AGOSTO: MEDITACIÓN SOBRE LA SANTA MISA
CONSIDERACIONES PREVIAS
La
celebración eucarística, nuestra santa misa, es la oración más
perfecta y sublime de la Iglesia, alma de toda espiritualidad y
el tesoro más preciado para cualquier adorador eucarístico. En
el esquema de toda vigilia la santa misa ocupa el centro en torno al cual se
distribuyen las distintas partes del ritual. Las
dificultades de los tiempos a veces no nos permiten su celebración pero en el
corazón, cada miembro debe tener muy en cuenta que la vigilia se convierte en
el desarrollo de la última misa a la que pudimos asistir. La
fuente de la adoración es el sacrificio eucarístico. Hoy
os propongo hacer oración meditativa sobre el prodigio
sobrecogedor que tiene lugar en cualquier misa. Lo
que hicimos contemplando la lamparilla del sagrario os propongo hacerlo con la
misa, contemplándola para que luego la podamos vivir con mayor entrega y gozo.
No
os habla un teólogo, sino un creyente, un adorador nocturno, uno más que se
sienta en los bancos de la iglesia mirando al altar, junto a vosotros.
La
misa es un prodigio, más sobrecogedor que la Creación del Universo y más
sorprendente que la separación de las aguas del mar Rojo para que pudiera pasar
a pie enjuto el pueblo judío para librarse del Faraón. Si alguien nos dijera id
a la plaza que veréis licuarse la sangre de San Pantaleón o como los 70.000 que
asistieron en Fátima a la danza del sol. En la misa para la mirada de un
creyente es Dios mismo el que acampa entre nosotros. La misa es
una teofanía, una manifestación de Dios, en
la que no sólo nos reunimos en asamblea como pueblo en torno del altar o frente
al altar, presididos por el sacerdote, para alabar y pedir suplicantes al
Señor, sino que levantamos los ojos hacia lo alto, porque
Dios mismo desciende desde el cielo, como Trinidad Santísima y se queda entre
nosotros.
Recuerdo el
bien que me hicieron las palabras de Benedicto XVI pronunciadas en la clausura
del Congreso eucarístico celebrado en Bari el 25 de junio de 2005, recién
estrenado su pontificado:
“Este Congreso
Eucarístico, que hoy llega a su conclusión, ha querido volver a presentar el
domingo como «Pascua semanal», expresión de la identidad de la comunidad
cristiana y centro de su vida y de su misión. El tema escogido, «Sin
el domingo no podemos vivir», nos remonta al año 304,
cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, so pena de muerte,
poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y
construir lugares para sus asambleas. En Abitene, pequeña localidad en lo que
hoy es Túnez, en un domingo se sorprendió a 49 cristianos que, reunidos en la
casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía, desafiando las prohibiciones
imperiales. Arrestados, fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el
procónsul Anulino.
En particular,
fue significativa la respuesta que ofreció Emérito al procónsul, tras preguntarle
por qué habían violado la orden del emperador. Le dijo: «Sine
dominico non possumus», sin reunirnos en asamblea el domingo
para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para
afrontar las dificultades cotidianas y no sucumbir. Después de atroces
torturas, los 49 mártires de Abitene fueron asesinados.
Tenemos que
reflexionar también nosotros, cristianos del siglo XXI, sobre la experiencia de
los mártires de Abitene. Tampoco es fácil para nosotros vivir como cristianos. Desde
un punto de vista espiritual, el mundo en el que nos encontramos, caracterizado
con frecuencia por el consumismo desenfrenado, por la indiferencia religiosa,
por el secularismo cerrado a la trascendencia.”
Las tres partes
fundamentales de la misa:
La
celebración de la palabra; el sacrificio eucarístico y el banquete o comunión
del cuerpo y de la sangre de Cristo.
