«Tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un
monte alto. Se transfiguró delante de ellos,
y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (Mt 17, 1-2).
Dice el Evangelio que, junto a Jesús
transfigurado, «aparecieron Moisés y Elías conversando
con él» (Mt 17, 3);
Moisés y Elías, figura de la Ley y de los Profetas. Fue
entonces cuando Pedro, extasiado, exclamó: «Señor, ¡qué bueno es que estemos
aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para
Elías» (Mt 17, 4). Pero san Agustín comenta diciendo que nosotros
tenemos sólo
una morada: Cristo; él «es la Palabra de Dios, Palabra de Dios en la Ley, Palabra
de Dios en los Profetas» (Sermo De Verbis Ev. 78,
3: pl 38, 491).
De hecho,
el Padre mismo proclama: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco.
Escuchadlo» (Mt
17, 5).
La Transfiguración no es un cambio de
Jesús, sino
que es
la revelación de su divinidad, «la íntima compenetración de su ser con Dios,
que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de
Luz» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 361). Pedro, Santiago y Juan, contemplando
la divinidad del Señor, se preparan para afrontar el escándalo de la cruz,
como se canta en un antiguo himno: «En
el monte te transfiguraste y tus discípulos, en
la medida de su capacidad, contemplaron
tu gloria, para que, viéndote
crucificado, comprendieran que tu pasión era voluntaria y anunciaran al mundo que tú eres verdaderamente el
esplendor del Padre» (Kontákion eis ten metamórphosin, en:
Menaia, t. 6, Roma 1901, 341).
Queridos amigos, participemos también
nosotros de esta visión y de este don sobrenatural, dando espacio a la oración
y a la escucha de la Palabra de Dios.
Benedicto XVI, pp emérito
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