TIEMPO LITÚRGICO

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sábado, 12 de enero de 2013


En el año de la fe


EL FORTALECIMIENTO DE LA FE DE LOS CRISTIANOS (IV)

(Conferencia con ocasión del 225º aniversario de la erección de la Parroquia de San José, de los extramuros de Cádiz - 19-IV-2012)

Rvdº.P. Juan Antonio Paredes Muñoz


5.- ¿Es razonable creer en Dios en el siglo XXI?

            En realidad no fue Kant sino la Biblia quien le dijo al hombre que tenga siempre el coraje de pensar: que investigue la verdad de cada ser para integrarle en un proyecto libre y armonioso, [1] y que ponga nombre a cada viviente y a cada cosa. [2] El ser humano tiene inteligencia y es libre. Por ello, también cuando se trata de la opción de fe en Dios, el hombre tiene que actuar de forma responsable, atreviéndose a analizar el por qué de sus decisiones, a plantear preguntas y a no soslayar ninguna respuesta, por engorrosa que resulte. Pues únicamente así, cuando está iluminada por el ejercicio de la razón, la decisión final de cada uno será un acto de libertad responsable.

5.1. La gran cuestión de los cristianos es Dios. Dios ha sido siempre la gran cuestión con la que el teólogo ha tenido que luchar abiertamente. Y es también el problema central para el creyente y para el teólogo de nuestros días. El fenómeno de la increencia, en franca expansión, manifiesta una cierta incapacidad del hombre contemporáneo para contemplar y para acoger al Misterio. Es como si hubiera quedado cautivo dentro de los límites de la inmanencia, y se le hubieran cerrado todas las ventanas hacia el Fundamento Incondicional de cuanto existe.
   Estos años pasados, el diálogo con los no-creyentes nos ha llevado a buscar lugares de encuentro y de colaboración. Y se trata ciertamente de un logro valioso. Hemos hallado estos puntos de encuentro en el campo de la antropología, en el campo de la ética y en el campo de la acción política. Junto con muchos humanistas no-creyentes, los cristianos hemos puesto de relieve, con obras y con palabras, nuestra admiración por el hombre y por su tarea de re-crear la historia; nuestra defensa activa y eficaz de los derechos humanos; nuestro esfuerzo por abatir toda dictadura y por ganar espacios de libertad para la persona; nuestra apuesta por una cultura y una civilización de la no-violencia; nuestro amor a la naturaleza y nuestra defensa de la misma. Ha sido un esfuerzo muy positivo y un logro que debemos mantener también hoy.
        Pero me pregunto si no hemos caído en cierto olvido de Dios y si, a causa de este olvido, no hemos perdido profundidad evangélica. Para hacernos aceptables al no-creyente, hemos silenciado los aspectos más escandalosos y más específicos de la fe. Y el mayor escándalo de la fe es precisamente Dios. Tal vez no caemos en la cuenta de que nuestra mejor y más hermosa aportación a la cultura actual es hablar con Dios y hablar de Dios. Pero hablar de Dios como testigos, con la autoridad moral de quien "ha visto y oído". Pues de lo contrario, lo que presentamos como fe termina por convertirse en una moral, en una ideología o en una estrategia política más.
        Dios no nos distancia de nuestro contexto cultural sino que contribuye a dar hondura y riqueza a nuestro pensamiento. Muy lejos de dificultar el diálogo, es El quien le hace suregente y posible. Como ha escrito Urs von Balthasar,

        "el no preguntarse siempre, el consiguiente olvido de Dios en que han incurrido los judíos y luego los cristianos (y dentro de la Iglesia, el olvido de Dios de los teólogos, del clero) lleva consigo la responsabilidad por el olvido del Ser que ha ocurrido en los paganos, en los cristianos que no quieren ya preguntarse por el sentido de lo que estudian. Cuando la pregunta desaparece, cuando la mediación de la Filosofía entre la ciencia y la teología falta, el diálogo entre mundo y cristianismo se hace imposible."[3]

        Mi propuesta, entiéndase bien, no es la de renunciar al diálogo con el no-creyente. No se trata de apartarnos de la historia, en la que Dios se ha encarnado, y en la que hay que practicar la fe y la fraternidad; tampoco, de dejar de trabajar activamente en defensa de la justicia y de los derechos humanos, que son parte integrante del Evangelio; [4] y mucho menos de abandonar a los marginados a su suerte, esperando que Dios realice lo que es tarea nuestra; y mucho menos, de refugiarnos en un culto intimista y vacío. Lo que pretendo es invitar a todos a recuperar nuestras raíces: a adentrarnos en el Misterio de Dios y ofrecer nuestro testimonio creyente a quienes buscan con honestidad.

