En el año de la
fe
EL
FORTALECIMIENTO DE LA FE DE
LOS CRISTIANOS (IV)
(Conferencia con
ocasión del 225º aniversario de la erección de la Parroquia de San José, de los
extramuros de Cádiz - 19-IV-2012)
Rvdº.P. Juan Antonio Paredes Muñoz
5.- ¿Es razonable creer en Dios en el siglo XXI?
En realidad no fue Kant sino la Biblia quien le dijo al
hombre que tenga siempre el coraje de pensar: que investigue la verdad de cada
ser para integrarle en un proyecto libre y armonioso, [1]
y que ponga nombre a cada viviente y a cada cosa. [2]
El ser humano tiene inteligencia y es libre. Por ello, también cuando se trata
de la opción de fe en Dios, el hombre tiene que actuar de forma responsable,
atreviéndose a analizar el por qué de sus decisiones, a plantear preguntas y a
no soslayar ninguna respuesta, por engorrosa que resulte. Pues únicamente así,
cuando está iluminada por el ejercicio de la razón, la decisión final de cada
uno será un acto de libertad responsable.
5.1. La gran cuestión de los cristianos es Dios. Dios ha sido siempre la gran
cuestión con la que el teólogo ha tenido que luchar abiertamente. Y es también
el problema central para el creyente y para el teólogo de nuestros días. El
fenómeno de la increencia, en franca expansión, manifiesta una cierta
incapacidad del hombre contemporáneo para contemplar y para acoger al Misterio.
Es como si hubiera quedado cautivo dentro de los límites de la inmanencia, y se
le hubieran cerrado todas las ventanas hacia el Fundamento Incondicional de
cuanto existe.
Estos años pasados, el diálogo con los
no-creyentes nos ha llevado a buscar lugares de encuentro y de colaboración. Y
se trata ciertamente de un logro valioso. Hemos hallado estos puntos de
encuentro en el campo de la antropología, en el campo de la ética y en el campo
de la acción política. Junto con muchos humanistas no-creyentes, los cristianos
hemos puesto de relieve, con obras y con palabras, nuestra admiración por el
hombre y por su tarea de re-crear la historia; nuestra defensa activa y eficaz
de los derechos humanos; nuestro esfuerzo por abatir toda dictadura y por ganar
espacios de libertad para la persona; nuestra apuesta por una cultura y una
civilización de la no-violencia; nuestro amor a la naturaleza y nuestra defensa
de la misma. Ha sido un esfuerzo muy positivo y un logro que debemos mantener
también hoy.
Pero
me pregunto si no hemos caído en cierto olvido de Dios y si, a causa de este
olvido, no hemos perdido profundidad evangélica. Para hacernos aceptables al
no-creyente, hemos silenciado los aspectos más escandalosos y más específicos
de la fe. Y el mayor escándalo de la fe es precisamente Dios. Tal vez no
caemos en la cuenta de que nuestra mejor y más hermosa aportación a la cultura
actual es hablar con Dios y hablar de Dios. Pero hablar de Dios como testigos,
con la autoridad moral de quien "ha visto y oído". Pues de lo
contrario, lo que presentamos como fe termina por convertirse en una moral, en
una ideología o en una estrategia política más.
Dios no nos distancia de nuestro contexto cultural sino que
contribuye a dar hondura y riqueza a nuestro pensamiento. Muy lejos de
dificultar el diálogo, es El quien le hace suregente y posible. Como ha escrito
Urs von Balthasar,
"el no preguntarse siempre, el
consiguiente olvido de Dios en que han incurrido los judíos y luego los
cristianos (y dentro de la
Iglesia , el olvido de Dios de los teólogos, del clero) lleva
consigo la responsabilidad por el olvido del Ser que ha ocurrido en los
paganos, en los cristianos que no quieren ya preguntarse por el sentido de lo
que estudian. Cuando la pregunta desaparece, cuando la mediación de la Filosofía entre la
ciencia y la teología falta, el diálogo entre mundo y cristianismo se hace
imposible."[3]
Mi propuesta, entiéndase bien, no es la de renunciar al
diálogo con el no-creyente. No se trata de apartarnos de la historia, en la que
Dios se ha encarnado, y en la que hay que practicar la fe y la fraternidad;
tampoco, de dejar de trabajar activamente en defensa de la justicia y de los
derechos humanos, que son parte integrante del Evangelio; [4]
y mucho menos de abandonar a los marginados a su suerte, esperando que Dios
realice lo que es tarea nuestra; y mucho menos, de refugiarnos en un culto
intimista y vacío. Lo que pretendo es invitar a todos a recuperar nuestras
raíces: a adentrarnos en el Misterio de Dios y ofrecer nuestro testimonio
creyente a quienes buscan con honestidad.
