EN LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
La Iglesia celebra esta solemnidad en honor de todos los
santos, o sea, de todos los fieles que murieron en Cristo y con Él han sido ya
glorificados en el cielo. Esta fiesta nos recuerda, pues, los méritos de todos
los cristianos, de cualquier lengua, raza, condición y nación, que están ya en
la casa del Padre, aunque no hayan sido canonizados ni beatificados; nos invita a pedirles su ayuda e intercesión ante el Señor; y
nos estimula a seguir su ejemplo, múltiple y variado, en nuestra vida cristiana.
APRESURÉMONOS HACIA
LOS HERMANOS QUE NOS ESPERAN
¿De
qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma
solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben
del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De
qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores,
ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda
en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar
en ellos, se enciende mí un fuerte deseo.
El primer deseo que promueve o aumenta en
nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas,
con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército
incontable de los mártires, con la asociación de los confesores, con el coro de
las vírgenes, para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de
los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos
nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y
nosotros no prestamos atención.
Despertémonos, por fin, hermanos;
resucitemos con Cristo, busquemos los bienes de arriba, pongamos nuestro
corazón en los bienes del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos
hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra
alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que
gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya
presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el
anhelo de compartir su gloria.
El segundo deseo que enciende en nosotros
la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos
manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros
con él, revestidos de gloria.
Entretanto, aquel que es nuestra cabeza se nos representa no tal como es, sino
tal como se hizo por nosotros, no coronado de gloria, sino rodeado de las
espinas de nuestros pecados. Teniendo a aquel que es nuestra cabeza coronado de
espinas, nosotros, miembros suyos, debemos avergonzarnos de nuestros
refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de honor y no de irrisión.
Llegará un día en que vendrá Cristo, y entonces ya no se anunciará su muerte,
para recordarnos que también nosotros estamos muertos y nuestra vida está
oculta con él. Se manifestará la cabeza gloriosa y, junto con él, brillarán
glorificados sus miembros, cuando transfigurará nuestro pobre cuerpo en un
cuerpo glorioso semejante a la cabeza, que es él.
Deseemos, pues, esta gloria con un afán seguro y total.
Mas, para que nos sea permitido esperar esta gloria y aspirar a tan gran
felicidad, debemos desear también, en gran manera, la intercesión de los santos, para que ella nos
obtenga lo que supera nuestras fuerzas.
Oración: Dios todopoderoso y eterno, que nos has otorgado celebrar en
una misma fiesta los méritos de todos los santos, concédenos, por esta multitud
de intercesores, la deseada abundancia de tu misericordia y tu perdón. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
San Bernardo (Sermones)
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