdo con el Evangelio»1.
1- Pablo VI, Radiomensaje, 11 de abril de 1964.

Las vocaciones, signo de la esperanza fundada sobre la fe

      En estos decenios, las diversas comunidades eclesiales extendidas por todo el mundo se han encontrado espiritualmente unidas cada año, en el cuarto domingo de Pascua, para implorar a Dios el don de santas vocaciones y proponer a la reflexión común la urgencia de la respuesta a la llamada divina. Esta significativa cita anual ha favorecido, en efecto, un fuerte empeño por situar cada vez más en el centro de la espiritualidad, de la acción pastoral y de la oración de los fieles, la importancia de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.
     La esperanza es espera de algo positivo para el futuro, pero que, al mismo tiempo, sostiene nuestro presente, marcado frecuentemente por insatisfacciones y fracasos.

 ¿Dónde se funda nuestra esperanza?

     Contemplando la historia del pueblo de Israel narrada en el Antiguo Testamento vemos cómo, también en los momentos de mayor dificultad como los del Exilio, aparece un elemento constante, subrayado particularmente por los profetas: la memoria de las promesas hechas por Dios a los patriarcas; memoria que lleva a imitar la actitud ejemplar de Abrahán, el cual, recuerda el apóstol Pablo, «apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchos pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho: Así será tu descendencia» (Rom 4, 18).
     Una verdad consoladora e iluminante que sobresale a lo largo de toda la historia de la salvación es, por tanto, la fidelidad de Dios a la alianza, a la cual se ha comprometido y que ha renovado cada vez que el hombre la ha quebrantado con la infidelidad y con el pecado, desde el tiempo del diluvio (cf. Gén 8, 21-22), al del éxodo y el camino por el desierto (cf. Dt 9, 7); fidelidad de Dios que ha venido a sellar la nueva y eterna alianza con el hombre, mediante la sangre de su Hijo, muerto y resucitado para nuestra salvación.
     En todo momento, sobre todo en aquellos más difíciles, la fidelidad del Señor, auténtica fuerza motriz de la historia de la salvación, es la que siempre hace vibrar los corazones de los hombres y de las mujeres, confirmándolos en la esperanza de alcanzar un día la «Tierra prometida».
     Aquí está el fundamento seguro de toda esperanza: Dios no nos deja nunca solos y es fiel a la palabra dada. Por este motivo, en toda situación gozosa o desfavorable, podemos nutrir una sólida esperanza y rezar con el salmista: «Descansa solo en Dios, alma mía, porque él es mi esperanza»(Sal 62, 6). Tener esperanza equivale, pues, a confiar en el Dios fiel, que mantiene las promesas de la alianza. Fe y esperanza están, por tanto, estrechamente unidas. De hecho, «“esperanza”, es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes las palabras “fe” y “esperanza” parecen intercambiables. Así, la Carta a los Hebreos une estrechamente la “plenitud de la fe” (10, 22) con la “firme confesión de la esperanza” (10, 23). También cuando la Primera Carta de Pedro exhorta a los cristianos a estar siempre prontos para dar una respuesta sobre el logos –el sentido y la razón– de su esperanza (cf. 3, 15), “esperanza” equivale a “fe”»2.
     Queridos hermanos y hermanas, ¿en qué consiste la fidelidad de Dios en la que se puede confiar con firme esperanza? En su amor. Él, que es Padre, vuelca en nuestro yo más profundo su amor, mediante el Espíritu Santo (cf. Rom 5, 5). Y este amor, que se ha manifestado plenamente en Jesucristo, interpela a nuestra existencia, pide una respuesta sobre aquello que cada uno quiere hacer de su propia vida, sobre cuánto está dispuesto a empeñarse para realizarla plenamente. El amor de Dios sigue, en ocasiones, caminos impensables, pero alcanza siempre a aquellos que se dejan encontrar. La esperanza se alimenta, por tanto, de esta certeza: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16). Y este amor exigente, profundo, que va más allá de lo superficial, nos alienta, nos hace esperar en el camino de la vida y en el futuro, nos hace tener confianza en nosotros mismos, en la historia y en los demás. Quisiera dirigirme de modo particular a vosotros, jóvenes, y repetiros: «¿Qué sería vuestra vida sin este amor? Dios cuida del hombre desde la creación hasta el fin de los tiempos, cuando llevará a cabo su proyecto de salvación. ¡En el Señor resucitado tenemos la certeza de nuestra esperanza!»3
2 Benedicto XVI, Spe salvi, n. 2.
3 Benedicto XVI, Discurso a los jóvenes de la diócesis de San Marino-Montefeltro (19 junio 2011).

