TIEMPO LITÚRGICO

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jueves, 21 de julio de 2016

EL SILENCIO
(Continuación)

“Alabanza te espera en silencio, Oh Dios, en Sion” (Salmo 65:1)

     El Señor es nuestro ejemplo perfecto. Él habló cuando debía hablar, y calló cuando fue necesario. Todo lo hizo en justa medida, “en igual peso” (Éxodo 30:34 d). El Señor nos pide que sigamos sus pisadas, que imitemos su ejemplo, que andemos en su camino. Y Él nunca nos pediría algo imposible de cumplir. En estos tiempos difíciles, en los que el Enemigo busca destruir el testimonio cristiano, debemos prestar una especial atención a cada una de las palabras que salen de nuestras bocas, o a cada una de las expresiones de las cartas que escribimos y, algo muy actual, a cada una de las palabras que escribimos en los mensajes que enviamos por la Internet. A veces, una sola palabra imprudente ha servido para provocar grandes estragos en el pueblo de Dios.
     Los creyentes según el Nuevo Testamento disfrutamos de grandes privilegios: tenemos el Espíritu Santo en nosotros, disponemos de la Palabra de Dios y los ojos del Señor están siempre atentos a cada detalle de nuestras vidas. Pero, no debemos olvidar que también tenemos la vieja naturaleza, pecaminosa, que jamás obedece a los consejos de Dios. Este viejo hombre debería ser dejado en el lugar que le pertenece: la muerte. Sin embargo, a veces nosotros mismos le concedemos que reviva y comience a controlar nuestras vidas, tal como cuando aún no conocíamos al Señor como nuestro Salvador. Lamentablemente, no siempre queremos aceptar que esto nos sucede. Y, la mayoría de las veces, Satanás nos susurra muchas mentiras que nos hacen creer que en realidad estamos obrando bien, y hasta llegamos a pensar que ciertas cosas que hacemos en la carne, las estamos haciendo para Dios. Y como nuestro Padre de amor nos conoce a la perfección, entonces no nos deja de advertir en cuanto a los peligros que pueden ocasionar nuestras palabras cuando no son guiadas por Él: “En las muchas palabras no falta pecado; mas el que refrena sus labios es prudente” (Proverbios 10:19).
     En su epístola, el apóstol Santiago le dedicó una porción importante al tema de las palabras. Más exactamente, el apóstol nos presenta el problema que surge cuando no podemos controlar nuestra lengua. Él nos dice, sin rodeos, que la lengua “es un miembro pequeño, pero se jacta de grandes cosas [...] La lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo...”. ¿Acaso esto no es demasiado duro? ¿No está exagerando el apóstol? En absoluto. Estas expresiones que parecen tan duras, son el producto del amor del Padre por nosotros, sus hijos. ¿Qué sería de nosotros si nuestro Padre nos dejara sin disciplina? Antes bien, digamos como David: “caigamos ahora en mano de Jehová, porque sus misericordias son muchas, mas no caiga yo en manos de hombres” (2.º Samuel 24:14).
     Pues bien, teniendo en cuenta estas cosas, podemos abordar brevemente el tema del silencio en las reuniones. Cuando vamos a la reunión a los pies del Señor Jesús, deberíamos siempre tratar de llegar unos minutos antes de la hora determinada para el comienzo de la misma. Y la razón es que necesitamos unos breves momentos en silencio a fin de abstraernos de todo aquello que seguramente ha inundado nuestra mente en el trayecto que realizamos hasta el lugar de reunión. Durante esos momentos de silencio nos disponemos mental y espiritualmente para estar en la presencia del Señor. Resulta inapropiado para la gloria del Señor que un creyente llegue a la reunión sobre la hora (¡o tarde!), agitado, perturbado, y que, en esa situación, indique un himno, ore o lea algún pasaje de las Escrituras. Es cierto que debemos considerar ciertas situaciones particulares que pueden darse: hermanos que viven lejos y que a veces tienen problemas con el tránsito, otros que pueden sufrir algún percance circunstancial, matrimonios que suelen tener demoras a causa de niños pequeños que hay que atender a último momento, etc. Pero, estas situaciones sólo pueden ser toleradas cuando se trata de imprevistos y no cuando se tornan una deplorable costumbre. La única manera de corregir estas actitudes es concienciarse de que estamos reunidos alrededor del Señor Jesús, y de que es a Él a quien defraudamos y entristecemos cuando llegamos tarde a su invitación, debido a nuestra negligencia.
     En cuanto a la reunión de adoración, en la que tenemos los momentos solemnes del partimiento del pan, realmente debemos humillarnos y aceptar lo poco que discernimos la necesidad de guardar ciertos silencios que son según Dios, dirigidos por el Espíritu Santo. Por ejemplo, suele suceder que luego de cantar un himno, se levanta inmediatamente un hermano a leer las Escrituras, y luego de éste se levanta otro a orar, y luego se pide otro himno... parecería que no se puede tolerar el mínimo silencio. Puede ser que en algún momento el Espíritu disponga así las diversas acciones, pero esto nunca tendrá un carácter rutinario ni será un hábito implantado. Luego de cada una de estas acciones, qué bueno es tener unos momentos —de una brevedad que el mismo Señor regulará, pues Él mismo dirige la alabanza en medio de los suyos—, para gozar juntos de lo que estamos ofreciendo al Padre, las excelencias del Señor Jesús, ofrenda de olor grato. Debemos recordar que el Señor les concede a sus sacerdotes el poder comer de la misma ofrenda que es presentada ante Dios, figura que nos habla de la comunión (Levítico 7:34). No se trata de «arrojar» las piezas del sacrificio sobre el altar con una actitud «mecánica», sino de gustar juntos de aquello mismo que ofrecemos a Dios. Es la plena comunión en la que el mismo Señor nos ha introducido.

Ezequiel Marangone 

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