EL LEGADO DE LUTERO
(Continuación)
Al afirmar el principio del libre examen, que atribuye al hombre una facultad omnímoda para
ordenar su vida religiosa, Lutero anticipa el imperativo categórico de Kant,
que proclamaría la suficiencia absoluta de la voluntad humana para emanar normas de conducta, erigiéndose así
el hombre en único legislador y árbitro de su vida moral. A la vez, con su tesis del servo arbitrio,
que juzga al hombre incapaz de elegir el bien, Lutero se convierte
involuntariamente en promotor del nihilismo filosófico y ético.
Lutero, discípulo de los nominalistas
Wesel y Biel, injertó en el pensamiento de sus maestros un asfixiante pesimismo
antropológico. Juzgaba que la inteligencia humana, tarada por el pecado
original, estaba incapacitada para abstraer lo universal y pensar las cosas del
espíritu; pero, al mismo tiempo, consideraba que era muy apta para
desenvolverse con pragmatismo en el mundo. Inevitablemente, un hombre
dispensado de discernir un orden moral objetivo puede refugiarse en su conciencia
subjetiva. El bien ya no será una categoría que el hombre
discierne a través de la razón, sino lo que en cada momento determine que es
bueno (o, dicho más descarnadamente, lo
que le convenga), y el mal lo que entienda que es malo (o sea, lo que le perjudique). Danilo Castellano
observa con perspicacia que esta consideración de la conciencia permitirá luego
a Rousseau afirmar en el Emilio que «la conciencia es la voz
del alma, como las pasiones lo son del cuerpo». Esta conciencia, reducida a
mera pulsión subjetiva, acabará conformando al hombre de nuestra época, un
amasijo instintivo sin guía ni freno, huérfano de razón y responsabilidad. Un hombre que
guía sus decisiones (que,
inevitablemente, ya no serán morales) por la pura espontaneidad, que es la que
le permite afirmarse y ser “auténtico”, y hasta creer (risum teneatis)
que es libre como el viento, aunque sólo sea esclavo de sus pasiones. Y de la
conciencia instintiva al subconsciente freudiano hay un solo paso.
Inevitablemente,
esta concepción luterana del hombre, incapacitado
para abstraer lo universal, impondrá el abandono de la metafísica, que
posteriores corrientes filosóficas declararán inaccesible (y, con el tiempo,
inútil). Como luego afirmaría Hegel, «la verdadera figura en que existe la verdad
no puede ser sino el sistema científico de ella». Es decir, cada escuela
filosófica debe crear un sistema que se erija en la verdad (por supuesto,
refutada por la siguiente escuela). Así, se concluye en la extravagancia de pensar que la razón
humana es suficiente para dar fundamento a toda la vida del hombre, quedando
excluido el orden sobrenatural. Y, con el tiempo (porque los sistemas filosóficos, al faltarles el
sustento de una verdad universal, se tornan pendulares), se concluye en
la extravagancia contraria, según la cual la razón humana carece de
autoridad para fundamentar la vida, lo que
desembocará en los sucesivos escepticismos, relativismos y nihilismos del pensamiento contemporáneo.
Como
sostiene Belloc en Europa y la fe, «al negarse la realidad y hasta
el ser, se crean sistemas que se mueven en un vacío atroz, para asentarse
finalmente en una negación y desafío universales lanzados contra toda
institución y todo postulado». La desaparición del saber metafísico acaba
degenerando en la búsqueda de verdades “sociológicas”, siempre coyunturales y
cambiantes, carentes de fundamentación real. Y, tarde o temprano, propicia
malformaciones y excrecencias irracionales; pues, allá donde falta la
metafísica, afloran como setas un sinfín de supersticiones enloquecidas,
fanáticas e imprevisibles. Y surgen entonces, inevitablemente, conceptos
políticos morbosos. Porque el legado de Lutero tiene también, por supuesto,
consecuencias políticas.
Juan Manuel de Prada,
Artículo publicado en
cuatro partes en ABC los días 22, 27 y 29 de agosto y 3 de septiembre de 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario