¡QUE BIEN SE ESTÁ AQUÍ!
El
misterio que hoy celebramos lo manifestó Jesús a sus discípulos en el monte
Tabor. En efecto, después de haberles hablado, mientras iba con ellos, acerca
del reino y de su segunda venida gloriosa, teniendo en cuenta que quizá no
estaban muy convencidos de lo que les había anunciado acerca del reino, y deseando infundir en sus
corazones una firmísima e íntima convicción, de
modo que por lo presente creyeran en lo futuro, realizó ante sus ojos aquella admirable manifestación,
en el monte Tabor, como una imagen
prefigurativa del reino de los cielos. Era como si les dijese: «El tiempo que
ha de transcurrir antes de que se realicen mis predicciones no ha de ser motivo
de que vuestra fe se debilite, y, por esto, ahora mismo, en el tiempo
presente, os aseguro que algunos
de los aquí presentes no morirán sin haber visto llegar al Hijo del hombre con
la gloria de su Padre».
Y el evangelista, para mostrar que el
poder de Cristo estaba en armonía con su voluntad, añade: Seis días después, Jesús tomó consigo a
Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y se los llevó aparte a una montaña
alta. Se transfiguró delante de
ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron
blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés
y Elías conversando con él.
Éstas son las maravillas de la presente
solemnidad, éste es el misterio, saludable para nosotros, que ahora se ha
cumplido en la montaña, ya que ahora nos reúne la muerte y, al mismo tiempo, la
festividad de Cristo. Por esto, para que podamos penetrar, junto con los
elegidos entre los discípulos inspirados por Dios, el sentido profundo de estos
inefables y sagrados misterios, escuchemos la voz divina y sagrada que nos
llama con insistencia desde lo alto, desde la cumbre de la montaña.
Debemos apresurarnos a ir hacia allí -así
me atrevo a decirlo- como Jesús, que allí en el cielo es nuestro guía y
precursor, con quien brillaremos con nuestra mirada espiritualizada, renovados
en cierta manera en los trazos de nuestra alma, hechos conformes a su imagen,
y, como él, transfigurados continuamente y hechos partícipes de la naturaleza
divina, y dispuestos para los dones celestiales.
Corramos hacia allí, animosos y alegres, y penetremos
en la intimidad de la nube, a imitación de Moisés y
Elías, o de Santiago y Juan. Seamos, como Pedro, arrebatado por la visión y
aparición divina, transfigurado por aquella hermosa transfiguración, desasido
del mundo, abstraído de la tierra; despojémonos de lo carnal, dejemos lo creado
y
volvámonos al Creador, al que Pedro, fuera de
sí, dijo: Señor, ¡qué bien se
está aquí!
Ciertamente, Pedro, en verdad qué bien se
está aquí con Jesús; aquí nos quedaríamos para siempre. ¿Hay algo más dichoso,
más elevado, más importante que estar con Dios, ser hechos conformes con él,
vivir en la luz? Cada uno de nosotros, por el hecho de tener a Dios en sí y de
ser transfigurado en su imagen divina, tiene derecho a exclamar con
alegría: ¡Qué bien se está aquí!, donde todo es resplandeciente,
donde está el gozo, la felicidad y la alegría, donde el corazón disfruta de
absoluta tranquilidad, serenidad y dulzura, donde vemos a (Cristo) Dios, donde él, junto con el
Padre, pone su morada y dice, al entrar: Hoy ha sido la salvación de
esta casa, donde con Cristo se hallan acumulados los tesoros de los bienes
eternos, donde hallamos reproducidas, como en un espejo, las imágenes de las
realidades futuras.
Del sermón de san Anastasio Sinaíta
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