RONCALLI Y WOJTYLA: LA AVENTURA CONTINÚA
El año 1953, Pío XII, un papa mucho más
abierto, dinámico y con visión de futuro que lo que indica la imagen grotesca
habitualmente dibujada por los medios, realizaba un nombramiento sorprendente.
Ya en la etapa final de su largo pontificado, llamaba al entonces nuncio en
París, Ángelo Roncalli, para
gobernar la sede de San Marcos, en Venecia. Cierto es que Roncalli había
realizado una brillante labor en Francia, permitiendo una renovación tranquila
del episcopado, muy lejos de la extensa purga prevista por el general De
Gaulle, irritado por el colaboracionismo de numerosos prelados franceses con el
régimen de Vichy. En todo caso la apuesta era alta y desmiente una vez más el
supuesto conservadurismo de Pacelli.
Ese mismo año un joven sacerdote polaco,
Karol Wojtyla, presentaba su tesis sobre Max Sheler y asumía la cátedra de
Teología Moral y Ética Social en la facultad de Teología de Lublin, la única
Universidad Católica que permanecía abierta bajo el régimen comunista en
Polonia. Cinco años después, en julio de 1958, Wojtyla recibe durante una
acampada con jóvenes universitarios la noticia de que Pío XII, al que le
quedaban apenas tres meses de vida, le había nombrado obispo auxiliar de
Cracovia. Tenía entonces 38 años. Así pues Roncalli y Wojtyla fueron objeto de
sendas decisiones inesperadas (poco probables según los cálculos humanos) de
Pío XII, que colocaron a ambos en una senda cuya inusitada etapa final había de
ser la silla de Pedro.
Todo esto puede verse como una mera
coincidencia o como simple curiosidad, pero a mí me sorprende siempre la ironía
que gasta el Señor para trenzar los hilos de la historia. Roncalli y Wojtyla
eran hombres de distinta generación y temperamentos diversos, pero si
profundizamos un poco encontraremos notables sintonías. Ambos habían crecido en
ambientes populares, muy alejados de cualquier refinamiento palaciego. Roncalli
era hijo de campesinos de la provincia de Bérgamo, mientras Wojtyla creció en
el ambiente familiar de un suboficial del ejército, en la tranquila y poco influyente
ciudad de Wadowice. La austeridad de vida, la profunda piedad familiar, la
conciencia de pertenecer al pueblo cristiano, y la participación directa y muy
viva en las dramáticas vicisitudes históricas de su tiempo, son factores
convergentes en ambos personajes. Como también lo es una suerte de bondad, o de
pureza humana muy singular, que caracterizó a ambos desde su temprana edad. A
su manera ambos resultaban imprevisibles, rompedores, nada asimilables a los
ambientes clericales. Y sin embargo eran profundamente eclesiales, pues
bebieron a fondo lo mejor de la tradición teológica, la enseñanza social de los
papas del siglo XX y la vibración religiosa de sus respectivos pueblos.
La escuela diplomática abrió la mente de
un muchacho de provincias como Roncalli, le dio una dimensión ecuménica y le
permitió conocer las debilidades y fortalezas de las iglesias europeas en la
posguerra. Por un camino muy distinto, Wojtyla conoció en propia carne los
totalitarismos y ensayó una respuesta histórica desde la fe. Ni el uno ni el
otro se veían acomplejados ante la cuestión obrera, que sentían muy a flor de
piel, y ambos eran creativos y no meramente defensivos frente a las cuestiones
pendientes del diálogo interreligioso, las libertades o el progreso científico.
Ambos, en fin, fueron protagonistas del Concilio Vaticano II. No es fantasía
detectar un designio providente que los preparó a través de apasionantes
biografías para responder a una vocación que ahora podemos contemplar ubicada
en el camino reciente de la Iglesia.
Ahora podemos
situarnos ya en la plaza de San Pedro el próximo 27 de abril, fiesta de la
Divina Misericordia, cuando tendrá lugar un acontecimiento único: la
canonización de dos papas reformadores, eslabones de una cadena que podría
remontarse quizás a León XIII y cuyo extremo actual encarna el papa Francisco.
Una cadena de carne y hueso, de inteligencia y corazón, mediante la cual el
Espíritu Santo ha desplegado sorpresa tras sorpresa para que la Iglesia aprenda
una y otra vez a estar presente en un mundo cambiante, para que vuelva una y
otra vez a sus fuentes y se desprenda de gangas y adherencias espurias, para
que encuentre nuevo vigor tras cada recaída, un verdor desconocido que desplace
al óxido de la inercia.
Podemos identificar un tramo final de esa
larga cadena, que arranca precisamente con la convocatoria del Concilio. Juan
XXIII advertía entonces que “nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro
precioso (de la fe y la Tradición)… sino también dedicarnos con voluntad
diligente, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época (…). Es necesario
que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente
obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo”. ¡Y
cuánta conversión, sufrimiento y libertad han sido y son necesarios para
realizar esta tarea inscrita en el dinamismo de la misión de la Iglesia!
En cuanto a Juan Pablo II, conviene releer
la homilía de su beatificación en la que Benedicto XVI explicó cuál es la
“causa del Concilio”, la causa por la que vivió y murió el papa llegado de
Polonia: que el hombre abra sus puertas a Cristo, que la sociedad, la cultura y
los sistemas económicos y políticos se dejen iluminar y sanar por la presencia
del Resucitado. Gracias a su experiencia vivida bajo el marxismo, el Papa
Wojtyla supo desenmascarar la pretensión de las ideologías de cumplir la
esperanza del hombre, y reivindicó legítimamente para el cristianismo la
respuesta a esa esperanza, restituyendo a la fe su plena significación humana,
social e histórica.
Francisco, el primer papa venido de
América, ha querido reunir en un mismo gesto, ante la Iglesia y ante el mundo,
el testimonio y la herencia de estos dos pontífices. Ha sido una decisión llena
de sabiduría pastoral, todo un mensaje antes incluso de escuchar su homilía del
próximo domingo. “El hombre es el camino
de la Iglesia y Cristo el camino del hombre”: esta frase en el pórtico de
la encíclica Redemptor Hominis define la aventura de la Iglesia en los últimos
cincuenta años. Y Francisco la interpreta ahora con su originalísimo temple
pastoral y misionero. La aventura continúa.
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