OCTUBRE: MEDITACIÓN SOBRE LA SANTA
MISA
Quisiera
saber transmitiros los sentimientos que me embargan al escuchar la segunda
parte de la plegaria Eucarística, con una fuerza no menor que cualquiera de los
poemas escritos por grandiosos que sean los poetas. Es una oración de súplica y
una oración de alabanza dirigida al Padre.
Me
sobrecoge caer en la cuenta de que hay un intervalo de tiempo entre
las palabras de la consagración que anuncian la fracción
del pan y el momento posterior en que el celebrante lo parte. Me
parece que se detiene el tiempo de Cristo, y que
en su presencia crucificada, muerto ante nosotros, nada menos que
se lo ofrecemos al Padre, como pan de vida y cáliz de salvación y
le damos gracias porque por su Hijo nos hace dignos (mucho más que
considerarnos dignos) de servirle en su presencia.
Y en
ese momento sobrecogedor, ante Jesús suspendido en la Cruz, le pedimos al Padre –
al que todo lo que pidamos en su nombre nos dará- por la unidad de la Iglesia y
su perfección por la caridad, por el Papa y todos los pastores, por los
difuntos; y para nosotros, misericordia, compartir la vida eterna y cantar tus
alabanzas.
Si la poesía es palabra emocionada, capaz
de suscitar los sentimientos más nobles, la verdad, la belleza y el bien,
convierten esta oración en momento en sublime.
3ª PARTE, RITO DE LA
COMUNIÓN
En
esta tercera parte nos acercamos, como en las
celebraciones sacrificiales antiguas, al momento en que los fieles somos
invitados a participar en la comunión de la víctima pascual sacrificada. Las
palabras de Cristo: “el que coma de este pan vivirá para siempre”, centran
la tercera parte de la misa. El pan y el vino consagrados
por el sacerdote se han transustanciado en el cuerpo y la sangre de Cristo
muerto, sí, pero resucitado, vivo para nuestra vida y
vivo entre nosotros para crecer en su amor.
Si
en la primera parte alabamos a Dios con himnos hechos por los hombres y
lo escuchamos en las lecturas al leer su palabra revelada
del Antiguo o del Nuevo testamento y proclamamos el Credo como expresión de la
fe de la Iglesia, ratificada por la asamblea de los creyentes. Si
en la segunda, en el sacrificio eucarístico alabamos a Dios con himnos
aprendidos de los ángeles al entonar el sanctus, o
recuperamos la antigua alianza rota por el pecado,
mediante el memorial de la muerte y resurrección del Señor ofrecido
incruentamente al Padre en unidad del Espíritu Santo, por Cristo con Él y en Él
y reconocemos todo el honor y toda la gloria. Será en la tercera
parte, cuando Dios mismo se acerca en ágape fraterno, como encuentro personal y
alimento para cada uno de los participantes, entrar en nuestra
alma y montar un tabernáculo de amor en el interior de cada uno, anciano, joven
niño, hombres y mujeres. El Dios escondido entra en intimidad inaudita con cada
uno de nosotros, a pesar de nuestra indignidad ontológica, pero debidamente
preparados con las ropas apropiadas al banquete de boda al que hemos sido
invitados.
En
esta tercera parte va a tener lugar lo que Santa Teresa llamaba “encuentro
de amistad con quien sabemos nos ama”. Es la hora de silencio,
para escuchar; de la acción de gracias por tantos beneficios, y de las súplicas
por tantas necesidades de nosotros y del mundo entero; es como
decía a sus Monjas: Es el momento de la negociación. Santa Teresa y tantos
santos, obtuvieron sus gracias, en el encuentro de la comunión. Los adoradores
lo prolongamos en la media hora de meditación silenciosa.
El
ara del altar se ha configurado en la mesa del banquete. Aparentemente todo
sigue igual, pero ahora, manteles y corporales adquieren protagonismo, vamos
a participar en el banquete del Cordero sacrificado, del
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Dos “amenes lo estructuran” y una cuarta elevación del cáliz y
de la Hostia Santa. En el primer amén cerramos la plegaria
eucarística con la exaltación por Cristo con Él y en Él,
en unión con el Espíritu Santo, al Padre, a quien damos todo honor y toda
gloria.
El
segundo amén, es personal, es el que pronunciamos asintiendo a las
palabras de quien nos acerca al Señor, nuestro Amén ratifica
la divinidad del cuerpo que recibimos y asentimos al deseo de que
este cuerpo sirva de alimento para la vida eterna. La sucesión de cada uno de
los elementos va configurando una sinfonía in crescendo. Rezamos
el padre nuestro, proclamamos nuestra esperanza en la gloriosa venida de
Jesucristo a quien le reconocemos el reino, el poder y la gloria,
como Señor del tiempo y de la historia, recordamos que sólo Jesús es el
príncipe de la paz de quien procede la paz y la unidad para la Iglesia y para
el mismo mundo. Se realiza, en la unión de un fragmento de la Hostia con el
vino, gesto menor en apariencia; en la unión del cuerpo y de la sangre se nos
presenta visiblemente que Cristo ha resucitado.
Es
en este momento de la fracción del pan, el que en la última Cena tuvo lugar a
continuación de la consagración, cuando se termina esa
suspensión del tiempo que nos hace contemplar,
mientras brotan a sus pies nuestras oraciones, a Cristo pendiente en la
cruz, ofrecido al Padre para restaurar la Alianza, al
que le dirigimos la segunda parte de la plegaria Eucarística y el comienzo del
rito de la Comunión.
