EL SILENCIO
(Continuación)
“Todo tiene su tiempo [...] tiempo de callar,
y tiempo de hablar” (Eclesiastés 3:1-7)
Ya hemos considerado que palabra y silencio son como las dos caras de una
misma moneda. Por lo tanto, lo que tenemos que discernir es en qué momento
debemos hablar y en qué momento callar. El versículo arriba citado es
suficientemente claro. Hay un tiempo adecuado para cada cosa, y debemos dejar
que sea el Espíritu Santo el que nos guíe en todo. Y en esto es en lo que más fallamos. Tratamos de
clasificar y valorar palabras y silencios a la manera humana. Pero, en muchas
circunstancias de la vida, ¡cómo convendría nuestro silencio! Pensemos a modo
de ejemplo en ciertas circunstancias en las que saludamos a alguien que pasa
por luto; seguramente, dos o tres palabras sinceras bastarían. Dos o tres
palabras que hablaran del amor de Dios. Pero esa persona muchas veces, en medio
de su dolor, tiene que soportar largos discursos o frases breves pero inertes,
como por ejemplo: «Lo acompaño en los sentimientos». ¿Podemos acompañar a
alguien en los sentimientos en situaciones así? Si lo pensáramos bien,
delante del Señor, en vez de decir una frase tan gastada y vana, guardaríamos
un muy sano silencio.
En algún momento de nuestras vidas, probablemente haya venido a nosotros
alguien con un problema grave, abatido por la angustia, desesperanzado. Y lo
que necesitaba esta persona era que alguien la escuche. Pero nosotros, quizá
con buenas intenciones, le dimos muchos consejos, y le contamos nuestras
experiencias, y le hablamos mucho acerca de la necesidad de la fe... Cuando en
realidad deberíamos haber dejado que esa persona compartiera con nosotros el
peso que la agobiaba... ¡y para eso tendríamos que haber guardado silencio! Un
silencio que nos hubiera permitido, a la vez que escuchábamos declaraciones
tristes, elevar una oración a favor de esa persona, una plegaria que surge
desde el fondo del alma directamente hacia el cielo, sin palabras audibles. Y
si en esa ocasión nos hubiera resultado necesario hablar, un profundo silencio
de nuestra parte habría sido el marco adecuado para esas dos o tres palabras
que, con la guía del Espíritu, habríamos pronunciado en el momento justo.
Palabras que, con más eficacia que un largo discurso, pueden llevar a un alma
al único lugar donde se halla el consuelo perfecto: a los pies de nuestro Señor
Jesús.
El silencio, como todo lo demás en la vida del
creyente, siempre será positivo si es según Dios. Cometeríamos
un grave error si tratáramos de catalogar los silencios en «buenos» y «malos».
El silencio siempre es silencio, y en sí mismo no tiene nada de bueno ni de
malo. Lo que necesitamos discernir es la función positiva o negativa que puede
derivar de su utilización. Si yo guardo silencio ante las almas que necesitan
la salvación y no anuncio las buenas nuevas del Evangelio, entonces estoy
desobedeciendo a Dios y mi comportamiento será muy negligente. Si yo callo y no
advierto a mi hermano de un tremendo error que está cometiendo o de un peligro
que lo acecha, estoy en la misma situación. En estos casos no somos llamados al
silencio, sino a testificar (aunque siempre
debemos ser prudentes en cuanto a no hablar de más).
Como ejemplo supremo podemos observar la conducta del Señor Jesús. En el evangelio según Juan, capítulo 19:9, leemos que
Pilato le preguntó al Señor: “¿De dónde eres?...”; y el versículo finaliza: “Mas Jesús no le dio respuesta”. La ignorancia y la soberbia llevaban a Pilato a indagar sobre los orígenes
de nuestro Señor, pero Él no había venido a saciar la curiosidad de nadie, sino
a glorificar a Dios y a salvar a los pecadores. Sin embargo, en el versículo 10
de este mismo capítulo, Pilato le formula al Señor otra pregunta: “¿No sabes que tengo
autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte?” Y, en esta oportunidad, el Señor no guardará silencio. Sus palabras
serán pocas, pero absolutamente claras y contundentes: “Ninguna autoridad tendrías
contra mí, si no te fuese dada de arriba” (v.11). El Señor no podía dejar de testificar ante las
pretensiones del impío gobernador romano de tener autoridad en lo
tocante a la obra más importante jamás realizada, gozne de la historia del
hombre: la crucifixión del Señor Jesús, el Hijo de Dios.
¿Y qué decir
del santo silencio del Señor cuando fue llevado a la cruz?: “Angustiado y afligido, no
abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de
sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” ¡Oh, si el Señor hubiera respondido de acuerdo a lo que merecía el hombre,
a lo que merecíamos todos nosotros! Pero el Señor no abrió su boca. En ese
silencio puede verse su inmensa gracia, su infinito amor. Él fue a la cruz
soportando todo el oprobio, glorificando así a Dios, salvando a los pecadores,
llevando muchos hijos a la gloria. Cuántas veces nosotros, pecadores salvados
por gracia, vociferamos y proferimos tanta palabrería ante aquellos a quienes
consideramos nuestros ofensores. ¡Cuántas veces hablamos de más ante quienes
necesitan del amor y de la gracia!
Ezequiel
Marangone
No hay comentarios:
Publicar un comentario