TIEMPO LITÚRGICO

TIEMPO LITÚRGICO

viernes, 25 de noviembre de 2016


     Con el primer domingo de Adviento la Iglesia inicia un nuevo Año litúrgico, un nuevo camino de fe que, por una parte, conmemora el acontecimiento de Jesucristo, y por otra, se abre a su cumplimiento final. Precisamente de esta doble perspectiva vive el tiempo de Adviento, mirando tanto a la primera venida del Hijo de Dios, cuando nació de la Virgen María, como a su vuelta gloriosa, cuando vendrá a «juzgar a vivos y muertos», como decimos en el Credo. Sobre este sugestivo tema de la «espera» quiero detenerme ahora brevemente, porque se trata de un aspecto profundamente humano, en el que la fe se convierte, por decirlo así, en un todo con nuestra carne y nuestro corazón.
     La espera, el esperar, es una dimensión que atraviesa toda nuestra existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes, que nos implican totalmente y en lo profundo. Pensemos, entre estas, en la espera de un hijo por parte de dos esposos; en la de un pariente o de un amigo que viene a visitarnos de lejos; pensemos, para un joven, en la espera del resultado de un examen decisivo, o de una entrevista de trabajo; en las relaciones afectivas, en la espera del encuentro con la persona amada, de la respuesta a una carta, o de la aceptación de un perdón... Se podría decir que el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se lo reconoce por sus esperas: nuestra «estatura» moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos, por aquello en lo que esperamos.
     Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este tiempo que nos prepara a la Navidad, puede preguntarse: ¿yo qué espero? En este momento de mi vida, ¿a qué tiende mi corazón? Y esta misma pregunta se puede formular en el ámbito de familia, de comunidad, de nación. ¿Qué es lo que esperamos juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones? ¿Qué tienen en común? En el tiempo anterior al nacimiento de Jesús, era muy fuerte en Israel la espera del Mesías, es decir, de un Consagrado, descendiente del rey David, que finalmente liberaría al pueblo de toda esclavitud moral y política e instauraría el reino de Dios.
     Pero nadie habría imaginado nunca que el Mesías pudiese nacer de una joven humilde como era María, prometida del justo José. Ni siquiera ella lo habría pensado nunca, pero en su corazón la espera del Salvador era tan grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes, que él pudo encontrar en ella una madre digna. Por lo demás, Dios mismo la había preparado, antes de los siglos. Hay una misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la criatura «llena de gracia», totalmente transparente al designio de amor del Altísimo.
     Aprendamos de ella, Mujer del Adviento, a vivir los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda, que sólo la venida de Dios puede colmar.

Benedicto XVI, pp emérito.

lunes, 21 de noviembre de 2016

LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA, 3.
Historia (retazos)

La piedad eucarística crecía grandemente en el pueblo católico
     Los últimos ocho siglos de la historia de la Iglesia suponen en los fieles católicos un crescendo notable en la devoción a Cristo, presente en la Eucaristía. En efecto, a partir del siglo XIII, como hemos visto, la devoción al Sacramento se va difundiendo más y más en el pueblo cristiano, haciéndose una parte integrante de la piedad católica común. Los santos –como lo comprobaremos– y los grandes maestros espirituales, los predicadores, los párrocos en sus comunidades, las Cofradías del Santísimo Sacramento, impulsan con fuerza ese desarrollo devocional.
     En el crecimiento de la piedad eucarística tiene también una gran importancia la doctrina del concilio de Trento sobre la veneración debida al Sacramento (1551. Denz 1643-1644. 1649. 1656). Por ella, oponiéndose fuertemente a los protestantes, se renuevan devociones antiguas y se impulsan otras nuevas

 Crisis actual de la devoción eucarística
     En nuestro tiempo, estas posiciones protestantes han afectado a una buena parte de los católicos progresistas o modernistas. Pero, por el contrario, la devoción eucarística crece en los católicos fieles a la Iglesia, como puede verse, por ejemplo, en la multiplicación notable de las capillas de Adoración perpetua. El decaimiento del culto a la Eucaristía fue combatido por Pablo VI en su encíclica Mysterium fidei (1965), y también, como veremos más adelante, por los Papas posteriores a él.
     Pablo VI enseña en referencia a la Eucaristía que no se puede «insistir tanto en la naturaleza del signo sacramental, como si el simbolismo, que ciertamente todos admiten en la sagrada Eucaristía, expresase exhaustivamente el modo de la presencia de Cristo en este sacramento. Ni se puede tampoco discutir sobre el misterio de la transustanciación sin referirse a la admirable conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo de Cristo y de toda la sustancia del vino en su sangre, conversión de la que habla el concilio de Trento, de modo que se limitan ellos tan sólo a lo que llaman transignificación y transfinalización. Como tampoco se puede proponer y aceptar la opinión de que en las hostias consagradas, que quedan después de celebrado el santo sacrificio, ya no se halla presente nuestro Señor Jesucristo» (4).  Sí, Cristo glorioso está presente verdadera, real y substancialmente en la Eucaristía, y lo adoramos de todo corazón en el sagrario, en la custodia. 
José María Iraburu, Consiliario diocesano ANE de la Archidiócesis de Pamplona