         Pienso que, en nuestra vida y en nuestras comunidades, hay un déficit muy notable de experiencia de Dios y de proclamación de Dios. Y así mismo, un gran déficit de vida sacramental, en medio de una inflación de prácticas rituales. Verdaderamente Dios es la gran cuestión para el creyente y para el evangelizador de nuestros días.

5.2. Podemos llegar a tener una certeza moral de su existencia. Al mismo tiempo que necesitamos la experiencia de Dios, tenemos que saber dar razón de por qué creemos en Dios.  Pues de las dos cuestiones que se planteó la Filosofía antigua, la medieval y, en gran medida, también la moderna -An Deus sit?; Quid Deus sit? (¿Existe Dios? ¿Quién es Dios?)- la más grave y fundamental, hoy, es la primera: ¿Existe Dios? O con mayor radicalidad todavía: la pregunta sobre Dios, ¿es una pregunta legítima? ¿Tiene sentido preguntarse por Dios? [5]. ¿No es Dios "alguien" que nos resuelve una serie de problemas ficticios que no tendríamos si nos olvidáramos de la cuestión de Dios?  
        Cuando digo "Dios", hablo del Misterio que todo lo funda y que todo lo sostiene; del Misterio inefable. Cierto es que nadie puede probarme o demostrarme que existe Dios, pero tampoco nadie puede probarme o demostrarme que Dios no existe. Porque Dios no es objeto de demostración, en sentido fuerte de este término. Sin embargo, la razón puede llevarme a un certeza moral de su existencia "más allá" de lo verificable. El hace posible al mundo, pero no es un objeto más junto al mundo, que nosotros podamos ver o tocar o demostrar. El hace posible nuestra libertad, nuestra inteligencia y nuestra capacidad de amar, pero ni cabe en nuestro pensamiento ni nuestra imaginación puede darle un rostro.  Es el Misterio inabarcable, que todo lo funda y lo sostiene, y a su lado, "las naciones son como gotas de agua en un cubo, como granos de arena en la balanza; los pueblos todos, como polvo que se agita". [6]
        Cuando el hombre analiza detenidamente el conjunto de lo real, descubren muchas razones para creer. Cierto que ninguna de ellas, cuando se la contempla por separado, es decisiva; pero la convergencia de todas ellas consigue dar al conjunto una fuerza de convicción formidable. Sucede con ellas algo semejante a lo que acontece con el conjunto de hilos frágiles que componen la maroma que mantiene amarrado al buque en el puerto: también ella, tan formidablemente sólida, es el resultado de hilos que, cuando se los contempla de uno en uno y por separado, son muy finos y muy frágiles.  [7]
        Por eso decimos que creer en Dios es una opción personal razonable y bien fundada: porque se apoya en diversos motivos capaces de ser analizados y "vistos" por la razón y que, consideradas en su conjunto, suscitan en el ánimo del sujeto una sólida certeza moral. Aunque no podemos demostrar  -en el sentido que tiene este término en el campo de la ciencia- que Dios existe ni tampoco quién es Dios, podemos mostrarle. Como dice el Vaticano I, podemos conocerle con la luz de la razón. Pues tenemos argumentos intelectualmente serios para detectar su presencia y para invitarnos a permanecer a la espera, pues es El quien se nos adelanta siempre y quien nos sale al encuentro por el camino de la razón.
        El hecho de Dios no se imponga, sino que sólo se nos dé a conocer con certeza moral, explica por qué somos libres de acoger y de rechazar la fe, que es ofrenda divina de amistad y regalo gratuito. La libertad de la fe quiere decir que nadie ni nada nos la impone. Como hemos visto más arriba, creer en Dios  -al igual que creer en un amigo- es confiar en El y ponerse en sus manos. Y sabemos que la confianza es un acto de libertad y una forma de amor; es una decisión personal soberana, que se fragua en el trato con el otro.
        Y al no ser el resultado de una evidencia de la razón sino el fruto de una decisión libre de la persona, la fe tiene siempre una gran dosis de oscuridad. Pero tal oscuridad no debe confundirse con la duda de quien no termina de fiarse. Se parece más bien al deslumbramiento que provoca en nosotros el exceso de luz. Igual que nos sucede cuando miramos de frente al sol de media mañana.



    [1] Cfr Gn 1,26-31.
    [2] Cfr Gn 2,28-20.
    [3] H.URS VON BALTHASAR, El olvido de Dios y los cristianos, en AAVV., El Ateísmo en nuestro tiempo (Barcelona 1967) pg. 126.
    [4] Cfr PABLO VI, Evangelii nuntiandi, 31.
    [5] Cfr J. ALFARO, De la cuestión de Dios a la cuestión del hombre, Salamanca 1988, pgs 13-28.
    [6] Is 40,15.
    [7] Cfr. J.H.NEWMAN, El asentimiento religioso (Barcelona 1960).

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