La esperanza de la resurrección
Lucas
20: 27-38
En aquel tiempo,
se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le
preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su
hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a
su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin
hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron
sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de
cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella».
Jesús les
contestó: «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados
dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán.
Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan
en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en
el episodio de la zarza, cuando llama al Señor «Dios de Abrahán, Dios de Isaac,
Dios de Jacob». No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos
están vivos».
Otras lecturas: 2Macabeos 7:1-2, 9-14; Salmo 16, 2Tesalonicenses
2:16–3:5
LECTIO:
Comencemos por los saduceos. Eran un grupo
religioso muy influyente en tiempos de Jesús. Era tal su poder, que dominaban
prácticamente el Templo y Jerusalén. Basaban toda su fe y su vida religiosa en
los cinco libros de Moisés, el Pentateuco, en el que se contiene toda la Ley. No
creían en la resurrección del cuerpo, doctrina que sostenían tanto Jesús como los
fariseos (Hechos
23:6-9).
Por eso, para intentar probar su opinión le plantean a Jesús aquella cuestión
absurda, basada en la “ley del levirato” (Deuteronomio 25:5-10). Si moría un
marido sin dejar herederos, se le exigía al hermano que se casara con la viuda
para conservar el patrimonio familiar.
Jesús responde que la vida de los resucitados no será la misma que la vida que vivimos en
la actualidad. Los ‘que merezcan llegar a aquel otro mundo’ serán semejantes a los ángeles y vivirán
para siempre (versículos
34-36).
Por lo tanto, no habrá necesidad de casarse ni de engendrar hijos para
perpetuar la estirpe. No se nos ofrecen más detalles respecto a la condición
del cuerpo resucitado. Lo que sí sabemos es que los discípulos reconocieron a
Jesús después de su resurrección, aun cuando otros, como los dos que iban camino
de Emaús, no le reconocieran inmediatamente (Lucas 24:13-35).
Jesús concluye su argumentación citando el
Éxodo, un libro cuya autoridad aceptaban los saduceos. Menciona a Moisés como
prueba de que los muertos resucitan a la vida. Cuando Dios le habla a Moisés
desde la zarza ardiente, se manifiesta como el Dios de Abraham, Isaac y Jacob (Éxodo 3:6).De este modo, se
nos presenta a los patriarcas como personas vivas. Los cristianos del siglo
primero debían de entender que los patriarcas no habían resucitado literalmente
de entre los muertos, pero ‘vivían’ con Dios a la espera de su resurrección definitiva.
Dios es un Dios de vivos, no de muertos.
MEDITATIO:
■ La resurrección es piedra angular
de la fe cristiana.
Si Jesús no resucitó de entre los
muertos, entonces no tendríamos ningún fundamento para esperar que haya una
vida después de la muerte. ¿Confías en esta esperanza? Lee el razonamiento de Pablo
en torno a la resurrección en 1 Corintios 15.
ORATIO:
Reza
con estos versículos de 2 Tesalonicenses, y presenta tus temores ante Dios: “Que
el mismo Señor Jesucristo, y Dios nuestro Padre, que en su bondad nos ha amado y nos ha dado consuelo eterno y
una buena esperanza, anime vuestro corazón y os mantenga firmes, para que todo
lo que digáis y hagáis sea bueno. Que el Señor os ayude a amar como Dios ama y
a tener en el sufrimiento la fortaleza de Cristo.” (2 Tesalonicenses
2:16-17, 3:5)
CONTEMPLATIO:
Considera esta exhortación de Filipenses 3:20-21: “Nosotros somos
ciudadanos del cielo y estamos esperando que del cielo venga el Salvador, el
Señor Jesucristo, que cambiará nuestro
cuerpo miserable en un cuerpo glorioso como el suyo. Y lo hará por medio
del poder que tiene para dominar todas las cosas”.
Se atisban ya los últimos paisajes evangélicos en el tram-tram de este viaje que hemos hecho a través de tantos domingos. Ha habido momentos que nos han permitido asomarnos a palabras y gestos de Jesús que al hilo de la vida se nos iban relatando. Así, de la mano de San Lucas el año litúrgico va llegando a su fin, y con él también su relato viajero de la subida de Jesús a Jerusalén, término de su vida terrestre. Por eso el tema que nos acompañará en estos tres últimos domingos de nuestro año cristiano, será el tema del paso a la vida nueva.
ResponderEliminarEs posible que algunas predicaciones sobre los “novísimos” (muerte, juicio, eternidad) se hayan hecho inadecuadamente, generando más un pánico temeroso que una esperanza serena. La Iglesia, fiel a la herencia de su Señor, no pretende acorralar entre miedos y amenazas la libertad del hombre. No obstante, no por ello puede callarse sobre la suerte feliz o infeliz que a todos nos espera en la tierra definitiva, en ese hogar del Padre Dios en el que Jesús nos ha preparado morada.
Pero no es lo mismo creer en la vida eterna que en la vida larga, y hoy se practica un frenético culto a la vida larga con toda una ascética casi religiosa: aerobic, herbolarios, dietas alimenticias, naturismo... todo lo cual, obviamente, está bien, pero deja de estarlo cuando achata el horizonte existencial del hombre, cuando reduce el aprecio y la pasión por la vida a una cuestión de estética o de cosmética. Confundir la felicidad con una fórmula antiarrugas o con un plan adelgazante, es cambiar la eternidad por la longevidad, la casa de Dios por el gimnasio o la sauna, la adhesión a la vida toda por el apego a la mocedad.
Habrá un momento de gran verdad para todos, un momento en el que se verificará (hacer la verdad) nuestra vida: el momento de la muerte. Entonces, desnudos de poses y de intereses creados, podremos verificar aquello que decía san Francisco: “somos lo que somos ante Dios, y nada más” (Admonición 19).
La eternidad ya ha comenzado para nosotros al ser llamados a la vida. Somos inmortales. Vivir teniendo presente este momento significa vivir con la voluntad de no querer improvisarlo como quien se resiste ante un encuentro indeseado pero inevitable. Más bien es vivir en lo cotidiano siendo lo que somos en la mente y en el corazón de Dios, es decir, realizando su diseño, su designio sobre nosotros, su proyecto sobre todos y cada uno. Nuestro corazón nos reclama que las cosas más bellas, las más amadas, empezando por la misma vida y el mismo amor, no tengan ocaso. Este es nuestro destino feliz, bienaventurado y dichoso, que ha comenzado ya aunque todavía no haya llegado a su plena manifestación. Pero en el intermedio y entremés de nuestra biografía, oteamos el final que nos aguarda, ese que coincidirá con el encuentro con ese Dios de vivos y no de muertos que nos espera y sale a nuestro encuentro para que eternamente vivamos con Él.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm.
Arzobispo de Oviedo