Catequesis sobre
el Sacramento de la Reconciliación.
De SS. Francisco, pp en la Audiencia
General del 23 febrero
Queridos hermanos y hermanas:
…El
Sacramento de la Reconciliación es un sacramento de curación, cuando voy a confesarme es para curarme,
curarme el alma, curarme el corazón, de algo que he hecho que no está
bien. El icono bíblico que mejor los expresa, en su profundo vínculo, es
el episodio del perdón y la curación del paralítico, donde el Señor Jesús se
revela al mismo tiempo médico de las almas y de los cuerpos (cf. Mc 2, 1-12 / Mt 9, 1-8; Lc 5,
17-26).
1. El sacramento de la Penitencia, de la Reconciliación, también nosotros lo llamamos de la Confesión, surge directamente del misterio pascual. De hecho, la misma noche de la Pascua, el Señor se apareció a los discípulos encerrados en el cenáculo, y, después de dirigirles el saludo “¡La paz con vosotros!”, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20, 21-23). Este pasaje nos revela la dinámica más profunda que contiene este Sacramento. En primer lugar, el hecho de que el perdón de nuestros pecados no es algo que podemos darnos a nosotros mismos. No puedo decir: “Me perdono los pecados”. El perdón se pide, se pide a Otro. Y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es el fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, un don del Espíritu Santo, que nos llena con el baño de misericordia y de gracia que fluye sin cesar del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado. En segundo lugar, nos recuerda que solo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los hermanos podemos estar verdaderamente en paz. Y esto lo hemos sentido todos en el corazón cuando nos vamos a confesar, con un peso en el alma, un poco de tristeza y cuando sentimos el perdón de Jesús estamos en paz, con esa paz en el alma tan bella que solo Jesús nos puede dar. ¡Sólo Él!
1. El sacramento de la Penitencia, de la Reconciliación, también nosotros lo llamamos de la Confesión, surge directamente del misterio pascual. De hecho, la misma noche de la Pascua, el Señor se apareció a los discípulos encerrados en el cenáculo, y, después de dirigirles el saludo “¡La paz con vosotros!”, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20, 21-23). Este pasaje nos revela la dinámica más profunda que contiene este Sacramento. En primer lugar, el hecho de que el perdón de nuestros pecados no es algo que podemos darnos a nosotros mismos. No puedo decir: “Me perdono los pecados”. El perdón se pide, se pide a Otro. Y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es el fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, un don del Espíritu Santo, que nos llena con el baño de misericordia y de gracia que fluye sin cesar del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado. En segundo lugar, nos recuerda que solo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los hermanos podemos estar verdaderamente en paz. Y esto lo hemos sentido todos en el corazón cuando nos vamos a confesar, con un peso en el alma, un poco de tristeza y cuando sentimos el perdón de Jesús estamos en paz, con esa paz en el alma tan bella que solo Jesús nos puede dar. ¡Sólo Él!
2.
Con el tiempo, la celebración de este sacramento ha pasado de una forma
pública, porque al principio se hacía públicamente… a
aquella forma reservada de la Confesión. Sin embargo, esto no debe hacernos
perder la matriz eclesial, que constituye el contexto vital. De hecho, la
comunidad cristiana es el lugar donde se hace presente el Espíritu, el cual
renueva los corazones en el amor de Dios y hace de todos los hermanos una cosa
sola, en Cristo Jesús. He aquí la razón por la que no basta pedir perdón al Señor en
la propia mente y en el propio corazón, sino
que es necesario confesar humildemente
y confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia. En la celebración de este sacramento,
el sacerdote no representa sólo a Dios, sino a toda la comunidad, que se
reconoce en la fragilidad de cada uno de sus miembros, que escucha conmovida su
arrepentimiento, que se reconcilia con él, que lo alienta y lo acompaña en el
camino de conversión y de maduración humana y cristiana.
Uno
puede decir: “Yo me confieso solo con Dios”. Sí, tú puedes decir Dios
perdóname, puedes decirle tus pecados, pero nuestros pecados son también contra
los hermanos, contra la Iglesia. Y por esto es necesario pedir perdón a la
Iglesia y a los hermanos en la persona del sacerdote. “Pero padre, me da
vergüenza”. También la vergüenza es buena, es saludable tener un poco de
vergüenza. Porque avergonzarse es saludable. Porque cuando una persona no tiene
vergüenza en mi país decimos que es un ‘sin vergüenza’. Pero la vergüenza también nos hace bien,
porque nos hace más humildes. Y el sacerdote recibe con amor y con ternura esta
confesión y en el nombre de Dios perdona. También desde el punto de vista
humano, para desahogarse es bueno hablar con el hermano y decir al sacerdote
estas cosas con son tan pesadas en mi corazón, y uno siente que se desahoga
ante Dios, con la Iglesia, con el hermano. ¡No
tengáis miedo de la Confesión! Uno,
cuando está en la cola para confesarse, siente todas estas cosas, incluso la vergüenza.
Pero cuando termina la confesión, sale libre, grande, hermoso, perdonado,
blanco, feliz. ¡Esto es lo hermoso de la confesión!...
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