EL LEGADO DE LUTERO
(Fin)
La rebelión de Lutero daría alas a otro
clérigo levantisco, Calvino, que
como él afirmó la depravación de la naturaleza humana y negó que el hombre
tuviera libre albedrío. Calvino añadió, sin embargo, una dimensión nueva a la
doctrina luterana, afirmando la monstruosa doctrina de la predestinación. Pero, aunque el hombre nada pueda hacer por
salvarse, puede –según
Calvino– saber anticipadamente cuál es su destino, pues la prosperidad
material se erige en signo de afecto divino. Esta doctrina abominable desataría la avaricia de los pudientes, que
empezaron a agitar a las masas contra el Papado; y, mientras las masas estaban
entretenidas agitándose y disfrutando de la anarquía moral generada por la
ruptura con Roma, los ricos las despojaron de sus tierras. «Siempre resulta
ventajoso para el rico –afirma Belloc– negar los conceptos del bien y del mal,
objetar las conclusiones de la filosofía popular y debilitar el fuerte poder de
la comunidad.
Siempre está en la naturaleza de la gran riqueza (…)
obtener una dominación cada vez mayor sobre el cuerpo de los hombres. Y una de las mejores tácticas para ello es atacar las
restricciones sociales establecidas». A los hacendados y poseedores de grandes
fortunas les había llegado, en efecto, una gran oportunidad con la Reforma. En
todos los lugares donde la riqueza se había acumulado en unas pocas manos, la
ruptura con las antiguas costumbres fue para los ricos un poderoso incentivo. Hicieron como
si su objetivo fuese la renovación religiosa; pero su verdadero fin era el Dinero. Y así lograron que su desmesurado afán de lucro
resultase menos insoportable a los ojos de los pobres, entretenidos con el
caramelito de la renovación religiosa. La doctrina católica habría combatido el
industrialismo y la acumulación de riqueza; pero el protestantismo hizo del afán de lucro un signo de
salvación.
Y, mientras crecía el afán de lucro, se consumó el “aislamiento del alma”, que Belloc considera con razón el más nefasto
legado de la Reforma y define como
una «pérdida del sustento colectivo, del sano equilibrio producido por la vida
comunitaria». En efecto, el protestantismo introdujo un aislamiento de las
almas que, además de gangrenar la teología, la filosofía, la política, la
economía y la vida social, destruyó la unidad psíquica de la persona. Pues, al
cuestionar toda institución humana y toda forma de conocimiento, abocó a los
seres humanos a un desarraigo creciente y a una exaltación del individualismo cuya estación
final es la desesperación, como comprobamos en las sociedades modernas,
integradas por individuos enfermos de solipsismo y, a la vez, estandarizados y
amorfos. Y la disolución de la religión colectiva facilitaría, en fin, el
encumbramiento de sucesivas idolatrías sustitutivas, llamadas pomposamente ideologías, cuyo cáliz amargo seguimos hoy apurando hasta las
heces.
Y,
para terminar –last, but
not least (no menos importante)–, no podemos dejar de referirnos, entre las
consecuencias del luteranismo, a su iconoclasia furibunda, que generaría un arte inane y acabaría desembocando en el feísmo más exasperado,
puro vómito de una esterilidad engreída, que denominamos eufemísticamente “arte contemporáneo”. Si la tradición
católica, en su esfuerzo por penetrar mejor el contenido de la Revelación,
había fomentado un arte riquísimo que halla su paradigma en la belleza
inmaculada de María, la reforma protestante, al declarar la ilicitud del
culto a la Virgen y a los santos engendraría un arte fosilizado y
deshumanizado, cuando no vesánicamente nihilista.
Todas estas
delicias del legado luterano, y algunas más que se nos quedan en el tintero,
vamos a celebrar en este centenario tan divino de la muerte que se nos viene
encima.
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