     Como sucedió en el curso de su existencia terrena, también hoy Jesús, el Resucitado, pasa a través de los caminos de nuestra vida, y nos ve inmersos en nuestras actividades, con nuestros deseos y nuestras necesidades. Precisamente en el devenir cotidiano sigue dirigiéndonos su palabra; nos llama a realizar nuestra vida con él, el único capaz de apagar nuestra sed de esperanza. Él, que vive en la comunidad de discípulos que es la Iglesia, también hoy llama a seguirlo. Y esta llamada puede llegar en cualquier momento. También ahora Jesús repite: «Ven y sígueme» (Mc 10, 21). Para responder a esta invitación es necesario dejar de elegir por sí mismo el propio camino. Seguirlo significa sumergir la propia voluntad en la voluntad de Jesús, darle verdaderamente la precedencia, ponerlo en primer lugar frente a todo lo que forma parte de nuestra vida: la familia, el trabajo, los intereses personales, nosotros mismos. Significa entregar la propia vida a Él, vivir con Él en profunda intimidad, entrar a través de Él en comunión con el Padre y con el Espíritu Santo y, en consecuencia, con los hermanos y hermanas. Esta comunión de vida con Jesús es el «lugar» privilegiado donde se experimenta la esperanza y donde la vida será libre y plena.
     Las vocaciones sacerdotales y religiosas nacen de la experiencia del encuentro personal con Cristo, del diálogo sincero y confiado con Él, para entrar en su voluntad. Es necesario, pues, crecer en la experiencia de fe, entendida como relación profunda con Jesús, como escucha interior de su voz, que resuena dentro de nosotros. Este itinerario, que hace capaz de acoger la llamada de Dios, tiene lugar dentro de las comunidades cristianas que viven un intenso clima de fe, un generoso testimonio de adhesión al Evangelio, una pasión misionera que induce al don total de sí mismo por el Reino de Dios, alimentado por la participación en los sacramentos, en particular la Eucaristía, y por una fervorosa vida de oración. Esta última «debe ser, por una parte, muy personal, una confrontación de mi yo con Dios, con el Dios vivo. Pero, por otra, ha de estar guiada e iluminada una y otra vez por las grandes oraciones de la Iglesia y de los santos, por la oración litúrgica, en la cual el Señor nos enseña constantemente a rezar correctamente»4.
4 Benedicto XVI, Spe salvi, n. 34.

     La oración constante y profunda hace crecer la fe de la comunidad cristiana, en la certeza siempre renovada de que Dios nunca abandona a su pueblo y lo sostiene suscitando vocaciones especiales, al sacerdocio y a la vida consagrada, para que sean signos de esperanza para el mundo.
     En efecto, los presbíteros y los religiosos están llamados a darse de modo incondicional al Pueblo de Dios, en un servicio de amor al Evangelio y a la Iglesia, un servicio a aquella firme esperanza que solo la apertura al horizonte de Dios puede dar. Por tanto, ellos, con el testimonio de su fe y con su fervor apostólico, pueden transmitir, en particular a las nuevas generaciones, el vivo deseo de responder generosamente y sin demora a Cristo que llama a seguirlo más de cerca. La respuesta a la llama da divina por parte de un discípulo de Jesús para dedicarse al ministerio sacerdotal o a la vida consagrada se manifiesta como uno de los frutos más maduros de la comunidad cristiana, que ayuda a mirar con particular confianza y esperanza al futuro de la Iglesia y a su tarea de evangelización. Esta tarea necesita siempre de nuevos obreros para la predicación del Evangelio, para la celebración de la Eucaristía y para el sacramento de la reconciliación.
     Por eso, que no falten sacerdotes celosos, que sepan acompañar a los jóvenes como «compañeros de viaje» para ayudarles a reconocer, en el camino a veces tortuoso y oscuro de la vida, a Cristo, camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6); para proponerles con valentía evangélica la belleza del servicio a Dios, a la comunidad cristiana y a los hermanos. Sacerdotes que muestren la fecundidad de una tarea entusiasmante, que confiere un sentido de plenitud a la propia existencia, por estar fundada sobre la fe en Aquel que nos ha amado en primer lugar (cf. 1 Jn 4, 19). Igualmente, deseo que los jóvenes, en medio de tantas propuestas superficiales y efímeras, sepan cultivar la atracción hacia los valores, las altas metas, las opciones radicales, para un servicio a los demás siguiendo las huellas de Jesús.
     Queridos jóvenes, no tengáis miedo de seguirlo y de recorrer con intrepidez los exigentes senderos de la caridad y del compromiso generoso. Así seréis felices de servir, seréis testigos de aquel gozo que el mundo no puede dar, seréis llamas vivas de un amor infinito y eterno, aprenderéis a «dar razón de vuestra esperanza» (1 Pe 3, 15).
Vaticano, 6 de octubre de 2012

     Señor, te rogamos por nuestros hermanos y hermanas que han respondido sí a tu llamada al sacerdocio, a la vida consagrada y a la misión. Haz que sus existencias se renueven de día en día, y se hagan evangelios vivientes. ¡Señor misericordioso y santo, sigue enviando nuevos operarios a la mies de tu Reino! Ayuda a los que has llamado a seguirte en este tiempo nuestro; haz que, contemplando tu rostro, respondan con alegría a la maravillosa misión que les has confiado por el bien de tu Pueblo y el de todos los pueblos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Benedicto XVI

miércoles, 17 de abril de 2013


ACTITUDES CRISTIANAS AL ESTILO DEL RESUCITADO (I)
JESÚS DE LAS HERAS MUELAS
     La Pascua es el tiempo de la Iglesia. “Ahora os toca a vosotros”, parece decirnos el Señor Resucitado cuando nos muestra sus llagas -el ministerio eclesial de la caridad, espléndido ejercicio del llamado “munus regendi”-, su Palabra -el ministerio eclesial docente o “munus docendi” y su pan tierno y partido -“munus sanctificandi”-. Ahora nos toca a nosotros y tenemos cincuenta días consecutivos y todos los domingos del año -la vida entera, en definitiva- para reconocer y ser testigos del Resucitado, la mejor noticia y realidad de toda la historia de la humanidad.
 Sí, la Pascua es la vocación de la Iglesia. Es su destino y su heredad.  Somos ciudadanos del cielo, de un cielo y de una Pascua que solo se pueden ganar en la tierra. La cruz de Cristo nos redime, pero no nos garantiza automáticamente la salvación que hemos de lograr completando en nuestra carne y en nuestra alma lo que le falta a su Pasión redentora. Pasión y Pascua se funde, de este modo, en una unidad indivisible y santa.
     Somos herederos de la Pascua, de una Pascua a la que  solo se llega desde la cruz. La Pascua es el Calvario y la cruz es la gloria. La muerte es la resurrección. El fracaso es la victoria. El dolor es el gozo. La angustia es la satisfacción. Es preciso saber morir -no solo la muerte corporal y terrena, sino también tantas pequeñas muertes cotidianas al hombre viejo- para poder resucitar. Muriendo -sí- se resucita a la vida eterna. La única manera de vencer el dolor y la tristeza es dejar de amarlos, sentenció con acierto un escritor. Pero ello, todo ello, solo desde Jesucristo crucificado y resucitado, en Quien y de Quien hemos de aprender estas diez actitudes claves para vivir la Pascua, para dejar que la Pascua nos transforme:
1.- Una actitud de admiración y reconocimiento de la verdad de la Pascua:
      ¡Verdaderamente ha resucitado el Señor. Aleluya! La verdad de la resurrección de Jesucristo no es una fábula, una parábola, una moraleja o un símbolo. Es una verdad histórica, indestructible e invencible. ¡Verdaderamente ha resucitado el Señor. Aleluya! La resurrección de Jesucristo es la clave de bóveda de nuestra fe. Ha resucitado realmente, corporalmente, glorificadamente. Es también cierta y verdadera su resurrección como lo fue su vida, su pasión, su cruz y su muerte. Y al igual siempre que su cruz siempre nos llama a la compunción, a la emoción, a la admiración y al agradecimiento, lo mismo su resurrección, tan auténtica una como la otra. ¡Verdaderamente, sí, ha resucitado el Señor. Aleluya!
2.- Una actitud de inserción en el misterio de la cruz de Cristo:
     ¡Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero!  No hay dicotomía entre el Cristo Crucificado y el Cristo Resucitado. Para ello es preciso hallar el equilibrio entre la cruz y la gloria. Nos hemos pasado tantos años en la Iglesia clavados en el Viernes Santo, plantados en la contemplación de la Pasión, que ahora, como si se tratara de un movimiento pendular, nos hemos instalado con verdad y también con demasía solo en la gloria. Hasta ufanamente decimos estar solo pendientes de la Pascua. Y no hay Pascua sin Viernes Santo. Entonces la resurrección tendrá consecuencias en nuestra vida, comprendiendo progresivamente la resurrección a la luz de la vida de Cristo y recorriendo nuestra vida a la luz de esta resurrección, a cuya “escuela” hemos de acudir cada día, humilde, gozosa y esperanzadora.
3.- Una actitud de novedad: 
     Somos panes nuevos, los panes ácimos de la Pascua. Esta actitud consiste en saber ver y juzgar con ojos y corazón nuevos. Ya les pasó a los apóstoles. Ya les pasó a Pedro y a Juan. Dudaron del anuncio de las mujeres y necesitaron ir al sepulcro, hallarlo vacío, contemplar las vendas y el sudario. Y ver con el corazón. “…y entonces vio y creyó, pues no habían entendido la Escritura que anunciaba que Él iba a resucitar de entre los muertos”.
4.- Una actitud de confiada, esperanzada y contagiosa alegría. 
     La alegría es la característica de los textos bíblicos y litúrgicos de la Pascua. La alegría es el grito, el clamor de los testigos del sepulcro vacío y del Señor Resucitado. Se trata de una alegría exultante y a la vez serena, de una alegría contagiosa y expansiva, de una alegría confiada y esperanza. El “aleluya” de la Pascua es etimológica y conceptualmente alegría. ¡Claro que hay en la vida y en nuestra vida motivos para el pesar y la tristeza! Los hay, sí, pero, ante todo y sobre todo, ha de haberlos para la esperanza y la alegría. Cristo ha resucitado. Tiene sentido la vida. Tiene sentido nuestra fe. El cristiano de esta hora del siglo XXI habrá de ser testigo de esta alegría con su propia alegría. Si siempre fue cierto que nada más triste que un cristiano –un santo, dice el refrán- triste, en medio de acosos y cortapisas al cristianismo y a la Iglesia, hemos de ser alegres, hemos de transmitir que esta alegría que nadie no ha de arrebatar.
5.- Una actitud de búsqueda y de escucha de la Palabra de Dios. 
     La escuela de la Pascua tiene, por tanto, como primera lección la escucha atenta, constante y orante de la Palabra de Dios. Hemos de regresar una y otra vez a la Biblia. Es la fuente, el sustrato y el nutrimento capital de nuestra fe y de nuestra vida. Los cristianos -particularmente los católicos- no podemos ser los grandes desconocedores y hasta prófugos de la Palabra de Dios, que es siempre viva y eficaz, actual, interpeladora, pensada para ti, para mí y para todos. La Palabra de Dios es la gran pedagoga, la gran educadora de nuestros ojos y de nuestro corazón. Es la gran maestra y descubridora de la Pascua, como aconteció con los discípulos de Emaús.

