AGOSTO
2018
«Con amor
eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti» (Jr 31,3)
El profeta Jeremías es
enviado por Dios al pueblo de Israel, que está viviendo una dolorosa
experiencia de exilio en tierra babilónica y ha perdido todo lo que había
representado su identidad y su elección: la tierra, el templo, la ley...
Sin embargo, la palabra del profeta
desgarra este velo de dolor y turbación. Es cierto: al entregarse a la
destrucción, Israel se ha demostrado infiel al pacto de amor con
Dios. Pero he aquí el anuncio de una nueva promesa de libertad, de
salvación, de renovada alianza, que Dios, con su amor eterno y nunca revocado,
prepara para su pueblo.
«Con amor eterno te he amado: por eso he reservado
gracia para ti».
La
dimensión eterna e irrevocable de la fidelidad de Dios es una cualidad de su
amor: Él es el Padre de toda criatura humana, un Padre que toma la
iniciativa en el amor y que se compromete para siempre. Su fidelidad alcanza a cada uno de nosotros y nos permite arrojar en
Él cualquier preocupación que pueda frenarnos. Gracias a este Amor eterno y
paciente podemos crecer y mejorar en la relación con Él y con los demás.
Somos muy conscientes de que no nos
mantenemos firmes en nuestro compromiso, aunque sincero, de amar a Dios y a los
hermanos. Pero la fidelidad de Él para con nosotros es gratuita, nos precede
siempre, independientemente de nuestras «prestaciones». Con esta gozosa certeza
podemos liberarnos de nuestro horizonte limitado, ponernos cada día de nuevo en
camino y convertirnos también nosotros en testigos de esta ternura «materna».
«Con amor eterno te he amado: por eso he reservado
gracia para ti».
Esta mirada de Dios sobre la humanidad
pone de manifiesto también un gran designio de fraternidad, que encontrará en
Jesús su pleno cumplimiento. Pues Él testimonió su confianza en el amor de Dios
con la palabra y sobre todo con el ejemplo de toda su vida.
Nos abrió el camino para imitar al Padre
en el amor a todos (cf. Mt 5, 43ss.) nos desveló que la
vocación y de todo hombre y mujer es contribuir a edificar relaciones de
acogida y diálogo en su entorno.
¿Cómo viviremos la Palabra de vida de este mes?
Chiara Lubich invita a tener un corazón de
madre: «[…] Una madre acoge siempre, ayuda siempre, espera siempre, lo cubre
todo. […] De hecho el amor de una madre es muy parecido a la caridad de Cristo,
de la que habla el apóstol Pablo. Si tenemos el corazón de una madre o, para
ser más exactos, si nos proponemos tener
el corazón de la madre por excelencia, María, estaremos siempre dispuestos a
amar a los demás en todas las circunstancias y, por tanto, a mantener
vivo en nosotros al Resucitado. […] Si tenemos el corazón de esta Madre,
amaremos a todos: no solo a los miembros de nuestra Iglesia, sino también a los
de las demás; no solo a los cristianos, sino también a los musulmanes, a los
budistas, a los hindúes, etc.; también a los hombres de buena voluntad y a todo
hombre que habita la tierra […]».
«Con amor
eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti».
Esto cuenta una joven esposa que comenzó a vivir el Evangelio en la familia: «Sentía una alegría que nunca antes había experimentado y el deseo de derramar este amor más allá de las cuatro paredes de casa. Recuerdo por ejemplo que corrí al hospital para acompañar a la mujer de un compañero de trabajo que había intentado suicidarse. Conocía desde hacía tiempo sus dificultades, pero, absorta en mis problemas, no me había preocupado de ayudarla. Ahora sí hice mío su dolor, y no me quedé tranquila mientras no se resolvió la situación que la había empujado a dar ese paso. Este episodio marcó para mí el inicio de un cambio de mentalidad. Me hizo comprender que, si amo, puedo ser para cada uno que pasa a mi lado un reflejo -aunque sea pequeñísimo- del mismo amor de Dios».
Y ¿qué pasaría si también nosotros,
sostenidos por el amor fiel de Dios, nos pusiésemos libremente en esta actitud
interior ante todos aquellos con quienes nos encontremos durante el día?
Leticia
Magri
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