TIEMPO LITÚRGICO

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domingo, 24 de mayo de 2015

LECTIO DIVINA PARA EL DOMINGO 24 DE MAYO, SOLEMNIDAD DE LA PASCUA DE PENTECOSTÉS (Comentario de + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm-Arzobispo de Oviedo)

«…RECIBID EL ESPÍRITU SANTO…»
Jn. 20. 19-23
            Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
       Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado.
       Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
       Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Otras Lecturas: Hechos 2,1-11; Salmo 103; Corintios 12,3b-7,12-13 o bien Gálatas 5,16-25; Jn. 15,26-27; 16,12-15

LECTIO:
Recibid el Espíritu Santo…”
     El gran don pascual de Jesús es el Espíritu Santo. Para esto ha venido Él al mundo, para esto ha muerto y ha resucitado, para darnos su Espíritu.
       De esta manera Dios cumple sus promesas: “Les daré un corazón nuevo, les infundiré un Espíritu nuevo”. Necesitamos al Espíritu Santo porque es “el Espíritu el que da la vida…”
       El Espíritu Santo no solo nos da a conocer la voluntad de Dios, sino que nos hace capaces de cumplirla, dándonos la fuerza y la gracia.
“Sopló sobre ellos…”
     Para recibir el Espíritu tenemos que acercarnos a Jesús, pues es Él quien lo comunica: “Quien tenga sed que venga a mí y beba”. Es preciso acercarnos a Jesús en la oración, en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, para recibir al Espíritu.
“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”
     Jesús nos hace partícipes de la misión de anunciar la Buena Nueva que Él ha recibido del Padre, y lo hace comunicándonos la fuerza del Espíritu Santo, para reafirmar nuestra fe en la resurrección y para que, por nuestro testimonio, otros crean en Él.
       Celebrar Pentecostés es reconocer que toda nuestra vida está relacionada con Jesús, que es Él el que hace en nosotros su obra, que es Él el que nos capacita para la misión y nos da su gracia para dar testimonio y para anunciarlo en nuestro “aquí” y “ahora”.
       Pentecostés es una nueva oportunidad para que el Señor  nos envíe su Espíritu y dejarnos transformar por Él, para que cambie nuestra vida y nos dé la valentía y la sabiduría de los primeros discípulos.
     
MEDITATIO:        
Ven Espíritu Santo, despierta mi fe débil, pequeña y vacilante. Enséñame  a vivir confiado en el amor del Padre a todos sus hijos, estén dentro o fuera de tu Iglesia.
Ven Espíritu Santo, abre mis oídos para escuchar la llamada de Jesús. Hazme vivir abierto para comunicar la nueva fe que necesitan los hombres y las mujeres de hoy.
Ven Espíritu Santo, enséñame a reconocer mis pecados y limitaciones. Libérame de mi arrogancia y falsa seguridad. Haz que aprenda a caminar entre los hombre en verdad, con humildad y por amor.
Ven Espíritu Santo, que aprenda a mirar, como Jesús miraba, a los que sufren, los que lloran, los que caen, los que están solos,los olvidados…
Ven Espíritu Santo, haz de nosotros una Iglesia de puertas abiertas, de corazón compasivo, misericordiosa, y de esperanza contagiosa. Que nada nos distraiga o desvíe del proyecto de Jesús.
                                                                           
ORATIO:
     Señor Jesús, te damos gracia por tu Palabra que nos ha hecho ver mejor la voluntad del Padre. Haz que tu Espíritu ilumine nuestras acciones y nos de la fuerza para seguir lo que Tu Palabra nos ha hecho ver. Haz que nosotros como María, tu Madre, podamos no sólo escuchar, sino también poner en práctica la Palabra.

Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre; don en tus dones espléndido;
luz que penetras las almas; fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego,
    gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos…

CONTEMPLATIO:
     Contempla como te dice Jesús lo que un día dijo a sus discípulos exhalando sobre ellos su aliento: “Recibid el Espíritu Santo”. Ese Espíritu que sostiene tu vida y alienta tu débil fe puede penetrar en ti por caminos que solo Él conoce.
“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”.
     Jesús nos envía para hacerlo presente en el mundo. No dice a quienes hemos de ir, qué hemos de hacer, cómo hemos de actuar. Nuestra misión es la misma de Jesús, no hay otra: la que Jesús ha recibido del Padre. Ser en el mundo lo que ha sido Él.
     Nadie vive privado del Espíritu de Dios. En todos está Él atrayendo nuestro ser hacia la vida: la fuerza, la luz, el aliento, la paz, el consuelo, el fuego que experimentamos en nosotros y cuyo origen último está en Dios, fuente de toda vida. Acogemos al Espíritu cuando acogemos la vida.
     La fiesta de Pentecostés es una llamada a cultivar nuestro mundo interior y vivir más atentos a la presencia del Espíritu en nosotros. Quien trata de vivir desde dentro sabe que el exceso de trabajo y actividad no es una virtud, sino una enfermedad, una esclavitud. Entrar en la propia intimidad es regenerarse desde la raíz, rescatar lo mejor que hay en nosotros, encontrarse de nuevo vivo para vivir y hacer vivir. El Espíritu de Dios que habita en nosotros es siempre “dador de vida”.
     El Espíritu de Dios no está ausente de esta sociedad, aunque lo reprimamos, lo encubramos o no le prestemos atención alguna. Él sigue trabajando silenciosamente a los hombres en lo más profundo de su corazón.

1 comentario:

  1. Jesús antes de su ascensión al Padre hizo dos promesas muy importantes a sus discípulos: por una parte, que permanecería con, en y entre ellos hasta el final de los siglos (Mt 28,20); y por otra, que les enviaría desde el Padre al Espíritu Santo, que sería para ellos el Consolador, el que llevaría a plenitud lo que Jesús mismo había comenzado, recordándoles lo que Él les había revelado (Jn 14,26).
    Tras las ascensión de Jesús, los discípulos volvieron a Jerusalén. Allí esperarían el cumplimiento de la promesa del Espíritu. “Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés” (Hch 2,1). En la sala donde se tuvo la última Cena (Lc 22,12), solían reunirse, eran concordes, y oraban con algunas mujeres y con María (Hch 1,14). La tradición cristiana siempre ha visto esta escena como el prototipo de la espera del Espíritu. La Madre de Jesús –y de los discípulos que engendró al pie de la Cruz del Señor (Jn19,27)–, era una mujer que sabía de la fidelidad de Dios, de cómo Él hace posible lo que para nosotros es imposible (Lc 1,37); era una mujer creyente que había aprendido a guardar en su corazón todo lo que Dios le manifestaba (Lc 2,51). Ella era, y sigue siendo, la que reunía a la Iglesia.
    A diferencia de la torre de Babel, con la que los hombres trataban de construir su propia maravilla (Gén 11,1-9) para conquistar a ese Dios que no pudieron arrebatar comiendo la fruta prohibida del jardín del Edén (Gén 3,1-19), ahora en Jerusalén ocurría lo contrario: que las maravillas que se escuchaban eran las de Dios, y que lejos de ser víctimas de la confusión, aun hablando lenguas distintas, eran las justas y necesarias para entenderse.
    Efectivamente, se trataba de hacer entender en todos los lenguajes lo que maravillosamente Dios había dicho y hecho. La misión de la Iglesia es continuar la de Jesús: “como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (Jn 20,21). Los discípulos de Jesús que formamos su Iglesia, como miembros de su “cuerpo” (1Cor 12,12), desde nuestras cualidades y dones, en nuestro tiempo y en nuestro lugar, estamos llamados a continuar lo que Jesús comenzó. El Espíritu nos da su fuerza, su luz, su consejo, su sabiduría para que a través nuestro también puedan seguir escuchando hablar de las maravillas de Dios y asomarse a su proyecto de amor otros hombres, culturas, situaciones. El Espíritu “traduce” desde nuestra vida, aquel viejo y nuevo mensaje, aquel eterno anuncio de Buena Nueva. Esto fue y sigue siendo el milagro y el regalo de Pentecostés.
    + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm-Arzobispo de Oviedo

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