sábado, 19 de noviembre de 2016

LECTIO DIVINA PARA EL DOMINGO 20 DE NOVIEMBRE, 34º DEL TIEMPO ORDINARIO EN LA SOLEMNIDAD DE CRISTO REY (Comentario de + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm-Arzobispo de Oviedo)

«ESTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS»
Lc. 23. 35-43

     En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo:
     «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
     «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:«¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».


Otras Lecturas: 2Samuel 5, 1-3; Salmo 121; Colosenses 1, 12-20

LECTIO:
     La solemnidad de Cristo Rey, nos permite contemplar a Cristo como rey del universo. Finaliza el año litúrgico, un tiempo en el que vivimos todas las etapas de la vida de Jesús, compartimos su enseñanza, meditamos en torno a su sacrifico, vivimos la gracia de su resurrección, y nos llenamos de su Espíritu Santo.
     Así como era el rey para los pueblos que tuvieron monarquías, así debe ser Cristo para cada persona. Jesús, como rey, nos ha dado su vida para salvarnos de la muerte eterna, con su muerte de cruz ha perdonado nuestros pecados y nos ha dado la gracia.
     Pero también, como todo rey, nos exige fidelidad, nos exige exclusividad, que no tengamos otros reyes, que no tengamos otros dioses. Ese es el significado fundamental de la solemnidad de Cristo Rey, celebrar la centralidad de nuestro salvador en nuestras vidas.
     La naturaleza de nuestro Rey Jesús la vemos cuando está en el suplicio de la cruz, que es el trozo del evangelio propuesto hoy. Uno de los condenados con él, el que llamamos “el buen ladrón”, recrimina la poca fe del otro condenado y le pide a Jesús la gracia de ir a su reino.
     A pesar de estar en el mismo suplicio, en la misma prueba, ve en el otro crucificado a su Dios y Rey. Y por supuesto Jesús demuestra que la clave de ir a su reino está en el reconocimiento de él como nuestro Dios y en el reconocimiento de su bondad que nos perdona. El paraíso es eso, sentir que estamos cerca de Jesús y que recibimos en abundancia su amor y su misericordia por toda la eternidad.
     Este final del año litúrgico nos invita a que pongamos en el Centro a Cristo, como nuestro rey, como nuestro soberano. A que abramos nuestro corazón a su gracia, y a que seamos sus testigos en este mundo.

MEDITATIO:
     Jesús es el centro de la creación y la actitud que se pide al creyente es la de reconocer y acoger en la vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. La pérdida de este centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños, tanto para el ambiente que nos rodea como para el hombre mismo. (Papa Francisco)
     Además de ser centro de la creación y centro de la reconciliación, Cristo es centro del pueblo de Dios. Cristo, descendiente del rey David, es precisamente el «hermano» alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida. En él somos uno; un único pueblo unido a él, compartimos un solo camino, un solo destino. Sólo en él, en él como centro, encontramos la identidad como pueblo. (Papa Francisco)
     Cristo es el centro de la historia de la humanidad, y también el centro de la historia de cada hombre. A él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio. (Papa Francisco)
     La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la plegaria que la ha pedido. El Señor siempre da más, es tan generoso, da siempre más de lo que se le pide: le pides que se acuerde de ti y te lleva a su Reino. (Papa Francisco)

ORATIO:
     Señor Jesús, hijo del amor de Dios, Tú, que padeciste la injusticia humana para encontrar a un condenado a muerte, ayúdanos a realizar hoy la justicia de tu Reino: el perdón del pecador, la fiesta para cada hombre arrebatado al reino de la muerte

Dirijo la mirada a las montañas;
¿de dónde vendrá mi ayuda?
Mi ayuda viene de Dios,
creador del cielo y de la tierra.

     …que nuestros corazones endurecidos se apasionen de nuevo ante el misterio de la vida contenido en el universo; que nuestras manos ensangrentadas trabajen en la construcción de tu Reino. A ti, Señor, el honor, el poder y la gloria por los siglos de los siglos.

