LA COMUNIÓN ESPIRITUAL OBRA
MILAGROS
Una devoción para cuando no puede hacerse sacramentalmente y que tiene entidad propia.
Una devoción para cuando no puede hacerse sacramentalmente y que tiene entidad propia.
Los tres pasos de la comunión espiritual
El concepto es sencillo: comulgar
espiritualmente consiste en desear comulgar sacramentalmente,
alimentando ese deseo con los mismos afectos y determinaciones con que nos
preparamos a hacerlo en la misa.
Pero una idea tan simple envuelve un
misterio infinito, sobre el que llamó la atención Santo Tomás de Aquino en la Summa
Theologica: “Comer espiritualmente a Cristo es también recibir
espiritualmente el sacramento”. Es decir, que puede
producir los mismos frutos, aunque no ex opere
operato (por la misma
fuerza del sacramento) sino ex opere operantis (según las disposiciones del fiel).
De ahí que el Concilio de Trento la
recomendara en tiempos en que la
negación luterana de la transustanciación había enfriado o extirpado la
devoción eucarística. Como asimismo lo hicieron San
Francisco de Sales y San Alfonso María de Ligorio, dos grandes
maestros de la vida moral, cuando los estragos de la Reforma, primero, y la
fiebre de la desviación jansenista con su rigorismo extremo,
después, alejaban a los cristianos de su alimento natural.
No está prescrita ninguna oración específica, pero sí son precisos tres pasos.
No está prescrita ninguna oración específica, pero sí son precisos tres pasos.
Primero, un acto
de fe en la presencia real de
Cristo bajo las especies eucarísticas.
Segundo,
el deseo de tomarlo sacramentalmente y unirse en intimidad con Él.
Tercero, petición de alcanzar las mismas gracias que si nos la diera el
sacerdote.
Si se cumplen estos requisitos, pueden
ganarse las indulgencias que
la Iglesia otorga a quienes practican esta devoción, aunque es requisito para esto último, como es obvio, el estado de gracia. Y con la
frecuencia que se desee: “Cualquier devoto puede cada día
y cada hora comulgar espiritualmente con fruto” si tiene “buena
voluntad y devota intención” de hacerlo sacramentalmente, dice Tomás de
Kempis en
la Imitación de Cristo.
Tres milagros de la comunión espiritual
A veces Dios la premia con el aviso del
Sermón de la Montaña (“¿Quién de vosotros, si un hijo le pide pan, le dará una
piedra?”) y se obra el milagro de la administración sobrenatural de
la Eucaristía.
■ San Buenaventura, ya agónico, sufría continuos vómitos y no podía soportar la Sagrada Hostia. En el lecho de muerte, pidió tenerla junto al pecho para hacer una última comunión espiritual. Fue entonces cuando, a la vista de los hermanos presentes, un ángel extrajo una partícula del copón y la introdujo en el corazón del moribundo.
■ El Jueves Santo de 1250, dos fervorosos franciscanos de Gaeta (Italia) se preparaban para comulgar en los oficios, cuando el superior les envió a limosnear pan. Al regresar al convento, el sacramento ya había sido administrado. Así que se arrodillaron ante el altar para hacer una comunión espiritual: “La obediencia”, protestaban ante el sagrario, “nos ha privado del consuelo de recibiros; no nos privéis, al menos, de vuestra divina bendición”.
Hubo algo más que eso. A
los pocos instantes el mismo Jesús salió del monumento: “Yo soy el Salvador a
quien invocáis, he escuchado vuestros deseos y voy a satisfacerlos”. Y les dio
de comulgar, además de dejar en el pavimento del altar las huellas de
sus pies, todavía hoy objeto de veneración.
■ O está el caso que refiere el
capuchino Fray Ambrosio de Valencina (1859-1914) sobre una niña, Rosalía,
cuya santidad intrigaba a su amiga Conchita. Un
día la sorprendió en su habitación, de rodillas ante el Sagrado Corazón, con el
rostro encendido y “como fuera de sí”. “Estoy
comulgando”, le dijo, y le explicó que se trataba de “la
comunión espiritual, para estar más estrechamente unida con Jesucristo deseando
ardientemente recibirle y tenerlo en el corazón”. Rosalía confesó a su amiga
que todas las noches se acostaba deseando amanecer en el cielo. Aquel verano, Rosalía se despertó con
el Sol una mañana y consagró el primer instante, como hacía siempre, a su
devoción favorita. Su ángel de la guarda, a quien Jesucristo
había ordenado llevarla ese día al Paraíso, aprovechó tal ímpetu de amor divino
para cumplir el mandato.
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