Adoración Eucarística y
Sagrada Escritura
(II)
Por
monseñor José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de San Sebastián en la
Conferencia internacional de Adoración Eucarística, celebrada en Roma, del
20-24 junio 2011
Adoradores en espíritu y verdad
El texto bíblico cumbre sobre la adoración
es sin duda el que el Evangelio de San Juan nos ofrece con motivo del diálogo
con la Samaritana. Tal es así que me dispongo ahora a hacer un comentario
exegético detallado de los versículos fundamentales de este pasaje (Jn 4, 19-26), de forma que extraigamos de él algunas enseñanzas, que puedan servirnos
de ayuda en nuestra vocación adoradora.
v. 19 «La mujer le dice: “Señor, veo que eres un profeta”»: La Samaritana abre su corazón a Jesús, al comprobar que es un profeta. Este
hombre ha tenido la capacidad de conocer su vida por dentro, y eso es señal de
que es un hombre de Dios. Pues bien, ante los hombres de Dios, se suele abrir
el corazón, planteando las dudas y cuestiones determinantes de la existencia.
v. 20 «Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio
donde se debe dar culto está en Jerusalén»: La Samaritana le propone al “profeta” la
vieja controversia entre samaritanos y judíos acerca del verdadero lugar de
adoración a Dios. Desde la fuente de Jacob se contempla el monte Garizim, por
lo que la pregunta estaba servida: ¿Era en Garizim o en Jerusalén donde se
había de dar culto a Dios?
v. 21 «Jesús le dice: “Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte
ni en Jerusalén adoraréis al Padre”»: Jesús responde a la Samaritana con unas palabras de revelación que remiten
al futuro: “Se acerca la hora” en que ambos santuarios perderán su significado.
Este giro de San Juan (“se acerca la hora”), lo podemos encontrar también en
otros pasajes de su Evangelio (Jn 5, 25.28), y tiene un matiz escatológico: la luz
alborea con la persona misma de Jesús; en Él se anuncia la nueva forma de
adoración a Dios, para la cual es irrelevante el lugar del
culto.
Llegado ese momento, también los
samaritanos adorarán al Padre. He aquí una velada promesa de que todos –judíos,
samaritanos, paganos- están llamados al conocimiento y a la adoración del Dios
verdadero. En la cumbre de la revelación, no será la pertenencia a un pueblo
determinado el factor que distinga a los verdaderos adoradores de los falsos,
sino la disposición personal a acoger la luz de la revelación que se dirige a
todos los pueblos.
v. 22 «Vosotros adoráis a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos,
porque la salvación viene de los judíos»: Ahora bien,
Jesús hace constar que la salvación ha tenido un camino histórico establecido
por Dios, a través del pueblo judío. El culto de los samaritanos tuvo su origen
en ambiciones y enfrentamientos políticos. Por ello, el Mesías esperado viene
de los judíos.
El papel de Israel ha sido importantísimo
en la Historia de la Salvación, pero ha llegado ya a su final (v. 17 «Porque la Ley fue dada
por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo»). Llegado ahora Cristo, los samaritanos y todos los demás pueblos estarán
en igualdad de condiciones para acoger la plenitud de la revelación.
v. 23 «Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores
adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le adoren
así»: Con una
concisión y densidad insuperables, Jesús formula la siguiente expresión: “Los
verdaderos adoradores del Padre, le adorarán en espíritu y en verdad”. Algunos
han interpretado esta doble adoración de forma equivocada o insuficiente:
+ Por
la “adoración en
espíritu” se entendería la actitud moral interior,
en contraste con el mero culto exterior ritualista del Antiguo Testamento que
era reprochado por los profetas.
+ Y la “adoración en verdad” se interpretaría en referencia a la novedad de Cristo, en contraste con
las “sombras” del Antiguo Testamento. Por ejemplo, los sacrificios de animales
eran sombra del sacrificio de Cristo, la circuncisión era sombra del bautismo (cfr. Col 2, 11-12), etc.
Pero no parecen aceptables dichas
interpretaciones… El término “pneuma” (espíritu) no puede entenderse en el
sentido moral o antropológico; sino más bien en el sentido de “espíritu
divino”, como por norma general es utilizado en San Juan. Además, en esta
ocasión no hay duda alguna, puesto que en el versículo siguiente (v. 24) especificará: “Dios es pneuma”.
