« ALEGRAOS, VUESTRA RECOMPENSA SERÁ GRANDE EN
EL CIELO»
Mt. 5.1-12ª
En aquel tiempo, al
ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron
sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:
Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Otras
Lecturas: Apocalipsis 7,2-4.9-14; Salmo 23; 1Juan 3,1-3
El sermón de la montaña que
escucharemos este domingo, no es sino la primera entrega de este volver a
"decirse" de Dios en la boca de su Hijo, el bien-amado que hemos de
escuchar.
Produce una sensación
extraña ir escuchando estas ocho formas de felicidad que
son las bienaventuranzas. Pero ¿puede hablarse hoy de felicidad... de una
felicidad verdadera y duradera? ¿No hay demasiadas contraindicaciones,
demasiados dramas y oscuridades que nos rebozan su desmentido? Jesús hablará de
la felicidad de los pobres de espíritu (los humildes en sentido bíblico), de la
felicidad de los afligidos, la de los mansos, la de los hambrientos y
sedientos, de la felicidad de los misericordiosos, de la felicidad de los
limpios de corazón, la de los pacíficos, la de los perseguidos por la
justicia... Y por si fuera poco provocativo su mensaje, Jesús añadirá todavía
una felicidad más desconcertante aún: la de los que sufrirán insultos,
persecución y maledicencia por causa de Él [...]
No os engañéis más, no os
acostumbréis a lo malo y a lo deforme, porque nacisteis para la bondad y la
belleza. Y san Agustín dirá: "nos hiciste, Señor, para ti e
inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en ti". (+ Fr. Jesús Sanz
Montes, ofm. Arzobispo de
Oviedo).
Los dos primeros días del
mes de noviembre constituyen para todos nosotros un intenso momento de fe, de
oración y reflexión sobre las «cosas últimas» de la vida. En
efecto, celebrando a Todos los santos y conmemorando a Todos los fieles
difuntos, la Iglesia peregrina en la tierra vive y expresa en la
liturgia el vínculo espiritual que la une a la Iglesia del cielo. Hoy
alabamos a Dios por la multitud innumerable de santos y santas de todos los
tiempos: hombres y mujeres comunes, sencillos, a veces «últimos» para el mundo,
pero «primeros» para Dios. Al mismo tiempo, recordamos a nuestros queridos
difuntos visitando los cementerios: es motivo de gran consuelo pensar que ellos
están en compañía de la Virgen María, de los Apóstoles, de los mártires y de
todos los santos y santas del paraíso. (Papa Francisco)
La solemnidad de hoy nos ayuda a
considerar una verdad fundamental de la fe cristiana, que profesamos en el
«Credo»: la comunión de los santos. ¿Qué significa la comunión de los santos? Es
la comunión que nace de la fe y une a todos los que pertenecen a Cristo, en
virtud del Bautismo. Se trata de una unión espiritual —¡todos estamos unidos! —
que la muerte no rompe, sino que prosigue en la otra vida. En efecto, subsiste
un vínculo indestructible entre nosotros, los que vivimos en este mundo, y
cuantos cruzaron el umbral de la muerte. Nosotros,
aquí abajo en la tierra, junto con aquellos que entraron en la
eternidad, formamos una sola y gran familia. Se mantiene esta
familiaridad. (Papa Francisco)
En la gran asamblea de los santos, Dios ha
querido reservar el primer lugar a la
Madre de Jesús. María está en el centro de la comunión de los santos, como
protectora especial del vínculo de la Iglesia universal con Cristo, del vínculo
de la familia... (Papa Francisco)
Padre santo, tú nos has llamado hijos tuyos. Hijo justo del Padre, ayúdanos a imitar tu única filiación y haznos capaces de confiarnos al Padre. Espíritu de justicia y de santidad, infunde en nuestro corazón la capacidad de escuchar la voz del Padre que nos llama hijos suyos amados.
Espíritu
Santo, Maestro interior, Promesa de Jesús…
Muéstranos
el futuro que les aguarda a los que lloran,
a los que lo han perdido todo, a los que tienen hambre…
«Subió
al monte y les enseñaba diciendo: Bienaventurados…»
No es fácil tampoco hoy el
sermón de las bienaventuranzas, no
porque nuestro corazón no se reconozca en ellas, sino porque
nos parecen tan imposibles, tan distantes estamos de ellas,
que la Palabra de Jesús nos resulta como nombrar la soga en la casa del
ahorcado: o ¿es que no duele su mensaje de humildad, de mansedumbre, de paz, de
limpieza, de misericordia... cuando seguimos empeñados -cada
cual a su nivel correspondiente- en construir, en fomentar, en subvencionar un
mundo que es arrogante, agresivo, violento, sucio, intolerante?
Por esto son difíciles de escuchar las
bienaventuranzas, porque nos ponen de nuevo ante la verdad para
la que nacimos, ante lo más original de nuestro corazón y de
nuestras entrañas humanas.
Las bienaventuranzas nos esperan, en lo
pequeño, en lo cotidiano, en el prójimo más próximo, y nos vuelven a decir: la
paz es posible, la alegría no es una quimera, la justicia no es un lujo a
negociar.
■… Las
Bienaventuranzas son dones de Dios, y debemos estarle muy agradecidos por ellas
y por las recompensas que de ellas derivan, es decir, el reino de los cielos en
el siglo futuro, la consolación aquí, la plenitud de todo bien y misericordia
de parte de Dios... una vez que seamos imagen de Cristo en la tierra» (Pedro
de Damasco, eremita).