Adoración Eucarística y
Sagrada Escritura
(V)
Por
monseñor José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de San Sebastián en la
Conferencia internacional de Adoración Eucarística, celebrada en Roma, del
20-24 junio 2011
Adoración: combate de purificación
La auténtica adoración a Dios
implica una purificación plena, tanto de las concepciones religiosas, como de
nuestros criterios, juicios y afectos…
En la rica tradición de los Padres del
Desierto, con mucha frecuencia se ha
descrito la oración en términos de “batalla” y “combate”; lo cual es muy sanador de la concepción
ligada a la “Nueva Era”, en la que se confunde la oración con una técnica de
relajación y de búsqueda de bienestar interior. Baste citar el siguiente texto:
«Unos hermanos preguntaron al abad Agatón: “Padre, ¿cuál es la virtud
que exige más esfuerzo en la vida religiosa?”. El les respondió: “Perdonadme,
pero estimo que nada exige tanto trabajo como el orar a Dios. Si el hombre
quiere orar a su Dios, los demonios, sus enemigos, se apresurarán a interrumpir
su oración, pues saben muy bien que nada les hace tanto daño como la oración
que sube hacia Dios. En cualquier otro trabajo que emprenda el hombre en la
vida religiosa, por mucho esfuerzo y paciencia que dicho trabajo exija, tendrá
y logrará algún descanso. La oración exige un penoso y duro combate hasta el
último suspiro”».
Santa Teresa de Jesús, en la cumbre de la mística española, da testimonio de la lucha interior
que se produce en la batalla por la perseverancia en la oración, y lo hace con su habitual gracejo y
simpatía: «Con frecuencia me ocurría que me ocupaba en esperar que
transcurriese rápido el tiempo de la oración, deseando que pasase rápida la
hora, hasta el punto que escuchaba cómo sonaban las horas del reloj. Muchas
veces hubiese abrazado cualquier penitencia, con tal de no recogerme a hacer
oración» (Vida.8, 6).
Superada la tentación contra la
perseverancia, frente a la que siempre habremos de estar atentos, la segunda
batalla que se libra en la oración de
adoración es la purificación de nuestros miedos, incertidumbres,
afectos, formas de pensar y de juzgar la
existencia, etc. Como decía Jean Lafrance, conocido autor de diversas obras
sobre la oración: «La verdadera oración tiene más que ver con la
espeleología que con el alpinismo. Trepar hasta arriba por la escalera de la
oración es ante todo descender al abismo de la humildad. (…) Si te hace
experimentar la miseria de tu impotencia para orar, te dará al mismo tiempo la
fuerza para soportarlo y te indicará el medio de clamar a él. Cuando más toques
el fondo de tu pobreza, más te elevarás a Dios en la súplica. Cuanto mayor es
la fuerza con que una pelota es lanzada al suelo, más rebota hacia arriba».
Que nadie piense que estas reflexiones
sobre la “noche oscura” se refieren exclusivamente a los místicos que están en
los últimos grados de la vida espiritual. En realidad, la
purificación del alma comienza en el mismo momento en que nos tomamos en serio
la oración de adoración. Lo que tiene
lugar en el alma de cada adorador, es muy similar a lo que describe San Juan de
la Cruz, en su ejemplo del “tronco arrojado al fuego”:
«Una vez en medio de las llamas, comienza un lento proceso hasta
conseguir que toda la humedad salga fuera y para ello, las llamas “hacen
llorar” al tronco, expulsando el agua que tiene dentro. El tronco se afea en un
primer momento, con mal olor y totalmente ennegrecido, y de esta forma va
sacando fuera todo lo que lleva en su interior contrario al fuego. Finalmente,
“purificado de sus pasiones”, se convierte en hermosa brasa, que se confunde
con el fuego, y da calor de vida a toda la habitación». (Cf. Noche, libro segundo, 10).
