EL LEGADO DE LUTERO
En breve
comenzarán los fastos del quinto centenario del llamado Día de la Reforma, en el que Lutero clavó sus célebres 95 tesis en la
puerta de una iglesia de Wittemberg. Aquellas tesis, que romperían la unidad de
la fe, cambiarían también traumáticamente las concepciones filosóficas,
políticas, económicas y culturales vigentes, hasta el punto de convertir la
protesta luterana en uno de los hechos más importantes de la Historia. La llamada
Reforma, a diferencia del cisma de Oriente, no fue una
mera controversia eclesiástica, sino que supuso un expreso rechazo del Dogma y la Tradición,
así como una negación del valor de los sacramentos. Y los dogmas religiosos no son, como el ingenuo
(creyente o incrédulo) piensa, meras entelequias sin consecuencias sobre la
realidad, sino condensación de verdades sobrenaturales que ejercen un influjo
muy hondo sobre nuestra vida. No se puede cortar el tallo de un rosal y
pretender que los pétalos de la rosa no se marchiten.
Durante todo un año, vamos a recibir un
bombardeo apabullante sobre las presuntas bondades del legado luterano.
Nosotros, en la serie de cuatro artículos que hoy iniciamos, ofreceremos a las
tres o cuatro lectoras que todavía nos soportan un modesto antídoto contra tal
avalancha. Ciertamente, la Reforma de Lutero llegó cuando la
decadencia de la Iglesia (minada por el
concubinato del clero, la rapacidad y avaricia de muchos religiosos y la
simonía institucionalizada) alcanzaba cotas lastimosas. Pero no se pone remedio a
los errores cayendo en uno más grande; y la parábola
evangélica del trigo y la cizaña ya nos advierte contra el peligro de arrancar
la cizaña antes de tiempo (que fue, exactamente, lo que quiso hacer Lutero,
logrando tan sólo desperdigarla).
Al fondo de aquel furor reformista de Lutero palpitaba
el fracaso espiritual de un hombre
que había hecho esfuerzos ímprobos por alcanzar la unión con Dios. Pero todas
sus sacrificios, penitencias y abnegaciones habían sido en vano; y seguían
abrasándolo las concupiscencias más torpes (en cuya descripción, por pudor, no
entraremos), que le causaban enorme angustia y ansiedad. Lutero consideró
entonces (haciendo una proyección teológica
de sus propias debilidades) que el hombre pecador nada podía hacer por alcanzar la
salvación. Así fue como
concluyó que Cristo ya había sufrido por nuestros pecados; y que, por lo tanto,
ya estábamos perdonados. De modo que, para salvarnos, bastaba con que se nos
aplicasen los méritos de Jesús por medio de la fe.
Esta
justificación a través exclusivamente de la fe se funda en una concepción
pesimista de la naturaleza humana, que niega la libertad humana para vencer las
tentaciones y también la gracia de los sacramentos. El hombre luterano, sin capacidad
para sobreponerse al pecado y alumbrado por la sola fide, suprime
la mediación de la Iglesia; y será su conciencia, iluminada por el Espíritu
Santo, la que ordene su propia vida religiosa e interprete libremente las
Escrituras. Y, como
escribió el gran Leonardo Castellani con su habitual gracejo, «desde que Lutero
aseguró a cada lector de la Biblia la asistencia del Espíritu Santo, esta
persona de la Santísima Trinidad empezó a decir unas macanas espantosas». El libre examen
luterano desató la enfermedad de la inteligencia denominada diletantismo, que luego ha contagiado, por proceso virulento de
metástasis, toda la cultura occidental, primeramente con los ropajes del fatuo endiosamiento
intelectual, por último con
los harapos lastimosos del deseo de saber sin estudiar y la soberbia de la ignorancia. Las consecuencias de la Reforma luterana en el plano
filosófico y moral no se harían esperar…
Juan Manuel de Prada,
Artículo publicado en
cuatro partes en ABC los días 22, 27 y 29 de agosto y 3 de septiembre de 2016.
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