«…RECIBID EL ESPÍRITU SANTO…»
Jn. 20. 19-23
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos
en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado.
Y los discípulos se llenaron de alegría
al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado,
así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu
Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Otras
Lecturas: Hechos 2,1-11; Salmo 103; Corintios 12,3b-7,12-13 o bien Gálatas 5,16-25;
Jn. 15,26-27; 16,12-15
LECTIO:
“Recibid el
Espíritu Santo…”
El
gran don pascual de Jesús es el Espíritu Santo. Para esto ha venido Él al
mundo, para esto ha muerto y ha resucitado, para darnos su Espíritu.
De esta manera Dios cumple sus
promesas: “Les daré un corazón
nuevo, les infundiré un Espíritu nuevo”. Necesitamos al Espíritu Santo porque
es “el Espíritu el que da la vida…”
El Espíritu Santo no solo nos da a conocer
la voluntad de Dios, sino que nos hace capaces de cumplirla, dándonos la fuerza
y la gracia.
“Sopló
sobre ellos…”
Para recibir el Espíritu tenemos que
acercarnos a Jesús, pues es Él quien lo comunica: “Quien tenga sed que venga a
mí y beba”. Es
preciso acercarnos a Jesús en la oración, en los sacramentos, sobre todo en la
Eucaristía, para recibir al Espíritu.
“Como
el Padre me ha enviado, así también os envío yo”
Jesús nos hace partícipes de la misión de
anunciar la Buena Nueva que Él ha recibido del Padre, y lo hace comunicándonos
la fuerza del Espíritu Santo, para reafirmar nuestra fe en la resurrección y
para que, por nuestro testimonio, otros crean en Él.
Celebrar Pentecostés es reconocer que toda nuestra vida está
relacionada con Jesús, que es Él el que hace en nosotros su obra, que es Él el que nos capacita para la
misión y nos da su gracia para dar testimonio y para anunciarlo en nuestro
“aquí” y “ahora”.
Pentecostés es una nueva oportunidad para que el Señor nos envíe su Espíritu y dejarnos transformar
por Él, para que cambie nuestra vida y nos dé la valentía y la sabiduría de los
primeros discípulos.
MEDITATIO:
Ven Espíritu Santo,
despierta mi fe débil, pequeña y vacilante. Enséñame a vivir confiado en el amor del Padre a todos
sus hijos, estén dentro o fuera de tu Iglesia.
Ven
Espíritu Santo, abre mis oídos para escuchar la llamada de
Jesús. Hazme vivir abierto para comunicar la nueva fe que necesitan los hombres
y las mujeres de hoy.
Ven Espíritu Santo, enséñame
a reconocer mis pecados y limitaciones. Libérame de mi arrogancia y falsa
seguridad. Haz que aprenda a caminar entre los hombre en verdad, con humildad y
por amor.
Ven Espíritu Santo, que
aprenda a mirar, como Jesús miraba, a los que sufren, los que lloran, los que
caen, los que están solos,los olvidados…
Ven Espíritu Santo,
haz de nosotros una Iglesia de puertas abiertas, de corazón compasivo, misericordiosa,
y de esperanza contagiosa. Que nada nos distraiga o desvíe del proyecto de
Jesús.
ORATIO:
Señor Jesús, te damos gracia por tu
Palabra que nos ha hecho ver mejor la voluntad del Padre. Haz que tu
Espíritu ilumine nuestras acciones
y nos de la fuerza para seguir lo que Tu Palabra nos ha hecho ver. Haz que
nosotros como María, tu Madre, podamos no sólo escuchar, sino también poner en
práctica la Palabra.
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del
pobre; don en tus dones espléndido;
luz que penetras las
almas; fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del
alma, descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro
trabajo, brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas y reconforta
en los duelos…
CONTEMPLATIO:
Contempla
como te dice Jesús lo que un día dijo a sus discípulos exhalando sobre
ellos su aliento: “Recibid el Espíritu Santo”. Ese Espíritu que sostiene tu
vida y alienta tu débil fe puede penetrar en ti por caminos que solo Él conoce.
“Como
el Padre me ha enviado, así también os envío yo”.