Tres grandes signos
centran las tres partes:
El
ambón, el altar, ara del sacrificio y el altar mesa del banquete. Sobre estos
tres signos se hace presente Dios, por medio de la Palabra, la revelación y la
tradición. Se reproduce el sacrificio del cordero pascual, Cristo inmolado; y
nos deificamos, mediante la comunión del cuerpo y la sangre de Cristo, como
prenda de la vida eterna: el que coma de este pan no morirá para siempre.
Nuestra liturgia, la romana, es
muy simple y directa:
Participamos
con gestos corporales que se convierten en signos y en símbolos; pero el
protagonista es la palabra, la palabra directa. Es rasgo distintivo de la
liturgia romana la simplicidad de la forma, parca en gestualidad y centrada en
la precisión de la palabra. El ritual es más complejo en las misas que llamamos
solemnes y que antiguamente denominábamos la misa mayor. Pero en nuestras misas
diarias e incluso en las dominicales, frente a la exuberancia oriental,
predomina la parquedad o si prefieren la sobriedad.
Es un prodigio
de claridad el texto ordinario, que con nitidez rotunda proclama en cada
momento la parte del misterio que vamos a celebrar; pero al mismo tiempo tiene
en cuenta la totalidad como si de una sinfonía se tratase.
Nuestros templos son
la casa de Dios:
¿Qué son las grandes catedrales góticas o las
solemnes iglesias barrocas, sino espacios adecuados que desde nuestra condición
de hombres, nos parecen dignos para acoger a la divinidad? ¿Qué es la Sagrada
Familia de Gaudí, por ejemplo, sino el espacio que hace visible la
invisibilidad de Dios?
APRENDAMOS A MIRAR
PARA APRENDER A ORAR
Abrimos
la celebración con la señal del cristiano.
Escuchamos al celebrante que nos invita a que todo lo que va a suceder sea En
el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, al mismo tiempo que hacemos
la señal de la cruz, en la frente, en el pecho y en los hombros.
En un signo tan
sencillo adelantamos o resumimos el misterio que vamos a celebrar. ¿De dónde
nos viene que podamos dirigirnos a Dios, como si fuera uno más de nuestra
familia, sino de la cruz redentora, la señal del cristiano, la que nos alcanzó
ser hijos de Dios, al que podemos llamar Padre, precisamente por la Cruz de
Cristo. Por la santa Cruz de Cristo podemos ofrecernos al Padre,
al Hijo y al Espíritu Santo, siempre y en todo lugar. Y
por ella podemos celebrar estos sagrados misterios.
A
continuación el celebrante nos recuerda la necesidad del perdón.
Antes de celebrar estos sagrados misterios….. reconozcamos nuestros pecados.
¿No hubiera sido más lógico que se comenzara por un sermón que encendiese en
remordimientos nuestra condición pecadora?
Pues no.
Algo tan directo nos está recordando que no podremos entender el misterio que
vamos a celebrar si no nos acercamos desde la humildad. ¿No nos enseñó el
Señor: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido
estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente
sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor.”?
Para acercarnos
a la celebración de los santos misterios es necesario que tomemos la actitud
interior de los niños, de lo contrario no podremos ni entrar ni acercarnos al
reino de los cielos.
Y para que no
pase inadvertido, la liturgia,
entre diversas fórmulas, nos ofrece la posibilidad de repetir dos
veces consecutivas la súplica del perdón, en el “yo pecador” y en el Kyrie.
No vamos a
detenernos ni en la antífona de entrada ni en la oración de colecta, a pesar de
que señalan desde el principio el objetivo e intención específica de la
celebración. Durante la semana, las misas ordinarias nos recuerdan, en los
santos o en las celebraciones votivas a la Santísima Virgen, o en las fiestas
conmemorativas de una efeméride eclesial, los frutos de la redención. Nosotros
ahora sólo tenemos en cuenta la misa del domingo, centrada en la muerte y la
resurrección del señor.