domingo, 14 de abril de 2013

LECTIO DIVINA PARA EL DOMINGO 14 DE ABRIL, 3º DE PASCUA.


¿Me quieres?
Juan 21:1-19
     En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a sus discípulos, a orillas del lago de Tiberíades. Y sucedió de esta manera:
     Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, al que llamaban el Mellizo, Natanael, que era de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos de Jesús.  
     Simón Pedro les dijo: Me voy a pescar.
     Ellos contestaron: –Nosotros también vamos contigo.
     Fueron, pues, y subieron a una barca; pero aquella noche no pescaron nada.  Cuando comenzaba a amanecer, Jesús se apareció en la orilla, pero los discípulos no sabían que fuera él.  Jesús les preguntó: –Muchachos, ¿no habéis pescado nada? –Nada –le contestaron.  Jesús les dijo: –Echad la red a la derecha de la barca y pescaréis. Así lo hicieron, y luego no podían sacar la red por los muchos peces que habían cogido.  Entonces aquel discípulo a quien Jesús tanto quería le dijo a Pedro: –¡Es el Señor!-
     Apenas oyó Simón Pedro que era el Señor, se vistió, porque estaba sin ropa, y se lanzó al agua.  Los otros discípulos llegaron a la playa con la barca, arrastrando la red llena de peces, pues estaban a cien metros escasos de la orilla.  Al bajar a tierra encontraron un fuego encendido, con un pez encima, y pan.
      Jesús les dijo: –Traed algunos peces de los que acabáis de sacar. Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la playa la red llena de grandes peces, ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, la red no se rompió.  Jesús les dijo: –Venid a comer.  Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían que era el Señor.  Jesús se acercó, tomó en sus manos el pan y se lo dio; y lo mismo hizo con el pescado.
     Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos después de haber resucitado.
     Cuando ya habían comido, Jesús preguntó a Simón Pedro: –Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? Pedro le contestó: –Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: –Apacienta mis corderos.
     Volvió a preguntarle: –Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro le contestó: –Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: –Apacienta mis ovejas.
     Por tercera vez le preguntó: –Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?. Pedro, entristecido porque Jesús le preguntaba por tercera vez si le quería, le contestó: –Señor, tú lo sabes todo: tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: –Apacienta mis ovejas.  Te aseguro que cuando eras más joven te vestías para ir a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te vestirá y te llevará a donde no quieras ir. Al decir esto, Jesús estaba dando a entender de qué manera Pedro había de morir, y cómo iba a glorificar a Dios con su muerte. Después le dijo: –¡Sígueme!

