EJEMPLOS DE CÓMO SE APRENDER
A REZAR VIENDO A OTROS REZAR
Pocas cosas
tan eficaces para aprender a orar o para ir más a fondo en la vida de oración
como el testimonio de un genuino orante. Cito varios ejemplos.
En mi vida sacerdotal he escuchado a
muchos laicos decir cosas como éstas: “Vi a un hombre en adoración eucarística, me
impresionó cómo se miraban él y Cristo Eucaristía; yo quiero
aprender a orar así”; “Participé en
un Rosario comunitario con un grupo de amigos, al ver a ese hombre de rodillas ante la imagen de
Nuestra Señora y al escuchar la profunda piedad con que saboreaba cada Ave
María, entendí que tenía a la
Virgen delante, que de verdad hablaba con ella; yo quisiera rezar con esa fe”; “Fui a la Villa
de Guadalupe y vi a una mujer enferma con un crucifijo en las manos; miraba con
confianza a la Santísima Virgen, cerraba los ojos, apretaba el crucifijo y allí
se quedaba largo rato sumida en oración, su actitud desconfianza y
abandono me hizo reaccionar: también yo debo ser un hombre de oración para
afrontar bien mis sufrimientos.”
Y conversando con mis hermanos
sacerdotes, tantas veces hemos comentado que al leer los escritos de los
santos, la manera en que se llevan con Dios, el grado de intimidad que alcanzan
en su relación con Él, la fe y la fortaleza con que afrontan los retos de la
vida, sentimos un profundo deseo de ser hombres de oración. Nos sucede lo mismo
ante el testimonio de algún hermano de la comunidad que visita con
frecuencia a Cristo Eucaristía, o que al predicar se percibe de inmediato que
comparte no sólo lo que ha estudiado sino sobre todo lo que ha aprendido en el
contacto directo con Dios en la oración. He tenido superiores que ante ciertas
situaciones difíciles, más que ponerse a discurrir, me han dicho: “Vámonos a la
capilla, esto se arregla ante el Sagrario” y esas experiencias han sido para mí más valiosas y eficaces que cientos
de conferencias y exhortaciones que he escuchado sobre la oración cristiana.
Hans Urs Von Balthasar, en su
libro ¿Por qué me hice sacerdote? narra el testimonio de oración en casa de la
familia Duval: “En casa, nada de piedad expansiva y solemne; sólo cada día el
rezo del rosario en común, pero es algo que recuerdo claramente y que lo
recordaré mientras viva… Yo iba aprendiendo que hace falta hablar con Dios
despacio, seria y delicadamente. Es curioso cómo me acuerdo de la postura de mi padre. Él, que por sus trabajos en el campo o por el acarreo
de madera siempre estaba cansado, que no se avergonzaba de manifestarlo al
volver a casa; después de cenar se arrodillaba, los codos sobre la silla, la
frente entre sus manos, sin mirar a sus hijos, sin un movimiento, sin
impacientarse. Y yo pensaba: Mi padre, que es tan valiente, que es insensible
ante la mala suerte y no se inmuta ante el alcalde, los ricos y los malos,
ahora se hace un niño pequeño ante Dios. ¡Cómo cambia para hablar con Dios! Debe ser muy grande
Dios para que mi padre se arrodille ante él y también muy bueno para que se ponga a hablarle sin mudarse de ropa.
En cambio, a mi madre nunca la vi de rodillas. Demasiado cansada, se
sentaba en medio, el más pequeño en sus brazos, su vestido negro hasta los
tacones, sus hermosos cabellos caídos sobre el cuello, y todos nosotros a su
alrededor, muy cerquita de ella. Musitaba las oraciones de punta a cabo, sin
perder una sílaba, todo en voz baja. Lo más curioso es que no paraba de
mirarnos, uno tras otro, una mirada para uno, más larga para los pequeños. Nos
miraba, pero no decía nada. Nunca, aunque los pequeños enredasen o hablasen en
voz baja, aunque la tormenta cayese sobre la casa, aunque el gato volcase algún
puchero. Y yo pensaba: Debe ser sencillo Dios cuando se le puede hablar
teniendo un niño en brazos y en delantal. Y debe ser una persona muy importante para que mi
madre no haga caso ni del gato ni de la tormenta.
Las manos de mi padre, los labios de mi madre me enseñaron de Dios más que
mi catecismo” (Hans Urs Von Balthasar “Por qué me hice sacerdote?,
Salamanca 1992, 32-33).
Y para no ir más lejos, recordemos el
ejemplo de los discípulos de Jesús, que al verle orar le dijeron: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1)
¿Qué habrán visto en el modo de orar de Jesús que les resultó tan atractivo?
Algunas lecciones que podemos sacar de aquí:
1.
Para aprender a
orar, estemos cerca de grandes orantes.
2.
Si queremos
ayudar a otros a acercarse a Dios o a mejorar su vida de oración, más vale
el testimonio que muchas teorías.
3. Tengamos presente el valor de la oración comunitaria y
superemos la vergüenza de orar con piedad delante de otras personas
4. Seguramente ustedes tienen experiencias en este
sentido o podrían sacar otras lecciones además de las tres que acabo de
mencionar; les invito a compartirlas.
P. Evaristo Sada, L.C.
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