TIEMPO LITÚRGICO

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jueves, 7 de abril de 2016

5ª CATEQUESIS SOBRE EL AÑO JUBILAR DE LA MISERICORDIA

MISERICORDIA CON LOS POBRES Y NECESITADOS
     La misericordia que Dios es no se manifiesta “en general”, sino en cada uno de noso­tros que somos pecadores y que necesitamos convertirnos y volver a Dios median­te la confesión de los pecados en el sacramento de la Penitencia, sacramento de la Misericordia de Dios. En Jesús crucificado, Dios quiere alcanzar al pecador incluso en su lejanía más extrema, justamente allí donde se perdió y se alejó de Él con la espe­ranza de poder así, finalmente, enternecer el corazón endurecido de su Esposa”. De esa Iglesia-Esposa que somos para Él cada uno de los cristianos en la Iglesia.
Por tanto, cuanto más lejos de Dios nos encontremos, más debemos tomar en con­sideración la misericordia de Dios. Es para nosotros y para todos, sin excluir a nadie. Solamente así podremos ser luego testigos de esa misericordia ante otros, contándoles nuestra experiencia, invitándoles a comprobarlo personalmente manifestando que nues­tro corazón se ha trasformado en un corazón misericordioso con los demás.
He aquí el porqué de nuestra fe que se traduce en obras concretas y cotidianas, destinadas a ayudar a nuestro prójimo en el cuerpo y en el espíritu -nutrirlo, visitarlo, consolarlo y educarlo-, sobre lo que seremos juzgados por Dios al final de nuestra vida. Por eso Francisco desea que reflexionemos sobre las obras de misericordia corpo­rales y espirituales: para “despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina” (Misericordiae vultus, 15).
     Es preciso -a mi entender- ayudar a todos a experimentar la alegría de descubrir en los milagros diarios la grandeza de su Amor Misericordioso. En la Misericordia de Dios no hay cabida para la casualidad: Dios crea amor, por amor se entrega, por amor perdona con infinita Misericordia. Descubramos que todo lo que hacemos desde que nos levan­tamos hasta acostamos está lleno de pequeños milagros: poder comer cada día, tener una casa donde sentirse protegidos. Poder recibir estudios, atención médica. También siendo partícipes de la generosidad del Amor de Dios que nos empuja a ser mejores, a renunciar al egoísmo. Este descubrimiento en la donación de uno mismo, cuando com­partimos algo que nos gusta con un amigo nos ayudará a progresar y a reflexionar: ¿veo en el pobre la carne de Cristo que “se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, lla­gado, flagelado, desnutrido, en fuga... para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado? ¿Y qué hago en consecuencia? ¿Me doy cuenta de que en cada uno de los necesitados continúa “la historia del sufrimiento del Cordero Inocente”? ¿Soy capaz de descubrir ahí aquella “zarza ardiente de amor gratuito ante el cual, como Moisés, sólo podemos quitarnos las sandalias (cf. Ex 3,5)”, más aún en el caso de los cristianos perseguidos precisamente a causa de su fe?
     Es bueno recordar también que el pobre más miserable es quien no acepta recono­cerse como tal. Cree que es rico, pero en realidad es el más pobre de los pobres. Es esclavo del pecado, concretamente, el que utiliza los bienes materiales para servirse a sí mismo, no a Dios y a los demás (cf. Lc 16,20-21).
     No nos engañemos pues, con una consideración superficial o genérica de la misericor­dia, pensando que esto debe de ser “para otros”. En los pobres está Cristo y mendiga nuestra conversión. Los pobres y necesitados son la “posibilidad de conversión que Dios nos ofrece y que quizá no vemos. Ninguno de nosotros está vacunado contra ese ofuscamiento que conlleva el querer ser como Dios. No sólo “a lo grande”, en las formas sociales y políticas de los totalitarismos, o en “las ideologías del pensamiento único y de la tecnociencia, que pretenden hacer que Dios sea irrelevante y que el hombre se reduzca a una masa para utilizar”. No sólo en referencia a “un modelo falso de desa­rrollo, basado en la idolatría del dinero, como consecuencia del cual las personas y las sociedades más ricas se vuelven indiferentes al destino de los pobres, a quienes cierran sus puertas, negándose incluso a mirarlos”. No sólo eso. Se trata de “nosotros mismos”, cada uno, a escala doméstica, en la familia, o con el grupo de nuestros amigos. Por eso ahora, leemos, es “un tiempo favorable para salir por fin de nuestra alienación existencial gracias a la escucha de la Palabra y a las obras de misericordia”. Concreta Francisco: “Mediante las [obras de misericordia] corporales tocamos la carne de Cristo en los hermanos y hermanas que necesitan ser nutridos, vestidos, alojados, vi­sitados, mientras que las espirituales tocan más directamente nuestra condición de peca­dores: aconsejar, enseñar, perdonar, amonestar, rezar. Por tanto, nunca hay que separar las obras corporales de las espirituales.  Precisamente tocando en el mísero la carne de Jesús crucificado el pecador podrá recibir como don la conciencia de que él mismo es un pobre mendigo”. Y esto es así porque “sólo en este amor está la respuesta a la sed de felicidad y de amor infinitos que el hombre —engañándose— cree poder colmar con los ídolos del saber, del poder y del poseer”. Ídolos, que pueden conducir –lo dice el Papa sin remilgos– al eterno abismo de soledad que es el infierno. Tener en cuenta esto también forma parte de la personalización de la misericordia.

     “Jesús nos revela el rostro de Dios con su comportamiento compasivo hacia los herma­nos marginados y pobres, un amor “visceral”. Miremos a todos con la mirada compasiva de Jesús, para consolar a cada descartado, afligido, herido de la vida, a cada empo­brecido. Nada más concreto que la ternura de Dios para orientar nuestro itinerario en el año jubilar de la misericordia y ver a Cristo mismo en cada uno de los necesitados (cf. Mt 25, 31-45). Vivamos la caridad en toda su extensión y sus múltiples expresiones y realizaciones vibrando ante las pobrezas que nos rodean. La Iglesia es experta en misericordia. Las incontables obras presentes en nuestras parroquias, comunidades reli­giosas, cofradías, etc. son muestra de ello. En este año jubilar son una llamada imperiosa para prestar nuestra ayuda y cambiar nuestro corazón a la medida del de Cristo.
+ Mons. D. Rafael Zornoza Boy – Obispo de Cádiz y Ceuta



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