CONTEMPLATIO:

«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino»

     Estamos ante uno de los momentos más importantes en la historia de la Salvación. Cuando Jesús asume ser desde ahora la única víctima agradable al Padre Dios. Ya no será necesario seguir inmolando corderos a Dios. Jesús se ha ofrecido y con su sangre nos ha comprado para Dios, nos ha liberado de toda atadura, y con su muerte nos libró de la muerte eterna. Según el relato de Lucas, Jesús ha agonizado en medio de las burlas y desprecios de quienes lo rodean. Nadie parece haber entendido su vida. Nadie parece haber captado su entrega a los que sufren ni su perdón a los culpables. Nadie ha visto en su rostro la mirada compasiva de Dios. Nadie parece ahora intuir en aquella muerte misterio alguno.
     ¿Cómo podríamos creer en un Dios que nos abandonara para siempre a nuestra suerte?
     “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. No es un discípulo ni un seguidor de Jesús. Es un de los dos delincuentes crucificados junto a él. Este hombre sabe que Jesús es un hombre inocente, que no ha hecho más que bien a todos. Intuye en su vida un misterio que a él se le escapa, pero está convencido de que Jesús no va a ser derrotado por la muerte.

«En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».

     En este día, nos vendrá bien pensar en nuestra historia, y mirar a Jesús, y repetirle a menudo: “Acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino. Jesús, acuérdate de mí, porque yo quiero ser bueno, pero me falta la fuerza, soy pecador. Pero, acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes acordarte de mí porque tú estás en tu Reino.”  “Acuérdate de mí, Señor, tú que estás en el centro, tú que estás en tu Reno”.


   El Hijo de Dios es el rey de los cielos. Más aún, por ser la verdad misma y la misma sabiduría y justicia, con razón afirmamos que se identifica con el mismo Reino. Este Reino, por tanto, no tiene sede ni por debajo ni por encima de nuestra dimensión, sino en todo lo que recibe el nombre de «cielo»  allí ejerce el Señor su poder sobre aquel que se ha convertido él mismo en «cielo», llevando en sí mismo la imagen de realidades celestiales    (Orígenes).

lunes, 14 de noviembre de 2016










NOVIEMBRE: POSTRIMERÍAS Y VIDA ETERNA
    
     Estamos en el último mes del año litúrgico, y la Iglesia nos invita, una vez más, a elevar nuestra mirada a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; y al mirarle, pedirle la gracia de abrir la perspectiva  de nuestro caminar en la tierra y contemplar el horizonte de los días con la luz de  la Vida Eterna.  

“Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3).

     Esa perspectiva la resumimos en cuatro palabras: Muerte, Juicio, Infierno y Gloria, que los cristianos conocemos con el nombre de Postrimerías.

     Muerte.  Nos conmovemos ante la muerte de una persona querida, de un familiar, de un amigo. Sabemos que ya no volveremos a verlos sobe la tierra, y, a la vez, sabemos que la vida del hombre no acaba en la muerte, que la vida del hombre no se cierra en el cementerio.
     “El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia Él y la entrada en la vida eterna. Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras del perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción fortificante y le da a Cristo en el viático como alimento para el viaje” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1020).
     No sabemos ni el día ni la hora en que el Señor nos llamará a su presencia. “Sabéis bien que el día del Señor llegará como ladrón de noche” (1 Tes 5, 2). Ante la muerte hemos de pedir la gracia de reaccionar con serenidad; de prepararnos al encuentro con Dios, recibiendo la Unción de los Enfermos. Nos recuerda san Pablo: “No queremos, hermanos, que ignoréis lo tocante a la suerte de los que durmieron, para que no os aflijáis como los demás que carecen de esperanza” (1 Tes 4, 12-13). Y nuestra esperanza está en el amor que Dios nos tiene. Al crearnos, Dios soñó con nuestra salvación, con que un día pudiéramos verle cara a cara en el Cielo.: “Ésta es la voluntad de Dios: Que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad”.
      Antes, y después de la muerte, el Juicio. Vemos nuestra vida delante de Dios. Nos daremos cuenta de lo poco que le hemos amado; del amor tan ligero con el que hemos servido a los demás; contemplaremos nuestras buenas acciones y nuestras malas obras.
     Preparado con el Sacramento de la Unción de los Enfermos, el cristiano dispone su alma para vivir ese “gozo” del que habla san Josemaría: “¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?” (Camino, 746).