Por lo tanto, en el caso presente
Jesucristo no estaba contraponiendo el culto meramente ritualista al culto
espiritual, sino que va mucho más allá: “espíritu” y “verdad” se refieren al
“Espíritu Santo” y al “Verbo”. Es decir, los auténticos adoradores adorarán al
Padre, en el Espíritu Santo y en Jesucristo. La segunda
y la tercera persona de la Santísima Trinidad, nos introducen en su escuela de
adoración… Adoramos por Ellos, con Ellos y en Ellos.
En el diálogo de Jesús con Nicodemo (Jn 3, 3-8), queda claro que el hombre necesita nacer de nuevo, nacer del Espíritu (Jn 3, 3-8) para acoger el don de Dios. El hombre terreno no tiene por sí mismo acceso
a Dios, sino que esa intimidad con Dios le es regalada gratuitamente. Dios
capacita al hombre para poder relacionarse con Él. El encuentro del hombre con
Dios es un regalo de este último, que le eleva gratuitamente a la condición de
“hijo”. Somos “hijos” en el Hijo, por el Espíritu Santo. La adoración en
“espíritu” tiene lugar en el único templo agradable al Padre, el Cuerpo de
Cristo resucitado (Jn 2, 19-22).
v. 24 «Dios es espíritu, y los que le adoran deben hacerlo en espíritu y verdad»: Jesús da como razón profunda de esta
adoración, precisamente el ser o la naturaleza de Dios: “Dios es espíritu”, lo
cual trae a la memoria que Dios es inaccesible para los que somos seres
carnales y materiales. Para encontrarse con Dios se requiere una elevación del
hombre, a la condición de “hombre espiritual”. Por ello, lo decisivo no es el
lugar donde se realice la adoración externa (en Jerusalén o en Garizim), sino nuestro acceso a la divinización, en Cristo, por el Espíritu Santo.
Este episodio de la samaritana deja claras
las distancias entre la soteriología cristiana y la soteriología gnóstica:
frente a la concepción de que el ser divino no es accesible más que para los
sabios o los puros (cfr. Escritos de Nag-Hammadi), el
Evangelio de San Juan se centra en la clave de la Revelación misericordiosa de
Dios a todas las naciones, manifestada en el mediador entre Dios y los hombres
–el Salvador del mundo- que es Jesucristo.
v. 25 «La mujer le dice: “Sé que ha de venir el Mesías, el Cristo; cuando venga,
él nos lo dirá todo”»: La Samaritana no entiende las palabras de Cristo, y mira al futuro
esperando al Mesías, que lo anunciará todo. Jesús le quiere hacer entender que
el futuro ha llegado: ¡es el presente!
v. 26 «Jesús le dice: “Soy yo, el que habla contigo”»: Jesús se da a conocer a la mujer como el
Mesías esperado, mediante la fórmula de revelación “Ego Eimí”. Resuena aquí, de forma evidente, la expresión joánea
que refiere a Cristo el “Yo Soy” (Yahvé) del Antiguo Testamento.
Se alcanza aquí el punto culminante del
diálogo entre Jesús y la Samaritana: Él es el dador del agua viva, así como el
“lugar” del nuevo culto a Dios. Los samaritanos, imagen de cada uno de
nosotros, llegan por fin a la fe en Jesucristo, el Salvador del mundo.
La conclusión de este pasaje evangélico de San Juan, auténtica cumbre de la pedagogía con la que la Sagrada
Escritura nos introduce
en la escuela de la adoración, es la
siguiente: La adoración no es otra cosa que la expresión de la espiritualidad
bautismal; la consecuencia lógica de haber sido introducidos en el seno de la
Trinidad. Somos hijos en el Hijo, y en Él, por el Espíritu Santo, somos
adoradores del Padre.
Ésta es -en la vida presente- y será -por toda la eternidad- nuestra vocación: ser adoradores del Padre, en el
Hijo, por el Espíritu Santo. Llegados a
este punto, ¿cómo no traer a colación aquellas palabras de mi querido paisano y
santo patrón, Ignacio de Loyola: «El hombre ha sido creado para dar Gloria a Dios». San Pablo lo refleja en un bello himno de la Carta a los Efesios: «Bendito
sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona
de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en
la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e
irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de
Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su
gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en
alabanza suya» (Ef 1, 3-6).
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