TIEMPO LITÚRGICO

TIEMPO LITÚRGICO

sábado, 29 de noviembre de 2014

OFICIO DIVINO, Oración de las horas (iV)
II. NATURALEZA DE LA ORACIÓN LITÚRGICA

Fuente: Liturgia de las horas para los fieles Edición 2002.


3. LA ORACIÓN DE LA IGLESIA, ORACIÓN DE CRISTO

     La oración litúrgica es la oración de toda la Iglesia. Ahora bien, a la Iglesia pertenecen no sólo los bautizados sino también -y muy por encima de ellos - el mismo Cristo. Él es la cabeza del cuerpo y su miembro más destacado. Por ello, cuando se habla de la oración de la Iglesia, la referencia a la oración del mismo Cristo debe ocupar el lugar principal. Es precisamente a esta oración de Cristo con su Iglesia, a la que, de modo singular, debe aplicarse la afirmación del Señor: "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí, en medio de ellos, estoy yo." La oración de la Iglesia aúna la oración de Cristo con la de aquellos hombres a los que él ha hecho miembros de su cuerpo mediante el bautismo. De esta participación de Cristo en la oración de la Iglesia se derivan dos consecuencias especialmente importantes para una mejor vivencia de la Liturgia de las Horas: el valor supremo de esta oración por encima de todo otro tipo de plegaria y el rico significado de algunas expresiones litúrgicas que, al margen de esta presencia de Cristo orante con la comunidad, difícilmente serían admisibles y, por el contrario, teniendo en cuenta esta presencia, resultan muy significativas.

En efecto, la oración eclesial tiene intrínsecamente un valor muy superior al que pudiera tener cualquier otro tipo de oración personal  aunque se trate de la oración de personas singularmente santas -, porque en esta oración, junto con las voces de los demás orantes y, sin duda, muy por encima de ellas, resuena siempre ante el Padre la voz del Hijo amado: Así lo recuerda la Constitución conciliar sobre la sagrada liturgia: "Cristo está presente en su Iglesia... cuando ella suplica y canta salmos." No cabe, pues, la menor duda de que ninguna plegaria tiene tanto valor ante Dios como aquella en la que unimos nuestras voces a la del Hijo de Dios y hacemos que la oración del Hijo amado resuene por nuestros labios. Esta Oración litúrgica que como cabeza de la Iglesia y junto con los fieles Cristo eleva al Padre es siempre una plegaria infinitamente agradable a Dios. Y es precisamente a esta plegaria a la que nos incorporamos cuando rezamos la Liturgia de las Horas.

  Pasemos al segundo aspecto, el de las dificultades que puede encontrar el que reza la Liturgia de las Horas ante determinadas expresiones litúrgicas, especialmente las que hacen referencia a las perfecciones del que acude a Dios. La insistencia en la justicia, la rectitud y la santidad del orante, que con tanta frecuencia hallamos en los salmos, aplicada a nuestra oración personal la convertiría en aquella plegaria del fariseo hipócrita condenada por el Señor, porque sólo sabía complacerse en sus cualidades". En cambio, teniendo presente la participación de Cristo en la oración de la Iglesia, estas mismas expresiones se iluminan y cobran gran sentido: nada, en efecto, resulta más oportuno en la oración que el que la voz de Jesús recuerde ante el Padre su santidad inconmensurable, para que Dios, complacido ante esta perfección de su Hijo, derrame sobre sus hermanos - la Iglesia, e incluso el mundo - la abundancia de sus bendiciones. Es, pues, en este sentido que la Iglesia, como voz de Cristo, hace ante el Padre memoria de las perfecciones del Hijo amado, para que Dios, complacido en ellas, bendiga a todos sus hermanos. Es en este sentido que la Iglesia dice, por ejemplo: "Camino en la inocencia; confiando en el Señor no me he desviado. Examíname, Señor, ponme a prueba, sondea mis entrañas y mi corazón, porque tengo ante los ojos tu bondad, y camino en tu verdad. No me siento con gente falsa, no me junto con mentirosos; detesto las bandas de malhechores, no tomo asiento con los impíos. Lavo en la inocencia mis manos. Y también: "Presta oído a mi súplica, que en mis labios no hay engaño: emane de ti la sentencia, miren tus ojos la rectitud. Aunque sondees mi corazón, visitándolo de noche, aunque me pruebes al fuego, no encontrarás malicia en mí. Mi boca no ha faltado como suelen los hombres; según tus mandatos yo me he mantenido en la senda establecida. Mis pies estuvieron firmes en tus caminos, y no vacilaron mis pasos." Expresiones como éstas la Iglesia se complace en repetirlas unida siempre a Cristo. Y el Padre del cielo las escucha, sin duda, como la mejor oración salida de la humanidad, en la que ve incluido al Hijo de su amor. "El mayor don que Dios podía conceder a los hombres - nos dice san Agustín - es hacer que aquel que es su Palabra se convirtiera en cabeza de los hombres, de manera que el Hijo de Dios fuera también hijo de los hombres... para que así el Hijo esté unido a nosotros de tal forma que, cuando ruega el cuerpo del Hijo - es decir, la comunidad de los fieles - lo hace unido al que es su cabeza… - de este modo Jesucristo, Hijo de Dios, ora en nosotros como cabeza nuestra. Reconozcamos, pues, nuestra propia voz en la suya y su propia voz en la nuestra."
     Con razón afirman, pues, los Principios y Normas generales de la Liturgia de las Horas que "en Cristo radica la dignidad de la oración cristiana, al participar ésta de la misma piedad para con el Padre y de la misma oración que el Unigénito expresó con palabras en su vida terrena, y que es continuada ahora incesantemente por la Iglesia y por sus miembros en representación de todo el género humano y para su salvación."

4. LA ORACIÓN PERSONAL DEL CRISTIANO, RELACIONADA E INCORPORADA A LA DE LA IGLESIA

     Oración de la Iglesia y oración personal, aunque no se identifiquen, como acabamos de ver, tienen, con todo, una mutua e íntima relación. La oración privada del cristiano viene a ser, por decirlo de alguna manera, el "camino hacia" y el "instrumento para" incorporarse mejor a la oración litúrgica. En efecto, unirse a la oración de Cristo y hacer de los propios labios instrumento de la plegaria del Hijo amado es un cometido que sobrepasa las posibilidades naturales del hombre. Por ello precisamente, el cristiano, llamado a esta sublime oración, debe hacerse digno de la misma a través de una oración personal asidua; sólo así logrará tener, cuando participe en la oración de la Iglesia, "los mismos sentimientos que Cristo Jesús", el principal Orante de la asamblea cristiana. Ya Pío XII recordaba en su encíclica Mediator Dei esta íntima relación entre oración personal y Oración litúrgica, cuando afirmaba que "en la vida espiritual no puede haber oposición o repugnancia entre la oración privada y la oración pública". La oración eclesial es la cumbre a la que debe tender la oración personal del cristiano, pues, como plegaria de la Esposa de Cristo, tiene siempre un valor inconmensurablemente mayor, y no cabe para el cristiano oración más sublime que ésta; por otra parte, la riqueza de la oración litúrgica es la mejor fuente en la que puede beber la oración privada para que incluso ésta vaya adquiriendo progresivamente aquella actitud filial propia del Hijo y que de él se deriva hacia los que somos también "hijos de adopción".

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