Adoración Eucarística y
Sagrada Escritura
(IV)
Por
monseñor José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de San Sebastián en la
Conferencia internacional de Adoración Eucarística, celebrada en Roma, del
20-24 junio 2011
Gestos de adoración
Tal y como la adoración es descrita en la
Sagrada Escritura, implica todo nuestro ser. En consecuencia, es lógico que la
expresemos a través de gestos exteriores, en
los que se traduce la soberanía divina, así como nuestra respuesta conmovida.
Por otra parte, y dado que existe en nosotros una cierta tendencia a
resistirnos a la voluntad de Dios y a reducir nuestra oración a meros ritos
exteriores, es importante subrayar que la adoración sincera que agrada a Dios
es la que brota del corazón.
Los dos gestos fundamentales en los que se
expresa la adoración son la “postración” y el “ósculo”; en los que convergen el
temor reverente y la atracción fascinante, de la criatura respecto a Dios:
A) La postración, fuera de su sentido religioso, expresa una actitud impuesta a la fuerza por
un adversario más poderoso. Así, por ejemplo, Babilonia lo impone a los
israelitas cautivos (Is 51,23). En este sentido, es frecuente encontrar en los
bajorrelieves asirios a los vasallos del rey arrodillados, con la cabeza
posternada hasta el suelo. Pero en la Sagrada Escritura pronto se nos invita a
realizar el signo de postración, como el signo de sometimiento libre,
consciente y gozoso a la majestad de Dios. De esta forma, imitamos a Moisés,
postrado en el Sinaí en el momento en que recibe las Tablas de la Ley (cf. Ex
34, 8); aprendemos del profeta Daniel, quien tres veces al día, con las manos
extendidas, se arrodillaba ante Yahvé (cf. Dn 6, 11); acogemos humildemente la
invitación del salmo 95 –«Entrad, adoremos, postrémonos, ¡de rodillas ante
Yavhé que nos ha hecho!» (cf Ps 95, 6)-; evocamos a aquel leproso que, de
rodillas ante Jesús, suplicó ser limpiado (cfr. Mc 1, 40); seguimos los pasos
de aquel pescador de Galilea, el primero de los papas de la Iglesia, quien se
postró de rodillas y oró fervientemente, para pedir a Dios la resurrección de
Tabita, en Jope (cf. Hch 9, 40).
B) El ósculo añade al respeto y a la sumisión, el signo de la adhesión íntima y amorosa…
Los paganos besaban sus ídolos, pero ese gesto, en el fiel israelita, está
reservado para Yahvé: «Pero me reservaré 7.000 en Israel: todas las rodillas
que no se doblaron ante Baal, y todas las bocas que no le besaron» (1 R 19,
18).
Sólo Yahvé tiene derecho a la adoración.
Si bien el Antiguo Testamento conoce la postración delante de los hombres (Gen
23, 7.12; 2 Sa 24,20; 2 Re 2,15; 4,37), prohíbe rigurosamente todo gesto de adoración
susceptible de ser interpretado como una rivalidad hacia Yahvé: bien sea a
ídolos, astros (Dt 4, 19) o dioses extranjeros (Ex 34,14; Num 25,2). No cabe
duda de que la erradicación de todo signo idolátrico fue educando al pueblo de
Israel hacia una adoración auténtica. Así se entiende la valentía de Mardoqueo:
«Todos los servidores del rey, adscritos a la Puerta Real, doblaban la
rodilla y se postraban ante Amán, porque así lo había ordenado el rey; pero
Mardoqueo ni doblaba la rodilla ni se postraba. Vio Amán que Mardoqueo no
doblaba la rodilla ni se postraba ente él, y se llenó de ira» (Est 3, 2.5).
Observamos la misma coherencia en otros pasajes, tales como el de los tres
niños judíos ante la estatua de Nabucodonosor: «Sidrak, Mesak y Abdénago tomaron
la palabra y dijeron al rey Nabucodonosor: “No necesitamos darte una respuesta
sobre este particular. Nuestro Dios, a quien servimos, es capaz de librarnos
del horno de fuego ardiente y de tu mano, oh rey. Y si no lo hace, has de
saber, oh rey, que nosotros no serviremos a tus dioses ni adoraremos la estatua
de oro que has erigido”». (Dan 3,16-18).
En este contexto bíblico, entendemos la
respuesta que Jesús da al tentador cuando le pide que se arrodille ante él: «…al
Señor tu Dios adorarás y a él sólo darás culto» (Mt 4,10).
Con respecto a los gestos exteriores de la
adoración (postración y ósculo), me permito llamar la atención sobre el proceso de secularización que con
frecuencia se constata en no pocas
celebraciones litúrgicas.
