TIEMPO LITÚRGICO

TIEMPO LITÚRGICO

sábado, 26 de julio de 2014

( IV )
     +Mons. Juan Miguel Ferrer, subsecretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.


4. Una espiritualidad verdaderamente eucarística

      Es evidente que tal espiritualidad (eucarístico-litúrgica) no es cosa que atañe sólo a los adoradores asociados, sino de todo católico. Pero los miembros de Obras eucarísticas asumen una doble obligación a este respecto, la del ejemplo y la de la promoción.
      Ejemplares en la vida espiritual y promotora, entre todos, de la espiritualidad común de todo católico, la que brota de los Sacramentos y de la Palabra de Dios, que administra la Iglesia con la asistencia del Espíritu y unida a Cristo. Singularmente esta realidad se sostiene por medio de la Eucaristía, cima de la Iniciación y alimento permanente de vida cristiana.
      Dios actúa permanentemente en medio de los seres humanos por medio de la Eucaristía (de modo eminente). Por ello, a pesar de su incomprensibilidad fuera de la fe (que ya se manifestó en Cafarnaún, tras el discurso del Pan de vida −Jn 6, 60-61−), y que llevó en los primeros tiempos a envolverla en la disciplina del arcano, la celebración eucarística posee también una dimensión apologética: es signo elocuente de la Iglesia y expresión de su misterio divino de comunión, comunión en Cristo y sus Dones, (frutos de su Misterio Pascual). Sacramento de nuestra Fe, encuentro salvador con Dios, eclosión de Verdad y de Bien, fuente de conversión y santificación, irradiante Gloria, expresión de Belleza, que genera belleza, fiesta primordial.
      Tal presencia activa de Dios en la celebración eucarística reclama la obediencia de la Fe y la decidida voluntad de participación. Participar, para cumplir el mandato “haced –esto– en memoria mía”. Por eso la máxima expresión de participación será, en lo ritual, la comunión sacramental y, en lo existencial, la santidad. Pero estas realidades culminantes vienen precedidas de todo un proceso, litúrgico y de conversión-santificación.

      En lo litúrgico  la comunión está precedida por ir y entrar en la iglesia, por acudir a la celebración, por reconocer-se indigno (siempre) de entrar en la presencia de Dios (acercarse al altar y acto penitencial), por fijar la mirada en Él (kyries, gloria, “oremos”), por escuchar a sus voceros (lecturas del AT o de las Epístolas), por alzarnos gozosos a escuchar al Verbo encarnado en el Evangelio y asimilar todo esto eclesialmente (homilía); para proseguir, renovado el empeño, queriendo actualizar su memorial (presentación de los dones) y acompañándole espiritualmente con nuestra ofrenda sobre el altar del Sacrificio; entonces, Palabra suya y materia nuestra se encuentran sobre la “piedra-escala” (altar) y la Plegaria Eucarística, con las palabras institucionales y la invocación del Espíritu, consagra los dones y misteriosamente nos dispone y acerca al Sacramento en una progresiva aproximación e identificación con el mismo, obra toda de Dios, que espera nuestra acogida religiosa y de fe (“hágase en mi según tu palabra”, María modelo de participación); finalmente Padrenuestrorito de la paz y fracción del pan buscan abrir y disponer totalmente mentes y corazones para la comunión eucarística que, proyectada hacia la vida (oración, bendición y envío: nótese aquí que aun cuando no se haya podido comulgar, por circunstancias personales, la participación gradual en la eucaristía obtenida hasta la “presentación de dones” o hasta la solemne conclusión de la “Plegaria Eucarística” es ya una gracia de conversión que se proyecta a la vida y prepara una participación más perfecta), reclama una “asimilación” personal y comunitaria en la oración y la adoración.

    En lo existencial el proceso, fundado y alimentado por la Eucaristía y guiado por la Reconciliación sacramental, llevará a un crecimiento orgánico y progresivo de la identificación con Cristo que excluye el pecado y abraza cada vez más la voluntad del Padre que se expresa en operosa caridad (Dios es amor −1 Jn 4, 16−).
      El “haced esto” evidentemente no puede limitarse a un obrar ritual, implica el Rito, mediante el cual la acción de Dios se actualiza entre nosotros y se hace accesible, pero va más allá del mismo reclamando no un simple mimético acompañamiento del Maestro (como de teatro), sino un real acto esponsal, de libre entrega e identificación con Él. Como diría san Pablo: “vivo yo, más ya no soy yo, que es Cristo que vive en mí” (Gal 2, 20). Por eso el mismo Rito se llena de trascendencia, excluye toda improvisación o trivialidad y reclama, en su reiterabilidad, una creciente conciencia y compromiso personal. Algo que tiende a actos intensos de amor que sacuden y reestructuran, desde dentro, la propia persona. Actos que se convierten en vivencias que fundan y desarrollan la fe y que transforman, a quien los vive, en testigo de la Persona y obra de Cristo. Tal experiencia del Misterio forma la trama de la mística cristiana y precisa de amplios espacios de asimilación, que prolongan la celebración eucarística en oración y adoración (como hacía la Virgen María cuando “conservaba todo esto en su corazón” Lc 2, 51).
      Esta Espiritualidad es la que se refleja en la vida de la primitiva Comunidad de Jerusalén (sumarios de Hch 2 y 4) y que ha sido como un punto permanente de referencia en la historia de la Iglesia siempre que ésta ha querido purificarse, reformarse, para cumplir mejor su misión, para ser más fiel al mandato de Cristo.

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