Jesús
nos envía para hacerlo presente en el mundo. No dice a quienes hemos de ir, qué
hemos de hacer, cómo hemos de actuar. Nuestra
misión es la misma de Jesús, no hay otra: la que Jesús ha recibido del Padre.
Ser en el mundo lo que ha sido Él.
Nadie vive privado del Espíritu de Dios.
En todos está Él atrayendo nuestro ser hacia la vida: la fuerza, la luz, el
aliento, la paz, el consuelo, el fuego que experimentamos en nosotros y cuyo
origen último está en Dios, fuente de toda vida. Acogemos al Espíritu cuando
acogemos la vida.
La
fiesta de Pentecostés es una llamada a cultivar nuestro mundo interior y vivir
más atentos a la presencia del Espíritu en nosotros.
Quien trata de vivir desde dentro sabe que el exceso de trabajo y actividad no
es una virtud, sino una enfermedad, una esclavitud. Entrar en la propia
intimidad es regenerarse desde la raíz, rescatar lo mejor que hay en nosotros,
encontrarse de nuevo vivo para vivir y hacer vivir. El Espíritu de Dios que
habita en nosotros es siempre “dador de vida”.
El
Espíritu de Dios no está ausente de esta sociedad,
aunque lo reprimamos, lo encubramos o no le prestemos atención alguna. Él sigue
trabajando silenciosamente a los hombres en lo más profundo de su corazón.
Jesús antes de su ascensión al Padre hizo dos promesas muy importantes a sus discípulos: por una parte, que permanecería con, en y entre ellos hasta el final de los siglos (Mt 28,20); y por otra, que les enviaría desde el Padre al Espíritu Santo, que sería para ellos el Consolador, el que llevaría a plenitud lo que Jesús mismo había comenzado, recordándoles lo que Él les había revelado (Jn 14,26).
ResponderEliminarTras las ascensión de Jesús, los discípulos volvieron a Jerusalén. Allí esperarían el cumplimiento de la promesa del Espíritu. “Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés” (Hch 2,1). En la sala donde se tuvo la última Cena (Lc 22,12), solían reunirse, eran concordes, y oraban con algunas mujeres y con María (Hch 1,14). La tradición cristiana siempre ha visto esta escena como el prototipo de la espera del Espíritu. La Madre de Jesús –y de los discípulos que engendró al pie de la Cruz del Señor (Jn19,27)–, era una mujer que sabía de la fidelidad de Dios, de cómo Él hace posible lo que para nosotros es imposible (Lc 1,37); era una mujer creyente que había aprendido a guardar en su corazón todo lo que Dios le manifestaba (Lc 2,51). Ella era, y sigue siendo, la que reunía a la Iglesia.
A diferencia de la torre de Babel, con la que los hombres trataban de construir su propia maravilla (Gén 11,1-9) para conquistar a ese Dios que no pudieron arrebatar comiendo la fruta prohibida del jardín del Edén (Gén 3,1-19), ahora en Jerusalén ocurría lo contrario: que las maravillas que se escuchaban eran las de Dios, y que lejos de ser víctimas de la confusión, aun hablando lenguas distintas, eran las justas y necesarias para entenderse.
Efectivamente, se trataba de hacer entender en todos los lenguajes lo que maravillosamente Dios había dicho y hecho. La misión de la Iglesia es continuar la de Jesús: “como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (Jn 20,21). Los discípulos de Jesús que formamos su Iglesia, como miembros de su “cuerpo” (1Cor 12,12), desde nuestras cualidades y dones, en nuestro tiempo y en nuestro lugar, estamos llamados a continuar lo que Jesús comenzó. El Espíritu nos da su fuerza, su luz, su consejo, su sabiduría para que a través nuestro también puedan seguir escuchando hablar de las maravillas de Dios y asomarse a su proyecto de amor otros hombres, culturas, situaciones. El Espíritu “traduce” desde nuestra vida, aquel viejo y nuevo mensaje, aquel eterno anuncio de Buena Nueva. Esto fue y sigue siendo el milagro y el regalo de Pentecostés.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm-Arzobispo de Oviedo