( IV )
+Mons. Juan Miguel Ferrer, subsecretario de la Congregación para el
Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
4. Una espiritualidad
verdaderamente eucarística
Es
evidente que tal espiritualidad (eucarístico-litúrgica) no es cosa que atañe
sólo a los adoradores asociados, sino de todo católico. Pero los
miembros de Obras eucarísticas asumen una doble obligación a este respecto, la del ejemplo y
la de la promoción.
Ejemplares
en la vida espiritual y promotora, entre todos, de la espiritualidad común de
todo católico, la que brota de los Sacramentos y de la Palabra de Dios, que
administra la Iglesia con la asistencia del Espíritu y unida a Cristo. Singularmente
esta realidad se sostiene por medio de la Eucaristía, cima de la Iniciación y alimento
permanente de vida cristiana.
Dios
actúa permanentemente en medio de los seres humanos por medio de la Eucaristía
(de modo eminente). Por ello, a pesar de su incomprensibilidad fuera de la fe
(que ya se manifestó en Cafarnaún, tras el discurso del Pan de vida −Jn
6, 60-61−), y que llevó en los primeros tiempos a envolverla en la disciplina
del arcano, la celebración eucarística posee también una dimensión
apologética: es signo elocuente de la Iglesia y expresión de su misterio
divino de comunión, comunión en Cristo y sus Dones,
(frutos de su Misterio Pascual). Sacramento de nuestra Fe, encuentro
salvador con Dios, eclosión de Verdad y de Bien, fuente de conversión y
santificación, irradiante Gloria, expresión de Belleza, que genera belleza, fiesta
primordial.
Tal
presencia activa de Dios en la celebración eucarística reclama
la obediencia de la Fe y la decidida voluntad de participación.
Participar, para cumplir el mandato “haced –esto– en memoria mía”. Por eso
la máxima expresión de participación será, en lo ritual, la comunión
sacramental y, en lo existencial, la santidad. Pero estas realidades culminantes vienen
precedidas de todo un proceso, litúrgico y de conversión-santificación.
En lo litúrgico la comunión está precedida por ir y entrar en la iglesia, por acudir a la celebración, por reconocer-se indigno (siempre) de
entrar en la presencia de Dios (acercarse
al altar y acto penitencial), por fijar la mirada en Él (kyries,
gloria, “oremos”), por
escuchar a sus voceros (lecturas del AT o de las Epístolas), por alzarnos gozosos a escuchar al Verbo
encarnado en el Evangelio y asimilar todo esto eclesialmente (homilía); para proseguir, renovado el empeño,
queriendo actualizar su memorial (presentación de los dones) y acompañándole espiritualmente con
nuestra ofrenda sobre el altar del Sacrificio; entonces, Palabra suya y materia
nuestra se encuentran sobre la “piedra-escala” (altar) y la Plegaria Eucarística, con las
palabras institucionales y la invocación del Espíritu, consagra los
dones y misteriosamente nos dispone y acerca al Sacramento en una
progresiva aproximación e identificación con el mismo, obra toda de
Dios, que espera nuestra acogida religiosa y de fe (“hágase
en mi según tu palabra”, María modelo de participación); finalmente Padrenuestro, rito
de la paz y fracción del pan buscan abrir y disponer
totalmente mentes y corazones para la comunión eucarística que,
proyectada hacia la vida (oración, bendición y envío: nótese aquí
que aun cuando no se haya podido comulgar, por circunstancias personales, la
participación gradual en la eucaristía obtenida hasta la “presentación de
dones” o hasta la solemne conclusión de la “Plegaria Eucarística” es ya una
gracia de conversión que se proyecta a la vida y prepara una participación más
perfecta),
reclama una “asimilación” personal y comunitaria en la oración y
la adoración.
En lo existencial el proceso, fundado y alimentado por la Eucaristía y guiado
por la Reconciliación sacramental, llevará a un crecimiento orgánico y
progresivo de la identificación con Cristo que
excluye el pecado y abraza cada vez más la voluntad del Padre que se expresa en operosa caridad (Dios
es amor −1 Jn 4, 16−).
El
“haced esto” evidentemente no puede limitarse a un obrar ritual,
implica el Rito, mediante el cual la acción de Dios se actualiza entre nosotros
y se hace accesible, pero va más allá del mismo reclamando no un simple
mimético acompañamiento del Maestro (como de teatro), sino un real
acto esponsal, de libre entrega e identificación con Él. Como
diría san Pablo: “vivo
yo, más ya no soy yo, que es Cristo que vive en mí” (Gal 2,
20). Por
eso el mismo Rito se llena de trascendencia, excluye toda improvisación o
trivialidad y reclama, en su reiterabilidad, una creciente conciencia y
compromiso personal. Algo que tiende a actos intensos de amor que
sacuden y reestructuran, desde dentro, la propia persona. Actos que se
convierten en vivencias que fundan y desarrollan la fe y que transforman, a
quien los vive, en testigo de la Persona y obra de Cristo. Tal
experiencia del Misterio forma la trama de la mística cristiana y
precisa de amplios espacios de asimilación, que prolongan la celebración
eucarística en oración y adoración (como hacía la Virgen María cuando
“conservaba todo esto en su corazón” Lc 2, 51).
Esta
Espiritualidad es la que se refleja en la vida de la primitiva Comunidad de
Jerusalén (sumarios de Hch 2 y 4) y que ha sido como un punto permanente de
referencia en la historia de la Iglesia siempre que ésta ha querido
purificarse, reformarse, para cumplir mejor su misión, para ser más fiel al
mandato de Cristo.
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