El domingo 16 de junio,
solemnidad de la Santísima Trinidad, se celebra la Jornada Pro Orantibus. Los obispos españoles proponen como lema “La vida contemplativa. Corazón orante y misionero” , a partir de la constitución
apostólica Vultum Dei quaerere del papa Francisco y la
consecuente instrucción aplicativa Cor orans. Al mismo tiempo, en el
horizonte eclesial cada vez está más cerca el mes extraordinario misionero, que
viviremos en el próximo mes de octubre. Además manifiestan el
agradecimiento y el apoyo a los innumerables hombres y mujeres que esparcidos
por la geografía española mantienen vivo el ideal religioso de la vida
contemplativa.
En España, según datos de diciembre de
2018, hay 783 monasterios de vida contemplativa (35 masculinos y 748 femeninos)
y 9.151 monjes y monjas (470 varones y 8.681 mujeres).
TESTIMONIO
Fr. Carlos Doña Grimaldi (26 años) Novicio de la Abadía Benedictina de
la Santa Cruz del Valle de los Caídos (San Lorenzo de El Escorial, Madrid)
La vocación monástica es una
inmensa gracia de Dios para un joven de nuestros
días, con cierto componente de exigencia y aspereza, que
nos hace abandonar los hábitos de la vida mundana y revestirnos de una nueva
condición, en entrega plena al
seguimiento del Señor Jesús. Me parece que en las circunstancias actuales, los
que ingresamos en una comunidad contemplativa sentimos con intensidad este
cambio de costumbres, de orientación de toda la existencia: de nuestros
intereses, gustos y proyectos, hay que convertirse al servicio del Señor, los
hermanos y la Iglesia. El noviciado es una etapa que enfoco sobre todo como
tiempo para conocer y asumir los aspectos más particulares y profundos del
camino que el Señor me ofrece. El monacato es, como nos enseñan los Padres más
antiguos, el esfuerzo por perpetuar en el seno de la Iglesia la
vida de renuncia que los apóstoles llevaron siguiendo a Jesucristo, así
como los primeros discípulos en Jerusalén después de Pentecostés. Es la vida
evangélica y apostólica por excelencia. Los monjes hemos recibido el tesoro de
la espiritualidad antigua de la Iglesia, y en estos tiempos quizás más que en
otros se nos pide fidelidad y entusiasmo para tratar de conservarlo. Esta
antigua tradición del monacato cristiano, para los que militamos bajo la Regla
de San Benito, se concreta en los tres votos de nuestra profesión: conversatio
morum, estabilidad y obediencia1 .
1 «El que va a ser
admitido prometa delante de todos estabilidad (stabilitas), conversión de costumbres
(conversatio morum suorum) y obediencia (oboedientia)…» (RB 58, 17).
El esencial voto de conversatio morum
asume en sí los de castidad y pobreza que emiten otros religiosos, pero sobre
todo incluye una serie de compromisos fundamentales que dan carácter monástico
a nuestra profesión Se trata de adoptar una serie de valores y prácticas muy
específicas, simples en apariencia, pero de origen antiguo y gran influencia
espiritual. Son las vasijas de barro en que portamos la gracia peculiar que el
Señor nos ha concedido como monjes: separación del mundo, lectio divina,
liturgia, vigilias, ayunos, observancia común, trabajo en clausura. Como
novicio intento especialmente enamorarme de estos compromisos, que son los
instrumentos de virtud de esta escuela del servicio divino que es el monasterio
benedictino. La estabilidad supone un impulso de amor cristiano hacia los
monjes que componen la comunidad en que ingresamos, y el deseo firme de
participar en su fraternidad y destino común. Es una de las exigencias más
duras para los que acabamos de dejar a la familia y apenas empezamos a convivir
con los hermanos. Aquí nos ayuda a ello la gracia de que somos cuatro los
menores de treinta años, lo que nos hace mirar al futuro con esperanza. La
estabilidad también tiene mucho de amor al lugar físico en que nos
establecemos, y sobre todo comporta la aceptación humilde de las peculiaridades
del monasterio. En nuestra Abadía de la Santa Cruz, esto incluye la pertenencia
a la Congregación de Solesmes, el ofrecimiento perpetuo de nuestras oración y
penitencia por la paz y prosperidad de España y todos sus habitantes, y la
celebración solemne de la santa misa en la Basílica del Valle de los Caídos,
fin para el cual asumimos la dirección de un colegio-escolanía. El voto de
obediencia, en el monacato benedictino, recibe gran relieve por la condición
que el Abad asume como verdadero padre espiritual y pastor de los monjes.
Nuestro objetivo es retornar a Dios, de quien nos apartamos en la vida pasada por
la desobediencia, a través del sometimiento de nuestra voluntad propia a la del
abad. De él esperamos confiadamente todo lo que necesitamos: la doctrina
evangélica, la guía espiritual, el sostenimiento material, la misericordia y
comprensión con nuestras debilidades y caídas.
En última instancia, la vida
monástica tiene un fin único que la colma de sentido y del que manan todas sus
observancias: la búsqueda de Dios. En
el claustro nos esforzamos a fin de alcanzar la pureza de corazón, haciendo
todo lo posible para que los ojos de nuestra alma estén preparados para la
contemplación del rostro del Señor. Esta contemplación, iniciada ya en este
mundo, pero que tendrá su florecimiento definitivo en la gloria del cielo, nos
comunica un amor infinito, una misericordia del corazón que abraza al mundo
entero y comparte todas y cada una de las penas y alegrías de la Iglesia. Este
pensamiento de que, en la oración, puedo unirme de forma íntima en el Espíritu
a la misión redentora del Verbo, así como hizo la Santa Madre de Dios, es el
que me sostiene y anima en el camino de conversión monástica que he emprendido.
(Participó con nuestro Turno en numerosas
Vigilias mensuales)
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