TIEMPO LITÚRGICO

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sábado, 16 de noviembre de 2013

La transmisión de la fe en la familia (I)

*      La transmisión de la fe forma parte del proceso global de la evangelización pero sin confundirse con él. Puede estar presente en cualquier momento de este proceso, pero se distingue de otras actividades específicas como la catequesis, la liturgia o la oración. Dicha transmisión tiene en cuenta los agentes, los destinatarios, los fines propios, los contenidos fundamentales, los modos y medios posibles, así como los ámbitos competentes en la educación cristiana. En una primera aproximación, pretendemos ofrecer los rasgos básicos que identifican y distinguen el despertar religioso en la familia, la acción catequética en la parroquia y la enseñanza religiosa en la escuela; en consecuencia, aquellos elementos que contribuyen y facilitan un trabajo común de coordinación.

El despertar religioso en la familia

     La fe necesita un clima y, para la gran mayoría, la familia es el ámbito en el que las complejas relaciones, que establecemos en la vida cotidiana, afectan a lo más profundo de nuestra persona, porque tocan directamente lo más íntimo de nosotros mismos. Los valores más profundos y los bienes más valiosos los compartimos en el marco de la vida familiar. Es ahí donde estamos llamados a compartir el tesoro de la fe. Muchos podemos afirmar que en nuestra familia aprendimos a rezar y a fiarnos de Dios. Hoy es necesario, antes que nada, cuidar en las familias el despertar religioso de los hijos y acompañar adecuadamente los pasos sucesivos del crecimiento de la fe.

La familia, primera escuela e iglesia doméstica

    En efecto, la familia es la primera escuela y la «iglesia doméstica». Los padres son los principales y primeros educadores. Ellos son el espejo en el que se miran los niños y adolescentes. Ellos son los testigos de la verdad, el bien y el amor; de ahí su gran responsabilidad en el crecimiento armónico de sus hijos. La iniciación en la fe cristiana es recibida por los hijos como la transmisión de un tesoro que sus padres les entregan, y de un misterio que progresivamente van reconociendo como suyo y muy valioso. Los padres son maestros porque son testimonio vivo de un amor que busca siempre lo mejor para sus hijos, fiel reflejo del amor que Dios siente por ellos. La familia cristiana se constituye así en ámbito privilegiado donde el niño se abre al misterio de la transcendencia, se inicia en el conocimiento de Dios, comienza a acoger su Palabra y a reconocer las formas de vida de los que creen en Jesús y forman la Iglesia.
     Los acontecimientos más importantes de la vida familiar, especialmente las fiestas cristianas, cobran un valor trascendente para el sentido religioso de la vida. De ahí que a las familias les esté encomendada esta gran misión en el despertar religioso de los hijos: «Uno de los campos en los que la familia es insustituible es ciertamente el de la educación religiosa, gracias a la cual la familia crece como “Iglesia doméstica”»[22]. La experiencia de amor gratuito de los padres, que ofrecen de manera incondicional a sus hijos la propia vida, prepara ya para que el don de la fe, recibido en el bautismo, se desarrolle de manera adecuada. Se «dispone así a la persona para que pueda conocer y acoger el amor de Dios Padre manifestado en Jesucristo, y a construir la vida familiar en torno al Señor, presente en el hogar por la fuerza del sacramento»[23].

     La propia vivencia de fe en la familia, como testimonio cristiano, será el medio educativo más eficaz para suscitar y acompañar en el crecimiento de esa fe a los hijos, pues en la familia cristiana se dan las condiciones adecuadas para que se pueda vivir la fe en el día a día. Es la misma fe celebrada en los sacramentos, que son acontecimientos significativos en la historia de la familia, de modo especial la Eucaristía dominical, y en la oración, expresión de fe y ayuda a la integración de fe y vida[24].


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