Enero 2015
«Jesús le
dice: "Dame de beber"»
(Jn 4, 7).
Jesús deja la
región de Judea en dirección a Galilea. El camino lo lleva a cruzar Samaría. A
mitad de jornada, a pleno sol, cansado por el camino, se sienta en el pozo que
el patriarca Jacob había hecho 700 años atrás. Tiene sed, pero no tiene cubo
para sacar agua. El pozo es hondo, 35 metros, como se puede ver aún en nuestros
días.
Sus
discípulos han ido al pueblo a comprar algo de comer. Jesús se ha quedado solo.
Llega una mujer con un cántaro, y él, sencillamente, le pide de beber. Es una
petición que va contra las usanzas de la época: un hombre no se dirige
directamente a una mujer, y menos si es una desconocida. Además, entre judíos y
samaritanos hay divisiones y prejuicios religiosos: Jesús es judío, y la mujer,
samaritana. La confrontación e incluso el odio entre los dos pueblos tiene
raíces profundas, de origen histórico y político. Y hay una barrera más entre
él y ella, de tipo moral: la samaritana ha tenido varios hombres y vive en
situación irregular. Quizá por eso precisamente no viene a sacar agua con las
demás mujeres, por la mañana o al atardecer, sino a una hora insólita como
aquella: a mediodía, para evitar sus comentarios.
Jesús no se
deja condicionar por ningún tipo de barrera y entabla un diálogo con la
extranjera. Quiere entrar en su corazón, y le pide:
"Dame de beber".
Se reserva un
regalo para ella, el regalo de un agua viva: «El que tenga sed, que venga a mí,
y beba el que cree en mí», lo oirán gritar más tarde en el templo de Jerusalén
(Jn 7, 37). El agua es esencial para todo tipo de vida, y resulta aún más
preciada en lugares áridos, como Palestina. Lo que Jesús quiere dar es un agua
viva, como símbolo de la revelación de un Dios que es Padre, y es amor, el Espíritu
Santo, la vida divina que Él vino a traer. Todo lo que Él da es vivo y para la
vida: Él mismo es el pan vivo (cf. 6, 51ss.), es la Palabra que da la vida (cf.
5,25), es simplemente la Vida (cf. 11,25-26). En la cruz -dice también Juan,
que fue testigo de ello- cuando uno de los soldados le traspasó el costado con
la lanza, «al punto salió sangre y agua» (19, 34): es el don extremo y total de
sí mismo.
Pero Jesús no
impone. Ni siquiera reprende a la mujer por su convivencia irregular. Él, que
todo lo puede dar, pide, porque en verdad necesita que ella le dé:
"Dame de beber".
Pide porque
está cansado, tiene sed. Él, el Señor de la vida, se hace mendigo, sin esconder
su humanidad real.
También pide
porque sabe que si la otra da, podrá abrirse más fácilmente y disponerse a
acoger a su vez.
Esta petición
da lugar a un coloquio a base de argumentos, equívocos y pensamientos
profundos, al término del cual Jesús puede revelar su identidad. El diálogo ha
derribado las barreras defensivas y ha llevado a descubrir la verdad, el agua
que Él ha venido a traer. La mujer deja lo más preciado que tiene en ese
momento, su cántaro, porque ha encontrado otra riqueza, y corre a la ciudad
para iniciar, a su vez, un diálogo con los vecinos. Tampoco ella impone, sino
que relata lo ocurrido, comunica su experiencia y plantea un interrogante sobre
la persona que ha conocido y que le ha pedido:
"Dame de beber".
En esta
página del Evangelio me parece captar una enseñanza para el diálogo ecuménico,
cuya urgencia se nos recuerda cada año en este mes. La «Semana de oración por
la unidad de los cristianos» nos lleva a tomar conciencia de la división
escandalosa entre las Iglesias, que se mantiene desde hace demasiados años, y
nos invita a acelerar los tiempos de una comunión profunda que traspase
cualquier barrera, igual que Jesús superó las fracturas entre judíos y
samaritanos.
La falta de
unidad entre los cristianos es solo una de tantas faltas de unidad que nos
desgarran en todo tipo de ámbitos, alimentadas por malentendidos, confrontaciones
en la familia o en la comunidad de vecinos, tensiones en la oficina, rencor
hacia los inmigrantes. Las barreras que en muchos casos nos dividen pueden ser
de tipo social, político, religioso o simplemente fruto de distintas costumbres
culturales que no sabemos aceptar. Son estas las que desencadenan los
conflictos entre naciones y etnias, pero también hostilidad en el barrio. ¿No
podríamos, como Jesús, abrimos al otro por encima de diferencias y prejuicios?
¿Por qué no escuchar, independientemente de cómo se formule, una demanda de
comprensión, de ayuda, de un poco de atención? En quien es de un bando
contrario o de distinta extracción cultural, religiosa o social, también se
esconde un Jesús que se dirige a nosotros y nos pide:
"Dame de beber".
Me viene a la
mente otra palabra similar de Jesús, que pronunció en la cruz y que también
recoge el Evangelio de Juan: «Tengo sed» (19, 28). Es la necesidad primordial,
expresión de cualquier otra necesidad. En toda persona necesitada, desempleada,
sola, extranjera, aunque sea de otro credo o convicción religiosa, aunque sea
hostil, podemos reconocer a Jesús, que nos dice: «Tengo sed», y que nos pide:
«Dame de beber». Basta con ofrecer un vaso de agua, dice el Evangelio, para
obtener una recompensa (cf. Mt 10, 42), para entablar el diálogo que recompone
la fraternidad.
También
nosotros, por nuestra parte, podemos expresar nuestras necesidades sin
avergonzamos de «tener sed», y pedir a nuestra vez: «Dame de beber». Así podrá
iniciarse un diálogo sincero y una comunión concreta sin miedo de la
diversidad, de exponemos a compartir lo que pensamos ni de acoger lo que el
otro piensa. Podremos aprovechar, sobre todo, el potencial de quien tenemos
enfrente, los valores que tiene, aunque estén escondidos; como hizo Jesús, que
supo reconocer en la mujer algo que Él no podía hacer: sacar agua.
Fabio Ciardi
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