Las obras de misericordia espirituales y corporales.
(Fin)
La
muerte de una persona conocida, de un amigo, es quizá el momento en que el
corazón del hombre manifiesta con más transparencia su bondad o su mezquindad. Y
a la vez, unos instantes en los que tenemos una oportunidad única de manifestar
nuestra Fe en la resurrección de la carne, y nuestra Esperanza en la vida
eterna.
“Enterrar a los muertos”.
Desde
los primeros vestigios de la civilización, los hombres han enterrado el cadáver
de sus familiares, de sus seres queridos. Esto es un acto de piedad que surge de lo profundo del alma. Y los han enterrado, y los seguimos enterrando, no sencillamente
para que no sean pasto de animales. Los dejamos en el cementerio para
recordarlos siempre con cariño y poder visitar su tumba algunas veces; y sobre
todo, porque creemos en la vida eterna, en la vida más allá de la muerte en la
tierra, y en espera de la resurrección al final de los tiempos.
Más que en la acción
física de preparar la tumba, de llevar unas flores al nicho donde dejamos el
ataúd con el cadáver de una persona querida, de un amigo, esta obra de misericordia,
a la que nos invita el Espíritu Santo, es la de
participar en el entierro, en los preparativos de los funerales, con verdadera
Fe y Esperanza en la vida eterna, en rezar con Fe y dejar el alma del difunto en las manos de la Misericordia de Dios. Y transmitir así nuestra Fe y nuestra Esperanza a los parientes
más cercanos del difunto.
“Enterrar a los muertos”, además, nos habla de la necesidad de que nos
ayudemos los unos a los otros a prepararnos a ese encuentro definitivo con el
Señor, que es la muerte. Cuando ven cercana la
hora final de su vida, las personas conscientes suelen dar las últimas
disposiciones, aconsejar a sus hijos, a sus nietos, despedirse de alguna manera
hasta “la vida eterna”. Nosotros podemos también ayudarles a prepararse ellos
mismos, animándoles
a hacer un buen acto de arrepentimiento, y vivir el Sacramento de
Reconciliación para presentarse ante el Señor
con un “corazón contrito y humillado”. Y si es posible, que reciban también al
Señor que quiere acompañarles en el Sacramento de la Unción de los Enfermos, y
en la Eucaristía, si se lo permite su estado.
“Polvo
eres y en polvo te has de convertir”, recuerda el sacerdote el Miércoles de
Ceniza al imponer la ceniza. Enterramos el cadáver o las cenizas, si se ha
incinerado, en la fe y en la esperanza de su Resurrección. El hombre no queda
reducido a “polvo”, y al enterrar a un muerto hemos de rezar por su eterno
descanso en el Señor, y lo enterramos en un lugar conocido donde podamos
hacerle una visita de vez en cuando, y rezar por él, y por las benditas ánimas
del Purgatorio.
Reflexión final:
Hemos
recordado que las obras de misericordia son cauces por los que fluyen las aguas
de la caridad cristiana, que riegan todos los campos del vivir humano en la
tierra. Son acciones de amor al prójimo que tienen sus raíces en los dones que
el Espíritu Santo –el amor de Dios derramado en nuestros corazones- siembra en
las almas en gracia, y dan fruto en la manifestación del amor de Dios a cada
ser humano, que cada una de estas obras transmite a quienes las viven, y con
quienes se viven.
Y son también el cauce
para que, a través de los hombres, el amor de Dios llegue a todos los rincones
de la sociedad, y haga posible que, cada uno a su manera, los cristianos ayuden
a construir una sociedad más justa, más solidaria, más preocupada por las
necesidades de los demás, menos egoísta.
Ya
desde los primeros tiempos de la Iglesia, como testimonia Tertuliano, los
paganos al ver el buen ejemplo de caridad que se daban los cristianos, decían
de ellos: “Mirad cómo se aman”.
Abundan
las proclamas pidiendo una sociedad más justa, más solidaria, más atenta a las
necesidades de todos los que la forman; una sociedad menos egoísta, menos
individualista, etc. Esas proclamas, si no van acompañadas por obras de caridad
y de misericordia, se quedan en la letra del papel. La Fe sin obras es una Fe
muerta.
Día a día, jornada a
jornada, las obras de misericordia van haciendo crecer lazos de amistad, de
comprensión, de cariño, de desinteresada preocupación por los demás, y van
convirtiendo al cristiano en otro Cristo.
Viviendo las obras de
misericordia, el cristiano está haciendo germinar en su alma la gracia divina,
esa “cierta participación en la naturaleza divina”, que hemos recibido en el
Bautismo, y que recibimos en todos los Sacramentos, y se identifica con Cristo,
que ha dicho de Sí mismo: “No he venido a ser servido, sino a servir; y a dar
mi vida en redención por muchos”.
Cuestionario
■ ¿Me preocupo verdaderamente de las necesidades
que veo a mi alrededor, y en especial de ayudar a los demás a no ser egoístas y
pensar sólo en sí mismos?
■ ¿Rezo por el eterno
descanso de las almas de los allí sepultados, cuando paso cerca de un
cementerio?
■ Cuando el servicio a los demás se hace más
difícil y arduo, ¿me acuerdo de unir mis intenciones y mis oraciones, a la Cruz
y a las oraciones de Cristo por todos nosotros?
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