Pienso que, en nuestra
vida y en nuestras comunidades, hay un déficit muy notable de
experiencia de Dios y de proclamación de Dios. Y así mismo, un gran déficit
de vida sacramental, en medio de una inflación de prácticas rituales.
Verdaderamente Dios es la gran cuestión para el creyente y para el
evangelizador de nuestros días.
5.2. Podemos llegar a tener una certeza moral
de su existencia. Al mismo tiempo que necesitamos la experiencia de
Dios, tenemos que saber dar razón de por qué creemos en Dios. Pues de las dos cuestiones que se planteó la Filosofía antigua, la
medieval y, en gran medida, también la moderna -An Deus sit?; Quid
Deus sit? (¿Existe Dios? ¿Quién es Dios?)- la más grave y fundamental, hoy,
es la primera: ¿Existe Dios? O con mayor radicalidad todavía: la pregunta sobre
Dios, ¿es una pregunta legítima? ¿Tiene sentido preguntarse por Dios? [5].
¿No es Dios "alguien" que nos resuelve una serie de problemas
ficticios que no tendríamos si nos olvidáramos de la cuestión de Dios?
Cuando digo "Dios", hablo del Misterio que todo lo
funda y que todo lo sostiene; del Misterio inefable. Cierto es que nadie puede
probarme o demostrarme que existe Dios, pero tampoco nadie puede probarme o
demostrarme que Dios no existe. Porque Dios no es objeto de demostración,
en sentido fuerte de este término. Sin embargo, la razón puede llevarme a un certeza
moral de su existencia "más allá" de lo verificable. El hace
posible al mundo, pero no es un objeto más junto al mundo, que nosotros podamos
ver o tocar o demostrar. El hace posible nuestra libertad, nuestra inteligencia
y nuestra capacidad de amar, pero ni cabe en nuestro pensamiento ni nuestra
imaginación puede darle un rostro. Es el
Misterio inabarcable, que todo lo funda y lo sostiene, y a su lado, "las
naciones son como gotas de agua en un cubo, como granos de arena en la balanza;
los pueblos todos, como polvo que se agita". [6]
Cuando el hombre analiza detenidamente el conjunto de lo
real, descubren muchas razones para creer. Cierto que ninguna de ellas, cuando
se la contempla por separado, es decisiva; pero la convergencia de todas ellas
consigue dar al conjunto una fuerza de convicción formidable. Sucede con ellas
algo semejante a lo que acontece con el conjunto de hilos frágiles que componen
la maroma que mantiene amarrado al buque en el puerto: también ella, tan
formidablemente sólida, es el resultado de hilos que, cuando se los contempla
de uno en uno y por separado, son muy finos y muy frágiles. [7]
Por eso decimos que creer en Dios es una opción personal razonable
y bien fundada: porque se apoya en diversos motivos capaces de ser
analizados y "vistos" por la razón y que, consideradas en su
conjunto, suscitan en el ánimo del sujeto una sólida certeza moral. Aunque no
podemos demostrar -en el sentido que
tiene este término en el campo de la ciencia- que Dios existe ni tampoco quién
es Dios, podemos mostrarle. Como dice el Vaticano I, podemos
conocerle con la luz de la razón. Pues tenemos argumentos intelectualmente
serios para detectar su presencia y para invitarnos a permanecer a la espera,
pues es El quien se nos adelanta siempre y quien nos sale al encuentro por el
camino de la razón.
El hecho de Dios no se imponga, sino que sólo se nos dé a
conocer con certeza moral, explica por qué somos libres de acoger y de
rechazar la fe, que es ofrenda divina de amistad y regalo gratuito. La
libertad de la fe quiere decir que nadie ni nada nos la impone. Como hemos
visto más arriba, creer en Dios -al
igual que creer en un amigo- es confiar en El y ponerse en sus manos. Y sabemos
que la confianza es un acto de libertad y una forma de amor; es una decisión
personal soberana, que se fragua en el trato con el otro.
Y al no ser el resultado de una evidencia de la razón sino el
fruto de una decisión libre de la persona, la fe tiene siempre una gran dosis
de oscuridad. Pero tal oscuridad no debe confundirse con la duda de
quien no termina de fiarse. Se parece más bien al deslumbramiento que provoca
en nosotros el exceso de luz. Igual que nos sucede cuando miramos de frente al
sol de media mañana.
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