EL LEGADO DE LUTERO
(Continuación)
Si la inteligencia humana, tarada por el pecado
original, está incapacitada para abstraer lo universal, no pude aspirar a
entender las leyes de la política. De este modo, la doctrina de Lutero se convierte en legitimadora del
Estado moderno, concebido como instrumento para ordenar la vida social y
reprimir la intrínseca maldad humana, convirtiendo sus leyes positivas en norma
ética. Frederick D. Wilhemsen nos hace reparar en la paradoja de que Lutero,
que empezó azuzando la rebelión de los campesinos alemanes contra sus príncipes
(pensando que los campesinos lo apoyarían en su lucha contra Roma), acabase
exhortando a los príncipes a aplastar del modo más inmisericorde las revueltas
campesinas (después de que los príncipes abrazasen con su doctrina). «En último
término –escribe Wilhemsen--, el luteranismo predica que el ciudadano tiene que
obedecer al príncipe en todo, de una manera ciega, pues el cristiano sabe que
la autoridad del príncipe viene de Dios, pero no sabe nada de la ley natural,
debido a la corrupción de su razón, el único instrumento capaz de descubrir esa
ley».
Por supuesto, la monarquía ya había tenido
tentaciones de hacerse absoluta antes de Lutero. Pero los reyes estaban
limitados por una ley humana, la costumbre, y por una ley divina que no podían
conculcar. Ambas barreras serán anuladas por Lutero, que en su obsesión por
combatir al papado convierte al rey en representante de Dios en la tierra,
afirmando que todo auténtico cristiano está obligado a someterse
incondicionalmente a él. La monarquía, antes de Lutero, se había acomodado a la
sentencia de San Isidoro ("Rex eris si recte facias; si non facias, non
eris"); y así había llegado a ser, en palabras de Donoso, «el más
perfecto de todos los gobiernos posibles, por ser uno, perpetuo y limitado». Al
apartar esos límites que constreñían al monarca, Lutero instaura la deificación del poder civil. El monarca se convierte en objeto de adoración ciega;
su poder ya nunca más se asentará en la "auctoritas" ni en la "potestas", sino que será puro ejercicio de la fuerza sin
restricciones (o sin más restricciones que los reglamentos que él mismo evacua,
sometidos a su conveniencia y capricho).
Así se corrompe el principio de autoridad, hasta su
confusión con la mera fuerza despótica.
Este quebrantamiento del orden político –afirma
Belloc-- iba a tener un efecto explosivo: el poder que mantenía las cosas
unidas se convertirá a partir de ese momento en un poder que separa cada una de
las partes componentes. En efecto, el poder absoluto mostrará pronto, bajo una
falsa fachada unificadora, su íntima vocación disgregadora, haciendo de la
disputa por el poder, la tensión social y la guerra constante el clima natural
de una Europa dividida.
Por supuesto, la doctrina luterana sobre
la soberanía absoluta de los reyes será la que luego, convenientemente
desplazada de sujeto, fundamentará el principio de la soberanía popular. La
omnipotencia del príncipe se convierte en voluntad popular soberana, cuya
esencia sigue siendo la fuerza despótica, capaz de determinar mediante mayorías
el bien y la verdad según su conveniencia y capricho.
Wilhemsen
sostiene que «la pasividad del alemán frente a su gobierno, sea éste
monárquico, imperial, republicano o nazi, refleja una teología y una religión
cuya negación de la ley natural exige que el hombre obedezca pasivamente, sin
preguntar el “por qué”». Sospecho que esta reflexión que Wilhemsen circunscribe al alemán
podría extenderse en general al hombre contemporáneo, que creyéndose más soberano que nunca está en
realidad sometido pasivamente a poderes ilimitados que ya no controla.
Empezando por el poder del Dinero, que el protestantismo liberó.
Juan
Manuel de Prada, Artículo publicado en cuatro partes en ABC los
días 22, 27 y 29 de agosto y 3 de septiembre de 2016.
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