ADORACIÓN Y PIEDAD EUCARÍSTICA
Uno de los momentos más intensos del
Sínodo fue cuando, junto con muchos fieles, nos desplazamos a la Basílica de
San Pedro para la adoración eucarística. Con este gesto de oración, la asamblea
de los Obispos quiso llamar la atención, y no sólo con palabras, sobre la
importancia de la relación intrínseca entre celebración eucarística y
adoración. En este aspecto significativo de la fe de la Iglesia se encuentra
uno de los elementos decisivos del camino eclesial realizado tras la renovación
litúrgica querida por el Concilio Vaticano II. Mientras la reforma daba sus primeros pasos, a veces no se percibió de manera suficientemente
clara la relación intrínseca entre la santa Misa y la adoración del Santísimo
Sacramento. Una objeción
difundida entonces se basaba, por ejemplo, en la observación de que el Pan
eucarístico no habría sido dado para ser contemplado, sino para ser comido. En
realidad, a la luz de la experiencia de oración de la Iglesia, dicha
contraposición se mostró carente de todo fundamento. Ya decía san Agustín: «Nadie
come de esta carne sin antes adorarla [...], pecaríamos si no la adoráramos».
En efecto, en la Eucaristía el Hijo de
Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración
eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la
cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir
la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una
sola cosa con Él y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de
la liturgia celestial. La adoración fuera de la santa Misa prolonga e
intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica. En efecto, «sólo en la adoración puede madurar
una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de
encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la
Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros,
sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros».
Por tanto,
juntamente con la asamblea sinodal, recomiendo ardientemente a los Pastores de la
Iglesia y al Pueblo de Dios la práctica de la adoración eucarística, tanto
personal como comunitaria. A este
respecto, será de gran ayuda una catequesis adecuada en la que se explique a
los fieles la importancia de este acto de culto que permite vivir más
profundamente y con mayor fruto la celebración litúrgica. Además, cuando sea
posible, sobre todo en los lugares más poblados, será conveniente indicar las
iglesias u oratorios que se pueden dedicar a la adoración perpetua. Recomiendo
también que en la formación catequética, sobre todo en el ciclo de preparación
para la Primera Comunión, se inicie a los niños en el significado y belleza de
estar con Jesús, fomentando el asombro por su presencia en la Eucaristía.
Además, quisiera expresar admiración y
apoyo a los Institutos de vida consagrada cuyos miembros dedican una parte
importante de su tiempo a la adoración eucarística. De este modo ofrecen a
todos el ejemplo de personas que se dejan plasmar por la presencia real del
Señor. Al mismo tiempo, deseo animar a las asociaciones de fieles, así como a
las Cofradías, que tienen esta práctica como un compromiso especial, siendo así
fermento de contemplación para toda la Iglesia y llamada a la centralidad de Cristo para la vida
de los individuos y de las comunidades.
La
relación personal que cada fiel establece con Jesús, presente en la Eucaristía,
lo pone siempre en contacto con toda la comunión eclesial, haciendo
que tome conciencia de su pertenencia al Cuerpo de Cristo. Por eso, además de invitar a los fieles a
encontrar personalmente tiempo para estar en oración ante el Sacramento del
altar, pido a las parroquias y a otros grupos eclesiales que promuevan momentos
de adoración comunitaria.
Benedicto XVI, pp emérito
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