Entremos directamente a la liturgia de la palabra. Estamos ante el misterio de la Revelación. Primero por medio de fragmentos del Antiguo testamento o de los escritos de los apóstoles –cartas, hechos de los apóstoles y Apocalipsis-; los salmos, en segundo lugar; y en tercer lugar, la lectura de los Evangelios.
Entremos directamente a la liturgia de la palabra. Estamos ante el misterio de la Revelación. Primero por medio de fragmentos del Antiguo testamento o de los escritos de los apóstoles –cartas, hechos de los apóstoles y Apocalipsis-; los salmos, en segundo lugar; y en tercer lugar, la lectura de los Evangelios.
Distingue
nuestra liturgia las dos etapas de la Revelación, primero
Dios habló al mundo por los profetas, después lo hizo por medio de su Hijo, en
quien se recapitula toda la revelación. En la primera lectura se nos
advierte que es Palabra de Dios y contestamos Te alabamos Señor. Intervenimos
en el salmo repitiendo la antífona o estribillo. Y en ambas lecturas
permanecemos sentados. En la tercera, nos ponemos en pie, porque vamos a
escuchar directamente las palabras de Jesús, es reverencia y signo de escucha
activa, no sólo de aprendizaje, sino de disposición para actuar. El lector
pronuncia: Palabra del Señor; y el pueblo responde: Gloria a ti Señor Jesús.
No se puede decir
sin más que la Iglesia Católica ha descuidado la lectura de la Biblia, el
Antiguo y el Nuevo Testamento. A lo largo del año litúrgico se da lectura a los
textos más significativos del Antiguo Testamento, se leen todos los Salmos, y
durante los tres ciclos en que se organiza el Nuevo Testamento, se leen
íntegramente los cuatro Evangelios.
Quizás más que
leer o no leer, nuestro problema sea la escasa atención y menor retención de lo
escuchado. Qué importante es ir a misa habiendo leído al menos el evangelio del
día. Adquiramos el hábito de leer previamente las lecturas del día. Existen
hoy, al alcance de la mayoría, modos para hacerlo sin demasiado esfuerzo. A mí
me ha hecho un bien enorme, la lectura del Magníficat, no sólo para entrar en
la costumbre del rezo de las horas, sino para seguir la misa con atención y
devoción.
En
la asamblea, en la que estamos reunidos en su nombre, Jesús está presente. Él
que es la palabra encarnada se convierte en palabra viva, tan real como luego
se hará presente en el Pan y en el vino. También
la Palabra es misterio de nuestra fe.
Otro momento
clave de la palabra: la homilía. Si
las lecturas recogen la Revelación escrita. La homilía representa el otro
momento del depósito de la fe. La tradición. La homilía no es el tiempo de un
orador, sino del representante de la Iglesia que enseña a
interpretar lo leído conforme a la doctrina de los santos padres, el magisterio
de la Iglesia y la actualidad de la vida, escritos o
milagros de los santos.
Preguntas para el diálogo y la meditación.
■ ¿Podríamos confesar
públicamente, como los mártires de Abitene, que sin la celebración eucarística,
al menos dominical, no podríamos vivir? Cuando se oye decir que la misa es
aburrida ¿No será que no se tiene en cuenta el misterio que vamos a celebrar;
que nos quedamos en la forma o rito externo y no vivimos en el alma el misterio
que está sucediendo en el altar?
■ ¿Por qué la liturgia romana
de la misa, después de la señal de la cruz, nos invita a reconocernos
pecadores? Además de la sencillez de corazón para acercarnos al misterio ¿No
nos estará recordando nuestra condición pecadora para poder agradecer la
redención que por cada uno de nosotros, Jesucristo realiza en cada sacrificio
eucarístico?
■¿Por qué la homilía no debe
ser la ocasión de simple lucimiento del orador o sabio de turno, sino la del
delegado por la Iglesia para interpretar con autoridad el depósito de la Fe,
recogido en las Sagradas Escrituras y en la Tradición?
No hay comentarios:
Publicar un comentario