EL SILENCIO
(Continuación)
“Alabanza
te espera en silencio, Oh Dios, en Sion” (Salmo 65:1)
El Señor es nuestro ejemplo perfecto. Él habló cuando debía hablar, y
calló cuando fue necesario. Todo lo hizo
en justa medida, “en igual peso” (Éxodo 30:34 d). El Señor nos pide que sigamos sus pisadas, que imitemos su ejemplo, que andemos en su camino. Y Él nunca nos pediría algo
imposible de cumplir. En estos tiempos difíciles, en los que el Enemigo busca
destruir el testimonio cristiano, debemos prestar una especial atención a cada
una de las palabras que salen de nuestras bocas, o a cada una de las expresiones
de las cartas que escribimos y, algo muy actual, a cada una de las palabras que
escribimos en los mensajes que enviamos por la Internet. A veces, una
sola palabra imprudente ha servido para provocar grandes estragos en el pueblo
de Dios.
Los creyentes según el Nuevo Testamento disfrutamos de
grandes privilegios: tenemos el
Espíritu Santo en nosotros, disponemos de la Palabra de Dios y los ojos del
Señor están siempre atentos a cada detalle de nuestras vidas. Pero, no
debemos olvidar que también tenemos la vieja naturaleza, pecaminosa, que jamás
obedece a los consejos de Dios. Este viejo hombre debería ser dejado en el lugar que le pertenece: la
muerte. Sin embargo, a veces nosotros mismos le concedemos que reviva y
comience a controlar nuestras vidas, tal como cuando aún no conocíamos al Señor
como nuestro Salvador. Lamentablemente, no siempre queremos aceptar que esto
nos sucede. Y, la mayoría de las veces, Satanás nos susurra muchas mentiras que
nos hacen creer que en realidad estamos obrando bien, y hasta llegamos a pensar
que ciertas cosas que hacemos en la carne, las estamos haciendo para Dios. Y
como nuestro Padre de amor nos conoce a la perfección, entonces no nos deja de
advertir en cuanto a los peligros que pueden ocasionar nuestras palabras cuando
no son guiadas por Él: “En las muchas palabras no
falta pecado; mas el que refrena sus labios es prudente” (Proverbios
10:19).
En su epístola, el apóstol Santiago le
dedicó una porción importante al tema de las palabras. Más exactamente, el apóstol
nos presenta el problema que surge cuando no podemos controlar nuestra lengua.
Él nos dice, sin rodeos, que la lengua “es un miembro pequeño, pero se jacta de grandes
cosas [...] La lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta
entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo...”. ¿Acaso esto no es demasiado duro? ¿No está exagerando
el apóstol? En absoluto. Estas expresiones que parecen tan duras, son el
producto del amor del Padre por nosotros, sus hijos. ¿Qué sería de nosotros si
nuestro Padre nos dejara sin disciplina? Antes bien, digamos como David: “caigamos ahora en mano de
Jehová, porque sus misericordias son muchas, mas no caiga yo en manos de
hombres” (2.º Samuel 24:14).
Pues bien, teniendo en cuenta estas cosas, podemos abordar
brevemente el tema del silencio en las reuniones. Cuando vamos a la reunión a los pies del Señor Jesús,
deberíamos siempre tratar de llegar unos minutos antes de la hora determinada para el comienzo de la misma. Y la razón es que necesitamos
unos breves momentos en silencio a fin de abstraernos de todo aquello que
seguramente ha inundado nuestra mente en el trayecto que realizamos hasta el lugar de reunión. Durante
esos momentos de silencio nos disponemos mental y espiritualmente para estar en
la presencia del Señor. Resulta inapropiado para la gloria del Señor que un
creyente llegue a la reunión sobre la hora (¡o tarde!), agitado, perturbado, y
que, en esa situación, indique un himno, ore o lea algún pasaje de las
Escrituras. Es cierto que debemos considerar ciertas situaciones particulares
que pueden darse: hermanos que viven lejos y que a veces tienen problemas con
el tránsito, otros que pueden sufrir algún percance circunstancial, matrimonios
que suelen tener demoras a causa de niños pequeños que hay que atender a último
momento, etc. Pero, estas situaciones sólo pueden ser toleradas cuando se trata
de imprevistos y no cuando se tornan una deplorable costumbre. La única manera
de corregir estas actitudes es concienciarse de que estamos reunidos alrededor
del Señor Jesús, y de que es a Él a quien defraudamos y entristecemos cuando
llegamos tarde a su invitación, debido a nuestra negligencia.
En cuanto a la reunión de adoración, en la que tenemos los momentos solemnes del
partimiento del pan, realmente debemos humillarnos y aceptar lo poco que discernimos
la necesidad de guardar ciertos silencios que son según Dios, dirigidos por el
Espíritu Santo. Por ejemplo,
suele suceder que luego de cantar un himno, se levanta inmediatamente un
hermano a leer las Escrituras, y luego de éste se levanta otro a orar, y luego
se pide otro himno... parecería que no se puede tolerar el mínimo silencio.
Puede ser que en algún momento el Espíritu disponga así las diversas acciones,
pero esto nunca tendrá un carácter rutinario ni será un hábito implantado.
Luego de cada una de estas acciones, qué bueno es tener unos momentos —de una
brevedad que el mismo Señor regulará, pues Él mismo dirige la alabanza en medio
de los suyos—, para gozar juntos de lo que estamos ofreciendo al
Padre, las excelencias del Señor Jesús, ofrenda de olor grato. Debemos recordar que el Señor les concede a sus
sacerdotes el poder comer de la misma ofrenda que es presentada ante Dios,
figura que nos habla de la comunión (Levítico 7:34). No se trata de «arrojar» las piezas del sacrificio sobre el altar con una
actitud «mecánica», sino de gustar juntos de aquello mismo que ofrecemos a
Dios. Es la plena comunión en la que el mismo Señor nos ha introducido.
Ezequiel
Marangone
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