TIEMPO LITÚRGICO

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viernes, 8 de julio de 2016

EL SILENCIO


“Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas” 
(Romanos 11:36). 

   ¿Qué es el silencio? Si consultamos un diccionario, encontraremos como acepciones principales la ‘abstención de hablar', la ‘falta de ruido', la ‘omisión de algo por escrito' y la ‘pausa musical'. Pero, sin lugar a dudas, la connotación de la palabra silencio nos presenta un universo de significados mucho más complejo. Por ejemplo, al disfrutar de un hermoso paisaje, en la montaña, en el mar, en el campo, solemos decir que disfrutamos del silencio, cuando en realidad muchos sonidos están llegando a nuestros oídos. Pero, en ese caso, consideramos que estamos en silencio porque, por un lado, los sonidos que escuchamos en esos lugares nos resultan muy gratificantes y, por el otro, debido a que experimentamos la ausencia de aquellos ruidos que cotidianamente nos resultan molestos.
    Todos los creyentes conocemos la importancia que tiene la palabra en el pensamiento de Dios. Por su Palabra fueron creados los cielos y la tierra, y todo lo que en ellos hay. Pero, cuando nos detenemos a considerar a la palabra en el plano de la comunicación, no podemos pensar en ella si no pensamos también en el silencio. Palabra y silencio son las dos caras de una misma moneda. Cuando una persona le habla a otra, el receptor del mensaje necesariamente debe guardar silencio para que la comunicación sea efectiva. Si dos personas se hablan al mismo tiempo, ninguna de las dos comprenderá a la otra. Esto que parece tan simple, en realidad es una de las cosas que más nos cuesta llevar a la práctica.
    Cuando Dios nos habla, siempre nos concede, en su inmensa gracia, un silencio para que nosotros meditemos en su Palabra. Él es el interlocutor perfecto. Habla y otorga el tiempo necesario para meditar, comprender y actuar en consecuencia. ¡A cuántos hombres de Dios vemos en las Escrituras guardando silencio mientras están en sus lechos, en el camino, en la enfermedad, en la pobreza, en tiempos de guerra...! ¡Qué hermoso y necesario silencio Dios nos regala después de hablarnos! ¡Y cuánto nos convendría aprender a guardar silencio en los momentos críticos! El profeta Amós alertaba acerca de los juicios de Dios que se aproximaban a causa de la impiedad del pueblo, y en el capítulo 5:13 de su libro leemos un interesante y necesario consejo: “Por tanto, el prudente en tal tiempo calla, porque el tiempo es malo”.
  Muchas veces Dios puede estar hablándonos para comunicarnos algo importante y nosotros no lo escuchamos porque nuestra lengua no se detiene. Nos convendría recordar que Samuel había aprendido algo muy útil desde su niñez; cuando Dios lo llamó, él supo contestar acertadamente: “Habla, porque tu siervo oye” (1.º Samuel 3:9). ¡Y cuántas veces nos sentimos humillados cuando nosotros, creyentes, comprobamos la veracidad de la siguiente enseñanza bíblica: “Aun el necio cuando calla, es contado por sabio” (Proverbios 17:28).
     De manera que, con lo poco expresado hasta ahora, nos damos cuenta de la importancia del silencio. Y cuando nos referimos al silencio no lo hacemos pensando únicamente en la ausencia de sonidos, ruidos, palabras, sino también pensando en otro tipo de silencio, que quizá podríamos llamar silencio espiritual, silencio de actitud, silencio de sujeción y humildad, que tal vez no se demuestre solamente con la falta de palabras, sino mediante la predisposición de nuestros corazones a escuchar a Dios y a aquellos que desean hablarnos para nuestro bien.
    Si somos hijos de Dios tenemos libertad para entrar en Su presencia con total libertad, pues la sangre de Cristo nos abrió la entrada a los cielos, y podemos dirigirnos a Él con total confianza: adoramos, agradecemos, pedimos, intercedemos... Pero, muchas veces, al considerar la grandeza del amor de Dios o al contemplar las bellezas de la persona del Señor Jesús, sentimos que lo que conviene es el silencio. Y particularmente nos suele ocurrir cuando estamos juntos, en comunión, postrados a los pies del Señor Jesús, rindiendo la adoración que Él se merece. Tanta grandeza, maravillas y perfecciones de nuestro Amado muchas veces nos dejan sin palabras audibles, aunque, por supuesto, en esos momentos el perfume sigue subiendo al Padre desde el corazón de la Iglesia.
Ezequiel Marangone 

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