+ Algunos
sacerdotes y seglares suprimen o cambian los términos con los que la liturgia
se refiere a la trascendencia de Dios. Así, por ejemplo, en vez de rezar: “Dios
todopoderoso”, corrigen diciendo “Dios cercano”, etc.
+ En muchas
iglesias se ha suprimido mayoritariamente el gesto de arrodillarse en el
momento de la Consagración. Lo mismo podemos decir con respecto a la
genuflexión ante el sagrario.
+ El beso con
el que tradicionalmente se adora al Niño Dios en Navidad, o la cruz de Cristo
el Viernes Santo, también son frecuentemente suprimidos o sustituidos por meras
inclinaciones, aduciendo motivos de higiene o brevedad.
Todo ello, además de comportar una falta de obediencia a nuestra Madre
la Iglesia, supone también el haber asumido, sin el debido juicio crítico, los
postulados de la secularización.
Adoración: combate de purificación
La
auténtica adoración a Dios implica una purificación plena, tanto de las
concepciones religiosas, como de nuestros criterios, juicios y afectos… Para
iluminar este aspecto, bien podríamos recurrir al gesto de la purificación que
Jesús hizo en el Templo de Jerusalén, tal y como lo narra el Evangelio de San
Juan (Jn 2, 13-25). En efecto, la expulsión de los mercaderes del Templo es una
imagen de la purificación de cada uno de nosotros, así como de las propias
estructuras eclesiales, de forma que sólo habite en nosotros la gloria de Dios.
Al ver el gesto profético del Maestro, los discípulos recordaron las palabras
del Antiguo Testamento: «El celo de tu casa me devora» (Jn 2, 17); es
decir, allí donde el amor de Dios lo llena todo, no caben idolatrías.
Pero en el caso presente vamos a apoyarnos en el texto del Génesis, en
el que se narra el misterioso episodio de Jacob luchando contra Dios (Gn 32,
23-33), ya que tiene un carácter paradigmático. La reciente catequesis que
sobre este texto predicó el Santo Padre, en la Audiencia General del 25 de
mayo, ha dado una especial actualidad a este relato. Merece la pena que lo
escuchemos:
«Como afirma
también el Catecismo de la Iglesia Católica, “la tradición espiritual de la
Iglesia ha tomado de este relato el símbolo de la oración como un combate de la
fe y una victoria de la perseverancia” (n. 2573). El texto bíblico nos habla de
la larga noche de la búsqueda de Dios, de la lucha por conocer su nombre y ver
su rostro; es la noche de la oración que con tenacidad y perseverancia pide a
Dios la bendición y un nombre nuevo, una nueva realidad, fruto de conversión y
de perdón.
La noche de Jacob en el vado de Yaboc se
convierte así, para el creyente, en un punto de referencia para entender la
relación con Dios, que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración
requiere confianza, cercanía, casi en un cuerpo a cuerpo simbólico, no con un
Dios enemigo, adversario, sino con un Señor que bendice y que permanece siempre
misterioso; que parece inalcanzable. Por esto, el autor sagrado utiliza el
símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad para
alcanzar lo que se desea. Y si el objeto del deseo es la relación con Dios, su
bendición y su amor; entonces la lucha no puede menos de culminar en la entrega
de sí mismo a Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad, que vence
precisamente cuando se abandona en las manos misericordiosas de Dios».
En
la oración en general, y especialmente en la oración de adoración, se libra una
gran batalla contra el propio yo. La adoración supone un giro copernicano en la
concepción vital de nuestra existencia. Se trata del paso de una cosmovisión
“egocéntrica” a otra “cristocéntrica”. Ahora bien, como es obvio, esa tarea de
centrar nuestra vida en Cristo, no se reduce a una convicción racional, sino
que supone toda una tarea de desapego de cuanto nos “descentra” del verdadero
“centro”.
La
primera batalla que ha de tener lugar en la oración de adoración, es la firme decisión de realizarla.
Decía Karl Rahner que, «quien sólo hace oración cuando tiene ganas, quiere
decir que se ha resignado a tener cada vez menos ganas de hacer oración».
No adorar con perseverancia es ya perder una batalla; porque la oración es el primer deber de un cristiano, el primero de
sus apostolados. El conocido refrán español: “primero es la obligación, y luego
la devoción”, olvida que la oración es nuestra primera obligación.
En un ambiente donde reina el pragmatismo y la búsqueda de los éxitos
fáciles y rápidos, se cae frecuentemente en el peligro de ver la oración como
una actividad postergable, o simplemente, prescindible. Recordamos a propósito,
aquellas otras palabras de Jesús: «Esta clase de demonios con nada puede ser
arrojada sino con la oración» (Mc 9, 29). Sin la fidelidad a la oración, que supere nuestras apetencias, la vida
espiritual llegará muy pronto a un punto en el que tocará techo.
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