La adoración
eucarística, experiencia de ser Iglesia (2)
Ahora
querría pasar brevemente al segundo aspecto: la sacralidad de la Eucaristía. También aquí hemos sufrido en el
pasado reciente un cierto malentendido del mensaje auténtico de la Sagrada
Escritura. La novedad cristiana respecto al culto ha sido influenciada por una
cierta mentalidad secular de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es
verdad, y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto ya no está en
los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona,
en su vida, en su misterio pascual. Y sin embargo de esta novedad fundamental
no se debe concluir que lo sacro no exista ya, sino que ha encontrado su
cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. La Carta a los Hebreos, que
hemos escuchado esta tarde en la segunda lectura, nos habla precisamente de la
novedad del sacerdocio de Cristo, “sumo
sacerdote de los bienes futuros” (Heb 9,11), pero no dice que el sacerdocio
se haya acabado. Cristo “es mediador de
una alianza nueva” (Heb 9,15), establecida
en su sangre, que purifica “nuestra conciencia de las obras de muerte” (Heb
9,14). El no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a cumplimiento,
inaugurando un nuevo culto, que es sí plenamente espiritual pero que sin
embargo, mientras estamos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y
ritos, que desaparecerán sólo al final, en la Jerusalén celeste, donde no habrá
ya ningún templo (cfr Ap 21,22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más
verdadera, más intensa, y, como sucede para los mandamientos, ¡también más
exigente! No basta la observancia
ritual, sino que se exige la purificación del corazón y la implicación de la
vida.
Me gusta también subrayar que lo sacro tiene una
función educativa, y su desaparición inevitablemente empobrece la cultura, en
especial la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de
una fe secularizada y no necesitada ya de signos sacros, fuera abolida esta
procesión ciudadana del Corpus Domini, el perfil espiritual de Roma resultaría
“aplanado”, y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O
pensemos en una madre o un padre que, en nombre de una fe desacralizada,
privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad acabarían por
dejar el campo libre a los tantos sucedáneos presentes en la sociedad de los
consumos, a otros ritos y otros signos, que más fácilmente podrían convertirse
en ídolos. Dios, nuestro Padre, no ha hecho así con la humanidad: ha enviado a
su Hijo al mundo no para abolir, sino para dar cumplimiento también a lo sacro.
En el culmen de esta misión, en la
Última Cena, Jesús instituyó el Sacramento pascual. Actuando así se puso a
sí mismo en el lugar de los sacrificios antiguos, pero hizo dentro de un rito, que mandó a los
apóstoles perpetuar, como signo supremo del verdadero Sacro, que es El
mismo. Con esta fe, queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico y lo adoramos
como centro de nuestra vida y corazón del mundo. Amén.
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