TIEMPO LITÚRGICO

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domingo, 6 de enero de 2013


Epifanía del Señor

Benedicto XVI, pp.




Queridos hermanos y hermanas:
     La solemnidad de la Epifanía celebra la manifestación de Cristo a los Magos, acontecimiento al que san Mateo da gran relieve (cf. Mt 2,1-12). Narra en su evangelio que algunos «Magos» llegaron a Jerusalén guiados por una «estrella», un fenómeno celeste luminoso que interpretaron como señal del nacimiento de un nuevo rey de los judíos. Nadie en la ciudad sabía nada; más aún, Herodes, el rey que ocupaba el trono, se turbó fuertemente con la noticia y concibió el trágico plan de la «matanza de los inocentes» para eliminar al rival recién nacido.
     Los Magos, en cambio, se fiaron de las sagradas Escrituras, en particular de la profecía de Miqueas, según la cual el Mesías nacería en Belén, la ciudad de David, situada aproximadamente diez kilómetros al sur de Jerusalén (cf. Mi 5,1). Al ponerse en camino en esa dirección, vieron de nuevo la estrella y, llenos de alegría, la siguieron hasta que se detuvo encima de una cabaña. Entraron y encontraron al Niño con María; se postraron ante él y, rindiendo homenaje a su dignidad real, le ofrecieron oro, incienso y mirra.

   ¿Por qué este acontecimiento es tan importante? Porque con él comenzó a realizarse la adhesión de los pueblos paganos a la fe en Cristo, según la promesa hecha por Dios a Abraham, que nos refiere el libro del Génesis: «Por ti serán bendecidos todos los linajes de la tierra» (Gn 12,3). Por tanto, si María, José y los pastores de Belén representan al pueblo de Israel que acogió al Señor, los Magos son, en cambio, las primicias de los gentiles, llamados también ellos a formar parte de la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, que ya no se basa en la homogeneidad étnica, lingüística o cultural, sino sólo en la fe común en Jesús, Hijo de Dios. Por eso, la Epifanía de Cristo es al mismo tiempo epifanía de la Iglesia, es decir, manifestación de su vocación y misión universal.





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