Otras lecturas: Hechos 5, 27b-32.40b-41; Salmo 29; Apocalipsis 5,11-14

LECTIO:
     Al darse cuenta de que Jesús está en la orilla, Pedro se lanza literalmente al agua, saltando animosamente por la borda al encuentro del Señor. Jesús tiene importantes palabras para Pedro. Quería, en primer lugar, escuchar su declaración de amor. La verdad es que le puso a prueba preguntándole tres veces si le quería Es una manera dolorosa de recordarle a Pedro sus tres negaciones de Jesús. Es entonces cuando Jesús le da el encargo a Pedro: ‘Apacienta mis ovejas.’

. MEDITATIO:
Considera la gran misericordia de Jesús hacia Pedro. Aunque le había negado, Jesús le ofrece la oportunidad de rehabilitarse y llevar a cabo su llamada a conducir la naciente Iglesia.
Compara la respuesta de Pedro en este pasaje con su respuesta en Lucas 5:4-8, después de otra pesca milagrosa. ¿Qué ha cambiado desde entonces?

ORATIO:
     Imagina que Jesús te hace la pregunta: ‘¿me quieres?’ Pásate un rato con el Señor y ofrécele tu propia respuesta.

CONTEMPLATIO:
     “¡Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea dada la alabanza, el honor, la gloria y el poder por todos los siglos!”.
     Juan nos ofreces una imagen del cielo en Apocalipsis 5:11-14. Relee estos versículos varias veces y presenta tu propio culto y tu propia adoración.

martes, 9 de abril de 2013


PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN
     El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (cf. Lc 1,26-31.38).
Orar con la Iglesia:
Los que celebramos hoy el principio de nuestra salvación en la Anunciación del Señor, oremos jubilosos a Dios Padre.
-Haz que, como la Virgen María recibió con gozo el anuncio del ángel, nosotros recibamos siempre de buen grado a nuestro Salvador.
-Tú que miraste la humildad de tu esclava, acuérdate y compadécete de nosotros, siervos e hijos tuyos.
-De igual manera que María, la nueva Eva, se sometió a tu palabra divina, haz que nosotros acojamos y cumplamos contentos tu voluntad.
-Que santa María, Virgen y Madre, socorra a los pobres, conforte a los débiles, consuele a los tristes, ruegue por el pueblo, interceda por el clero.
Oración: Dios Padre nuestro, haz que, como tu Hijo al entrar en el mundo, te digamos: «Aquí estoy para hacer tu voluntad», y como María en la Anunciación y en toda su vida, te respondamos: «Hágase en mí según tu palabra». Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

ANUNCIACIÓN DE LA VIRGEN-TRASLADO DE LA SOLEMNIDAD


El misterio que contemplamos en el rezo del ángelus
Benedicto XVI, pp. emérito.


Queridos hermanos y hermanas:
     …quisiera reflexionar ahora sobre este estupendo misterio de la fe, que contemplamos todos los días en el rezo del Ángelus. La Anunciación, narrada al inicio del evangelio de san Lucas, es un acontecimiento humilde, oculto -nadie lo vio, nadie lo conoció, salvo María-, pero al mismo tiempo decisivo para la historia de la humanidad.    Cuando la Virgen dijo su «sí» al anuncio del ángel, Jesús fue concebido y con él comenzó la nueva era de la historia, que se sellaría después en la Pascua como «nueva y eterna alianza».
     En realidad, el «sí» de María es el reflejo perfecto del de Cristo mismo cuando entró en el mundo, como escribe la carta a los Hebreos interpretando el Salmo 39: «He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad» (Heb 10,7). La obediencia del Hijo se refleja en la obediencia de la Madre, y así, gracias al encuentro de estos dos «sí», Dios pudo asumir un rostro de hombre. Por eso la Anunciación es también una fiesta cristológica, porque celebra un misterio central de Cristo: su Encarnación.
     «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». La respuesta de María al ángel se prolonga en la Iglesia, llamada a manifestar a Cristo en la historia, ofreciendo su disponibilidad para que Dios pueda seguir visitando a la humanidad con su misericordia.