En resumen: La adoración es purificación; la
purificación es santificación; y la santificación es glorificación de Dios.
Hacia una espiritualidad de la adoración
Las diversas reflexiones que el Papa
Benedicto XVI nos brindó en torno a la adoración eucarística realizada en la
JMJ de Colonia, son una buena referencia para extraer conclusiones y hacer
aplicaciones en la espiritualidad del adorador.
Aprovechando el lema de aquella JMJ en
Alemania –«Hemos venido a adorarlo»-, fijémonos en unas palabras del Papa, pronunciadas en vísperas de su viaje
a Alemania, después del ángelus del domingo 7 de agosto:
«Miles de jóvenes están a punto de partir,
o ya están en camino, hacia Colonia con motivo de la vigésima Jornada Mundial
de la Juventud, que tiene como lema “Hemos venido a adorarlo” (Mateo 2, 2). Se
puede decir que toda la Iglesia se está movilizando espiritualmente para vivir
este evento extraordinario, contemplando a los magos como singulares modelos en
la búsqueda de Cristo, ante el cual arrodillarse en adoración. Pero, ¿qué
significa adorar? ¿Se trata quizá de una actitud de otros tiempos, carente de
sentido para el hombre contemporáneo? ¡No! Una conocida oración, que muchos
rezan por la mañana y por la tarde, inicia precisamente con estas palabras: “Te
adoro, Dios mío, te amo con todo el corazón...”. En la aurora y en el
atardecer, el creyente renueva cada día su “adoración”, es decir su
reconocimiento de la presencia de Dios, Creador y Señor del universo. Es un
reconocimiento lleno de gratitud, que parte desde lo más hondo del corazón y
envuelve todo el ser, porque sólo adorando y amando a Dios sobre todas las
cosas el hombre puede realizarse plenamente.
Los Magos adoraron al Niño de Belén,
reconociendo en Él al Mesías prometido, al Hijo unigénito del Padre, en el
cual, como afirma San Pablo, “habita corporalmente toda la plenitud de la
divinidad” (Col 2, 9). (…) Los Santos son quienes han acogido este don y se han
convertido en verdaderos adoradores del Dios vivo, amándolo sin reservas en
cada momento de sus vidas. Con el próximo encuentro de Colonia, la Iglesia
quiere proponer a todos los jóvenes del tercer milenio esta santidad, que es la
cumbre del amor.
¿Quién mejor que María nos puede acompañar
en este exigente itinerario de santidad? ¿Quién mejor que Ella nos puede
enseñar a adorar a Cristo. Que sea Ella quien ayude especialmente a las nuevas
generaciones a reconocer en Cristo el verdadero rostro de Dios, a adorarlo,
amarlo y servirlo con total entrega».
Ciertamente, esta cita que hemos leído,
descubre un corazón enamorado de Dios; el corazón de Benedicto XVI, quien
pasará a la historia por su invitación perseverante a la adoración. El Papa nos
habla de los santos como los verdaderos adoradores del Dios vivo: Entre ellos
los Magos de Oriente, que lo dejaron todo para salir al encuentro del Dios
hecho hombre; pero sobre todo, nos propone el modelo de María, quien habiendo
engendrado a su Hijo en la carne, le adoró en “espíritu y verdad”.
Si la santidad es la vocación a la que
todos los cristianos estamos llamados; y si, como Benedicto XVI había
subrayado, la santidad es la condición indispensable para que seamos verdaderos
adoradores de Dios; entonces, la conclusión que se deriva es contundente: «La adoración no es un lujo, sino una prioridad» (cf. Benedicto
XVI, ángelus del 28-8-2005, Castelgandolfo). Es decir, Benedicto XVI había incluido la
adoración eucarística en la JMJ, para coronar la invitación que su predecesor,
el Beato Juan Pablo II, nos dirigió a todos: “No tengáis miedo a ser santos”.
