¡OH BANQUETE
PRECIOSO Y ADMIRABLE!
El Hijo único de Dios, queriendo hacernos partícipes de su
divinidad, tomó nuestra naturaleza, a fin de que, hecho hombre, divinizase
a los hombres. Además, entregó por nuestra salvación todo cuanto tomó de
nosotros. Porque, por nuestra reconciliación, ofreció, sobre el altar de la
cruz, su cuerpo como víctima a Dios, su Padre, y derramó su sangre como precio de nuestra libertad y como baño
sagrado que nos da, para que fuésemos liberados de una miserable esclavitud y purificados de todos nuestros pecados.
Pero, a fin de que guardásemos por siempre jamás en nosotros la memoria
de tan gran beneficio, dejó a los
fieles, bajo la apariencia de pan y de vino, su cuerpo, para que fuese nuestro alimento, y su sangre, para que fuese
nuestra bebida.
¡Oh banquete precioso y admirable, banquete saludable y lleno de toda
suavidad! ¿Qué puede haber, en efecto, de más precioso que este banquete en el
cual no se nos ofrece, para comer, la carne de becerros o de machos cabríos,
como se hacía antiguamente, bajo la ley, sino al mismo Cristo, verdadero Dios?
No hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él se borran los pecados, se aumentan las
virtudes y se nutre el alma con la abundancia de todos los dones espirituales. Se
ofrece, en la Iglesia, por los vivos y por los difuntos, para que a todos
aproveche, ya que ha sido establecido para la salvación de todos.
Finalmente, nadie es capaz de expresar la suavidad de este sacramento,
en el cual gustamos la suavidad espiritual en su misma fuente y celebramos la
memoria del inmenso y sublime amor que Cristo mostró en su pasión. Por eso,
para que la inmensidad de este amor se imprimiese más profundamente en el
corazón de los fieles, en la última cena, cuando, después de celebrar la Pascua
con sus discípulos, iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este
sacramento como el memorial perenne de
su pasión, como el cumplimiento de las antiguas figuras y la más
maravillosa de sus obras; y lo dejó a los suyos como singular consuelo en las tristezas de su ausencia.
De los opúsculos
de santo Tomás de Aquino
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