Éste
es el momento en que Cristo, como Cordero Pascual que quita el pecado del mundo
y que nos trae la Paz, atrae nuestras miradas. Si antes nos dirigíamos al
Padre, ahora centramos nuestra atención directamente en
Jesucristo, que nos va a llegar como alimento para la vida eterna. Sin
la Eucaristía no podemos vivir, sin su comunión se hace largo y pesado el
camino. Es la apoteosis del encuentro del creyente en la intimidad de su
espíritu con el Señor.
Tomar
conciencia de la maravilla de este misterio nos hace agradecidos. Sin este
encuentro es muy difícil la fidelidad. Sin esta experiencia de Dios, sin este
encuentro con el Dios personal que nos ama, se reduce la celebración a un rito
sociológico de costumbres sin alma, vacío y rutinario. Abandonarnos, en la
intimidad, a solas nada menos que con Dios, en Jesucristo y en Él con el
Dios Trinitario, hace del vivir un gozo aún en las adversidades e inclemencias
de la vida, porque todo adquiere su verdadero sentido.
La
oración última de comunión refuerza el don recibido y suplica a Dios su
eficacia sobrenatural en nosotros.
Dos momentos os ofrecemos a vuestra consideración: el padre
nuestro y el rito de conclusión.
Incrustada
en la liturgia de la misa aparece solemnemente la oración que el
mismo Cristo nos enseñó. Es una oración sin duda
para repetirla en todo tiempo y lugar, como modelo perfecto de oración de
alabanza y de súplica. Pero es en este momento de la misa cuando adquiere
sentidos y resonancias inimaginables humanamente. ¡Qué audacia la nuestra! Nada
menos que llamar a Dios Padre y no metafóricamente como a los antiguos dioses,
sino realmente por ser hijos adoptivos rescatados y redimidos por el Verbo
encarnado.
Cuando
lo rezo en la misa me parece hacerlo primigeniamente, como si fuera la primera
vez en el mundo; precisamente porque lo hacemos a
continuación de haber alcanzado la restauración de la Alianza por Cristo. Por
ello el celebrante nos invita:
Fieles
a la recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos
a decir:
O
bien:
Llenos
de alegría por ser hijos de Dios, digamos confiadamente la oración que Cristo
nos enseñó.
Son
dos fórmulas que hacen referencia, la primera a nuestra audacia de atrevernos a
llamar Padre a nuestro Dios; la segunda a la alegría por la filiación divina
que se nos ha concedido.
Son
como dos aldabonazos que resuenan al rezar el padrenuestro. Uno mira al asombro
y al agradecimiento. El otro al Señor que vamos a recibir en el banquete de la
comunión, y que hace que adquieran sentidos especiales el pan nuestro que
pedimos para cada día, además del que satisface nuestras necesidades
materiales, el perdón de los pecados, el librarnos de la tentación y el
librarnos del Mal.
El
segundo momento que queremos destacar es el
rito de conclusión. Parece que el final se
precipita como si tras un ritmo sosegado, tuviéramos prisa por concluir. Y, sin
embargo, en su brevedad, es un colofón cargado de sentido y de unción. Nada
menos que el deseo de que Dios nos acompañe a lo largo de
la semana, día a día, momento a momento. No
es una fórmula vacía ni trivial. El celebrante pronuncia un deseo para toda la
asamblea: El Señor esté con vosotros y respondemos: y con tu espíritu. Pero a
continuación pronuncia la bendición de Dios. Nada menos que el reconocimiento
de Dios por haber participado en el misterio y celebración tan sobrenatural,
que nos imparte el bien que necesitamos.
Pero
queda algo muy importante, consecuencia de la bendición de Dios. Si asiste un
diácono, él lo proclama. Podéis ir en paz. Demos gracias a Dios. No
es que se nos avisa que ya podemos irnos, aunque sea en paz. Ite, misa
est. No, de ninguna manera. Los frutos de los dones recibidos están
para ser distribuidos en medio del mundo. Nuestra eucaristía tiene que dar sus
frutos precisamente al salir de la iglesia. De entre las fórmulas posibles me
parece muy iluminadora la que dice: –“Ite ad Evangelium Domini nuntiandum”
(Podéis ir a anunciar el Evangelio del Señor).
Preguntas para el diálogo y la meditación.
■
¿Qué
nos quiere resaltar la Iglesia al introducir una oración de súplica y alabanza
entre el instante de la consagración y el posterior de la fracción del pan,
momento en el que el sacerdote echa un trocito de la Hostia en el Vino?
■
¿Por
qué Santa Teresa decía que al recibir en nuestro interior a Cristo Eucaristía
es el momento propicio para entablar un diálogo de amistad con quien sabemos
nos ama y para negociar con Él nuestros asuntos, súplicas, agradecimientos y
consuelos?
■
Realizada
la restauración de la Antigua Alianza con la solemne proclamación doxológica de
que por Cristo, con Él y en Él le tributamos al Padre todo honor y
toda gloria, ¿Qué nos indica que inmediatamente la criatura, el ser humano, se
atreva a llamarle a Dios Padre?
No hay comentarios:
Publicar un comentario