Santidad y adoración son conceptos íntimamente unidos. La santidad posibilita la auténtica
adoración; al mismo tiempo que la adoración es fuente de santidad.
Actitud de adoración, como estilo de vida cristiana
A veces se afirma equivocadamente que la
adoración eucarística subraya unilateralmente la dimensión vertical de la
espiritualidad católica, en detrimento de la dimensión horizontal, social o
caritativa. ¡Nada más lejos de la realidad! Bastaría citar tantas experiencias
de sanación de los “pobres de Yahvé”, que están teniendo lugar en torno a las
capillas de Adoración Perpetua.
El reconocimiento de que Dios se hace uno
de nosotros, poniéndose en nuestras manos, dándose como alimento para la vida
del mundo; fundamenta el modelo cristiano de la solidaridad y de la caridad. En
la noche de la institución de la Eucaristía, Jesús se ciñó la toalla a la
cintura y se arrodilló ante nosotros, realizando el gesto del lavatorio de los
pies. La adoración eucarística alimenta en nosotros los mismos sentimientos del
Corazón de Cristo; «el cual
no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango,
pasando por uno de tantos» (Flp 2, 6-7).
Para que el prójimo, y de forma especial
los pobres, ocupen el lugar central que deben ocupar en nuestra vida, es indispensable
que nuestro “yo” sea destronado. Y para que nuestro “yo” sea destronado, es
necesario que la adoración ponga a Cristo en el centro de nuestra existencia.
Cuando Cristo ocupa el lugar debido, el resto de las preocupaciones y
ocupaciones (muy especialmente nuestra relación con el prójimo), como
consecuencia se ven ordenadas.
Imaginemos una chaqueta caída en el suelo…
Si alguien recogiese esa prenda de vestir sujetándola desde el extremo de una
de sus mangas, o desde uno de sus bolsillos, el resultado sería un notable
desbarajuste. Hay que coger la chaqueta desde los hombros, para colgarla
adecuadamente en su percha.
Con la adoración ocurre algo similar:
adorar es coger la vida “por los hombros”, y no “por la manga”. Quien pone a
Dios en la cumbre de los valores de su existencia, observa que “todo lo demás”
pasa a ocupar el lugar que le corresponde. Adorando a Dios se aprende a
relativizar todas las cosas que, aún siendo importantes, no deben ocupar el
lugar central, que no les corresponde. La educación en la adoración es
totalmente necesaria para el vencimiento de las tentaciones de idolatría, en
todas sus versiones y facetas: «Al Señor tu Dios adorarás y solo a Él darás
culto» (Mt 4, 10).
En
la escuela de Jesús -el verdadero adorador del Padre-, aprendemos que la
adoración no se reduce a un momento puntual realizado en la capilla, sino que
es una dimensión esencial de la vida del creyente. Se trata de una actitud de
vida, la actitud de adoración, tal y como lo expresa San Pablo: «Así que,
hermanos, os ruego por la misericordia de Dios, que presentéis vuestros cuerpos
en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios. Éste es vuestro culto espiritual
(“latreia”, del verbo latreo –adorar-)» (Rm 12, 1).
En resumen, la Sagrada Escritura no sólo nos invita a “hacer”
oración de adoración, sino a “ser” adoradores en espíritu y en verdad; viviendo nuestra existencia como una
ocasión providencial de testimoniar la gloria de Dios. He aquí una buena
definición del adorador: “el testigo de la gloria de Dios”.
En la Bula del Jubileo del año 2000, el Beato Juan Pablo II pronunciaba
estas hermosas palabras: «Desde hace
dos mil años, la Iglesia es la cuna en la que María coloca a Jesús y lo entrega
a la adoración y contemplación de todos los pueblos». Concluyamos
invocando a la Santísima Virgen María, como aquella que nos entregó y nos sigue
entregando el Cuerpo y la Sangre de su Hijo para la adoración.
¡¡De la mano de María, adoremos a
Jesucristo!!
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