La adoración
eucarística, experiencia de ser Iglesia (1)
Homilía de Benedicto XVI, pp emérito, en la misa y procesión eucarística de Corpus Christi
¡Queridos hermanos y hermanas!
Esta tarde
querría meditar con vosotros sobre dos aspectos, entre ellos conectados, del
Misterio eucarístico: el culto de la
Eucaristía y su sacralidad.
Es
importante volverlos a tomar en consideración para preservarlos de visiones no
completas del Misterio mismo, como aquellas que se han dado en el reciente
pasado. Sobre todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de la adoración del Santísimo
Sacramento. Es la experiencia que también esta tarde viviremos tras la Misa,
antes de la procesión, durante su desarrollo y al término. Una
interpretación unilateral del Concilio Vaticano II ha penalizado esta
dimensión, restringiendo en práctica la Eucaristía al momento celebrativo. En
efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en
la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a la doble mesa de la
Palabra y del Pan de vida, lo nutre y lo une a Sí en la ofrenda del Sacrificio.
Esta valorización de la asamblea litúrgica, en la que el Señor actúa y realiza
su misterio de comunión, sigue siendo naturalmente válida, pero debe resituarse
en el justo equilibrio. En efecto –como a menudo sucede- para subrayar un
aspecto se acaba por sacrificar otro. En este caso, la acentuación sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en
detrimento de la adoración, como
acto de fe y de oración dirigido al
Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este
desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los
fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el
único momento de la Santa Misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el
resto del tiempo y del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en
medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta, cercana, entre
nuestras casas, como “Corazón latiente” de la ciudad, del país, del territorio
con sus diversas expresiones y actividades. El Sacramento de la Caridad de
Cristo debe permear toda la vida cotidiana.
En realidad
es equivocado contraponer la celebración
y la adoración, como si estuvieran en competencia. Es justo lo contrario: el culto del Santísimo Sacramento es como el
“ambiente” espiritual dentro del que la comunidad puede celebrar bien y en
verdad la Eucaristía. Sólo si es precedida, acompañada y seguida de esta
actitud interior de fe y de adoración, la acción litúrgica puede expresar su
pleno significado y valor. El encuentro con Jesús en la Santa Misa se realiza
verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que El, en el
Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, después
de que la asamblea se ha disuelto, permanece con nosotros, con su presencia
discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, recogiendo nuestro
sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre.
En este sentido, me gusta
subrayar la experiencia que viviremos esta tarde juntos. En el momento de la
adoración, estamos todos al mismo nivel, de rodillas ante el Sacramento del
Amor. El sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico.
Es una experiencia muy bella y significativa, que hemos vivido diversas veces
en la basílica de San Pedro, y también en las inolvidables vigilias con los
jóvenes, recuerdo por ejemplo las de Colonia, Londres, Zagreb y Madrid. Es
evidente a todos que estos momentos de
vela eucarística preparan la celebración de la Santa Misa, preparan los
corazones al encuentro, de manera que este resulta incluso más fructuoso. Estar todos en silencio prolongado ante el
Señor presente en su Sacramento, es una de las experiencias más auténticas de
nuestro ser Iglesia, que se acompaña en modo complementario con la de
celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose
juntos a la mesa del Pan de vida. Comunión y contemplación no se pueden separar,
van juntos. Para comunicar verdaderamente con otra persona debo conocerla,
saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El
verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de
miradas, de silencios intensos, elocuentes, plenos de respeto y veneración, de
manera que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no
superficial. Y lamentablemente, si falta esta dimensión, incluso la misma
comunión sacramental puede llegar a ser, por nuestra parte, un gesto
superficial. En cambio, en la verdadera comunión, preparada por el coloquio de
la oración y de la vida, podemos decir al Señor palabras de confianza, como las
que han resonado hace poco en el Salmo responsorial: “Yo soy tu siervo, hijo de
tu esclava:/ tu has roto mis cadenas./ Te ofreceré un sacrificio de alabanza/ e
invocaré el nombre del señor” (Sal 115,16-17).
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