LA ORACIÓN ES LUZ
DEL ALMA
SAN JUAN CRISÓSTOMO, HOMILÍA 6 SOBRE LA ORACIÓN
SAN JUAN CRISÓSTOMO, HOMILÍA 6 SOBRE LA ORACIÓN
El sumo bien
está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima
unión con él: y así como los ojos del cuerpo se
iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se
ilumina con su inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina,
sino hecha de corazón; que no esté limitada a un tiempo concreto o a unas horas
determinadas, sino que se prolongue día y noche sin interrupción.
Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos
dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras
ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la
munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de
Dios, de modo que todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la
sal del amor de Dios, se conviertan en un alimento dulcísimo para el Señor.
Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios brota,
si le dedicamos mucho tiempo.
La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de
Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con
inefables abrazos, apeteciendo la leche divina, como el niño que, llorando,
llama a su madre; por la oración, el
alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza
visible. Pues la oración se presenta ante Dios como venerable
intermediaria, alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus afectos. Me estoy
refiriendo a la oración de verdad, no a las simples palabras: la oración que es
un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino
concedida por la gracia divina, de la que también dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir lo que
nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos
inefables.
El don de semejante súplica, cuando
Dios lo otorga a alguien, es una
riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien lo
saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego
ardiente que inflama su alma.
Cuando
quieras reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer
hombre, adórnate con la modestia y la humildad y hazte resplandeciente con la
luz de la justicia; decora tu ser con buenas obras, como con oro acrisolado, y
embellécelo con la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y,
por encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca
la oración, a fin de preparar a Dios una casa perfecta y poderle recibir en
ella como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por la gracia
divina, es como si poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo del
alma.
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