     El juicio lleva consigo una sentencia, que el mismo Cristo nos anunció: “Llega la hora en que cuantos están en los sepulcros oirán su voz y saldrán: los que han obrado el bien, para la resurrección de la vida, y los que han obrado el mal, para la resurrección del juicio” (Jn 5, 28-29).
     “Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (…), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (…), bien para condenarse inmediatamente para siempre (…). (CIC n. 1022).
     La Iglesia nos recuerda que, antes de poder recibir nuestra alma todo el amor de Dios, que es el Cielo: “Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo” (CIC n. 1030).
     “La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados” (CIC n. 1031).

     Infierno. El Papa Francisco nos recuerda su existencia en el Mensaje de Cuaresma de este año. Hablando de la necesidad de vivir las obras de misericordia corporales y espirituales, por el bien que hacen al alma para ver a Cristo en los demás, y crecer así en el amor a Dios, señala: “Sin embargo, siempre queda el peligro de que, a causa de un cerrarse cada vez más herméticamente a Cristo, que en el pobre sigue llamando a la puerta de su corazón, los soberbios, los ricos y los poderosos acaben por condenarse a sí mismos a caer en el eterno abismo de soledad que es el infierno.”
     “Dios, que nos ha creado sin nosotros, no nos salvará sin nosotros”, nos dice san Agustín; y el Catecismo nos lo recuerda:
     “Salvo que elijamos libremente amarle, no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos (…) Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”
(CIC n. 1033)

“Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Cor 2, 9)
 
     Cielo.
Dios nos ha creado “para que le conozcamos, le amemos, le sirvamos en esta tierra”, y podamos así vivir eternamente con Él en el cielo”. El Señor nos lo recuerda: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo” (Mt 25, 34 ss).
      “Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven “tal cual es” (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Cor 13, 12;Ap 22, 4). (Catecismo, 1023).
     Nuestro Señor Jesucristo, que quiere “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”, quiere abrirnos a todos las puertas del Cielo; pero el hombre en uso de su libertad puede rechazar ese regalo de Dios, cerrar las puertas a la gracia y obstinarse en hacer el mal.
    
A la Virgen Santísima, Reina de Cielos y Tierra, le rogamos con toda confianza filial, que “ruegue por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”, y prepare nuestra alma para vivir con Ella en el Cielo.

Cuestionario

¿Procuro vivir en amistad con Cristo, en gracia de Dios, muerto al pecado; y estar abierto al abrazo definitivo con Dios, que es la muerte que Dios quiere para nosotros?

¿Rezo por las almas del Purgatorio, y les pido que me ayuden a amar más al Señor, a lo largo de la jornada de cada día?

¿Me acuerdo alguna vez de las palabras del apóstol san Pablo: ”Ni ojo vio, ni oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman”? (1 Cor 2, 9).

viernes, 11 de noviembre de 2016

LECTIO DIVINA PARA EL DOMINGO 13 DE NOVIEMBRE, 33º DEL TIEMPO ORDINARIO

«MIRAD QUE NADIE OS ENGAÑE…»
Lc. 21. 5-19

En aquel tiempo, como algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos, Jesús les dijo: «Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida». Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?».
Él dijo: «Mirad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre, diciendo: “Yo soy”, o bien: “Está llegando el tiempo”; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida».      
Entonces les decía: «Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes. Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo.
Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre.
Esto os servirá de ocasión para dar testimonio. Por ello, meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.
Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os entregarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.

Otras Lecturas: Malaquías 3, 19-20; Salmo 97; 2Tesalonicences 3, 7-12

LECTIO:
      A punto de acabar el año litúrgico nos encontramos con un evangelio en el que Jesús nos habla de la destrucción del Templo y de la llegada del fin de los tiempos.
     El Templo de Jerusalén era conocido en la antigüedad por su grandeza y esplendor. Algunos en el evangelio de hoy admiran su calidad y belleza. Sin embargo Jesús les reprocha que tenían un Templo recubierto de oro pero su corazón se había alejado de Dios. Estaban vacíos por dentro y hacían un culto superficial. Habían pecado, habían roto la alianza con Dios, pero les encantaba ver el imponente Templo. Los edificios podrán ser destruidos, pero Dios no desaparecerá jamás.
     Sabemos que en tiempos de Jesús existía la creencia de que el final de los tiempos era inminente, por eso Jesús advierte contra los falsos profetas. El anuncio que Jesús hace de guerras y calamidades no nos ha de extrañar. Desgraciadamente llevamos siglos siendo testigos de estas cosas. Es igualmente cierto que el final de los tiempos y del orden de este mundo como lo conocemos, vendrá acompañado de señales específicas: “espantos y grandes signos en el cielo. Así lo dice Jesús. Así lo creemos. Lo importante es que Jesús se esfuerza en insistir en el hoy. Todo eso llegará un día, pero añade Jesús: Pero antes de todo eso, os perseguirán, os detendrán y alguno incluso será odiado por su familia y podrá encontrar la muerte.
Mientras eso llega Jesús nos pide en el evangelio que demos testimonio de Él en medio de la adversidad. Nada nos podrá pasar si confiamos y creemos en Él. Nuestro testimonio de Cristo, convencido y apasionado, será una humilde colaboración que irá preparando lo que un día habrá de llegar: un mundo y orden nuevo que no nos debe asustar, sino llenar de esperanza, pues entonces veremos, por fin, a Dios cara a cara.  

