JESUCRISTO,
REY CRUCIFICADO
Benedicto XVI, pp emérito
Benedicto XVI, pp emérito
El último
domingo del año litúrgico celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del
universo, una fiesta de institución relativamente reciente, pero que tiene
profundas raíces bíblicas y teológicas. El
título de «rey», referido a Jesús, es muy importante en los Evangelios y permite dar una lectura completa de su
figura y de su misión de salvación. Se puede observar una progresión al
respecto: se parte de la expresión «rey de Israel» y se llega a la de rey
universal, Señor del cosmos y de la historia; por lo tanto, mucho más allá de
las expectativas del pueblo judío.
En el centro
de este itinerario de revelación de la realeza de Jesucristo está, una vez más,
el misterio de su muerte y resurrección.
Cuando crucificaron a Jesús, los sacerdotes, los escribas y los ancianos se
burlaban de él diciendo: «Es el rey de Israel: que baje ahora de la cruz y
creeremos en él» (Mt 27,42). En realidad, precisamente porque era el Hijo de Dios,
Jesús se entregó libremente a su pasión, y la cruz es el signo paradójico de su
realeza, que consiste en la voluntad de amor de Dios Padre por encima de la
desobediencia del pecado. Precisamente ofreciéndose a sí mismo en el sacrificio
de expiación Jesús se convierte en el Rey del universo, como declarará él mismo
al aparecerse a los Apóstoles después de la resurrección: «Me ha sido dado todo
poder en el cielo y en la tierra» (Mt
28,18). Pero, ¿en qué consiste el «poder»
de Jesucristo Rey? No es el poder de los reyes y de los grandes de este mundo;
es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el
dominio de la muerte. Es el poder del
Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido,
llevar la paz al conflicto más violento, encender la esperanza en la oscuridad
más densa. Este Reino de la gracia nunca se impone y siempre respeta nuestra
libertad. Cristo vino «para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37)
-como declaró ante Pilato-: quien acoge su testimonio se pone bajo su
«bandera», según la imagen que gustaba a san Ignacio de Loyola. Por lo tanto,
es necesario -esto sí- que cada conciencia elija: ¿a quién quiero seguir? ¿A
Dios o al maligno? ¿La verdad o la mentira? Elegir a Cristo no garantiza el
éxito según los criterios del mundo, pero asegura la paz y la alegría que sólo
él puede dar. Lo demuestra, en todas las épocas, la experiencia de muchos
hombres y mujeres que, en nombre de Cristo, en nombre de la verdad y de la
justicia, han sabido oponerse a los halagos de los poderes terrenos con sus
diversas máscaras, hasta sellar su fidelidad con el martirio.
Queridos hermanos y hermanas, cuando el ángel Gabriel llevó el anuncio a
María, le predijo que su Hijo heredaría el trono de David y reinaría para
siempre (cf. Lc 1,32-33). Y la Virgen santísima creyó antes de darlo al mundo.
Sin duda se preguntó qué nuevo tipo de realeza sería el de Jesús, y lo
comprendió escuchando sus palabras y sobre todo participando íntimamente en el
misterio de su muerte en la cruz y de su resurrección. Pidamos a María que nos
ayude también a nosotros a seguir a Jesús, nuestro Rey, como hizo ella, y a dar
testimonio de él con toda nuestra existencia.
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