"Tú eres mi hijo
amado, el predilecto"
Benedicto
XVI, pp.
Queridos hermanos y hermanas:
Con la fiesta del Bautismo del Señor, concluye el tiempo de Navidad. La
liturgia nos propone el relato del bautismo de Jesús en el Jordán según la
redacción de san Lucas (cf. Lc 3,15-16.21-22). El evangelista narra que, mientras Jesús estaba en oración, después de
recibir el bautismo entre las numerosas personas atraídas por la predicación
del Precursor, se abrió el cielo y, en forma de paloma, bajó sobre él el
Espíritu Santo. En ese momento resonó una voz de lo alto: «Tú eres mi Hijo, el
amado, el predilecto» (Lc 3,22).
Todos los evangelistas,
aunque con matices diversos, recuerdan y
ponen de relieve el bautismo de Jesús en el Jordán. En efecto, formaba
parte de la predicación apostólica, ya que constituía el punto de partida de
todo el arco de los hechos y de las palabras de que los Apóstoles debían dar
testimonio (cf. Hch 1,21-22; 10,37-41). La comunidad apostólica lo consideraba muy importante, no sólo porque en
aquella circunstancia, por primera vez en la historia, se había producido la manifestación del misterio trinitario
de manera clara y completa, sino también porque desde aquel acontecimiento se
había iniciado el ministerio público de Jesús por los caminos de Palestina.
El bautismo de Jesús en el Jordán es anticipación de su bautismo de sangre en la cruz, y también es símbolo de toda la actividad sacramental con la que el Redentor llevará a cabo la salvación de la humanidad. Por eso la tradición patrística se interesó mucho por esta fiesta, la más antigua después de la Pascua. «Cristo es bautizado -canta la liturgia de hoy- y el universo entero se purifica; el Señor nos obtiene el perdón de los pecados: limpiémonos todos por el agua y el Espíritu» (Antífona del Benedictus, oficio de Laudes).
Hay una íntima correlación entre el bautismo de Cristo y nuestro bautismo. En el Jordán se abrió el cielo (cf. Lc 3,21) para indicar que el Salvador nos ha abierto el camino de la salvación, y nosotros podemos recorrerlo precisamente gracias al nuevo nacimiento «de agua y de Espíritu» (Jn 3,5), que se realiza en el bautismo. En él somos incorporados al Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, morimos y resucitamos con él, nos revestimos de él, como subraya repetidamente el apóstol san Pablo (cf. 1 Co 12,13; Rm 6,3-5; Ga 3,27).
El bautismo de Jesús en el Jordán es anticipación de su bautismo de sangre en la cruz, y también es símbolo de toda la actividad sacramental con la que el Redentor llevará a cabo la salvación de la humanidad. Por eso la tradición patrística se interesó mucho por esta fiesta, la más antigua después de la Pascua. «Cristo es bautizado -canta la liturgia de hoy- y el universo entero se purifica; el Señor nos obtiene el perdón de los pecados: limpiémonos todos por el agua y el Espíritu» (Antífona del Benedictus, oficio de Laudes).
Hay una íntima correlación entre el bautismo de Cristo y nuestro bautismo. En el Jordán se abrió el cielo (cf. Lc 3,21) para indicar que el Salvador nos ha abierto el camino de la salvación, y nosotros podemos recorrerlo precisamente gracias al nuevo nacimiento «de agua y de Espíritu» (Jn 3,5), que se realiza en el bautismo. En él somos incorporados al Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, morimos y resucitamos con él, nos revestimos de él, como subraya repetidamente el apóstol san Pablo (cf. 1 Co 12,13; Rm 6,3-5; Ga 3,27).
Por tanto, del bautismo brota el compromiso de «escuchar» a Jesús, es
decir, de creer en él y seguirlo dócilmente, cumpliendo su voluntad. De este
modo cada uno puede tender a la santidad, una meta que, como recordó el
concilio Vaticano II, constituye la vocación de todos los bautizados. Que María, la Madre del Hijo predilecto de
Dios, nos ayude a ser siempre fieles a nuestro bautismo.
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