MEDITATIO:
     Este discurso de Jesús es siempre actual, también para nosotros que vivimos en el siglo XXI. Él nos repite: «Mirad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre». Es una invitación a discernir y  comprender dónde está el espíritu del Señor y dónde está el espíritu maligno. También hoy existen falsos «salvadores», que buscan sustituir a Jesús. Él nos alerta: «¡No vayáis tras ellos!». (Papa Francisco).
     Jesús anuncia pruebas dolorosas y persecuciones que sus discípulos deberán sufrir, por su causa. Pero asegura: «Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá». Nos recuerda que estamos totalmente en las manos de Dios. Las adversidades que encontramos por nuestra fe y nuestra adhesión al Evangelio son ocasiones de testimonio; no deben alejarnos del Señor, sino impulsarnos a abandonarnos aún más a Él, a la fuerza de su Espíritu y de su gracia. (Papa Francisco).
   Muchos hermanos y hermanas cristianos sufren persecuciones a causa de su fe. Tal vez muchos más que en los primeros siglos. Jesús está con ellos. Nosotros debemos estar unidos a ellos con nuestra oración y nuestro afecto; sintamos admiración por su valentía y su testimonio. Son nuestros hermanos y hermanas, que en muchas partes del mundo sufren a causa de ser fieles a Jesucristo. (Papa Francisco).
     Al final, Jesús hace una promesa que es garantía de victoria: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas».  Son una llamada a la esperanza y a la paciencia, a saber esperar los frutos seguros de la salvación, confiando en el sentido profundo de la vida y de la historia… A pesar de los desórdenes y los desastres que agitan el mundo, el designio de bondad y de misericordia de Dios se cumplirá. Y ésta es nuestra esperanza. (Papa Francisco).

ORATIO:
     Señor Jesús, concédeme hoy tu espíritu de perseverancia, para llevar adelante los compromisos que me han sido confiados.

El Señor es mi luz y mi salvación: ¿a quién temeré?
El Señor es el baluarte de mi vida: ¿de quién me asustaré?
Una cosa pido al Señor, es lo que busco:
habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida;

     Concédeme poder amar a los que me persiguen y haz que, a tu vuelta, me puedas encontrar dispuesto.

CONTEMPLATIO:

«Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas».

     Las palabras de Jesús son de un realismo sorprendente: la historia estará tejida de guerras, odios, hambres y muertes, y después llegará un día el fin. Sin embargo, su mensaje es de una confianza increíble: hay que seguir buscando el reino de Dios y su justicia, hay que trabajar por un «hombre nuevo», hay que seguir creyendo en el amor. “Maestro, ¿cuándo va a ocurrir esto?”, y “¿cuál será la señal de que ya está a punto de suceder?” Debemos considerar que las guerras y las catástrofes, son herencias de la condición humana y que la condición de la vida del hombre se extingue. Todo esta orientado en que hay urgencia en la conversión, en el anhelo de transformarse de esta triste condición donde nos estamos desenvolviendo.

“No se turbe vuestro corazón ni se intimide”.

     El compromiso que tenemos es el de construir el Reino de Dios en el hoy, reconociéndolo como tiempo de salvación en el que Dios nos pide que trabajemos en su nombre. La certeza de que habrá un final no puede llevarnos a dejar de remar, sino a garantizar un futuro a nuestros hermanos. El trabajo cotidiano es el lugar de la fiel espera de la intervención definitiva de Dios, es el lugar donde, como cristianos, estamos llamados a dar un buen testimonio de Cristo.


Por muy glandes que sean estas tribulaciones, son temporales, limitadas; subsisten sólo en el cuerpo mortal y no perjudican al alma vigilante. Por eso, el bienaventurado Pablo, queriendo mostrarnos la mezquindad de lo que es útil y de lo que es doloroso en la vida presente, lo resume todo con una sola expresión diciendo: «Las realidades que se ven son transitorias». ¿Por qué, entonces, tienes miedo de lo que es transitorio y discurre como la corriente de un río? (Juan Crisóstomo).