TIEMPO LITÚRGICO

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viernes, 2 de agosto de 2013

«Señor, enséñanos a orar»
Benedicto XVI, pp emérito


Queridos hermanos y hermanas:
«Señor, enséñanos a  orar». Jesús no puso objeciones, ni habló de fórmulas extrañas o esotéricas, sino que, con mucha sencillez, dijo: «Cuando oréis, decid: "Padre..."», y enseñó el Padrenuestro, sacándolo de su propia oración, con la que se dirigía a Dios, su Padre. San Lucas nos transmite el Padrenuestro en una forma más breve respecto a la del Evangelio de san Mateo, que ha entrado en el uso común. Estamos ante las primeras palabras de la Sagrada Escritura que aprendemos desde niños. Se imprimen en la memoria, plasman nuestra vida, nos acompañan hasta el último aliento. Desvelan que «no somos plenamente hijos de Dios, sino que hemos de llegar a serlo más y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo. Ser hijos equivale a seguir a Jesús» (Benedicto XVI).
     Esta oración recoge y expresa también las necesidades humanas materiales y espirituales: «Danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados». Y precisamente a causa de las necesidades y de las dificultades de cada día, Jesús exhorta con fuerza: «Yo os digo: pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá». No se trata de pedir para satisfacer los propios deseos, sino más bien para mantener despierta la amistad con Dios, quien -sigue diciendo el Evangelio- «dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan». Lo experimentaron los antiguos «padres del desierto» y los contemplativos de todos los tiempos, que llegaron a ser, por razón de la oración, amigos de Dios, como Abrahán, que imploró al Señor librar a los pocos justos del exterminio de la ciudad de Sodoma. Santa Teresa de Ávila invitaba a sus hermanas de comunidad diciendo: «Debemos suplicar a Dios que nos libre de estos peligros para siempre y nos preserve de todo mal. Y aunque no sea nuestro deseo con perfección, esforcémonos por pedir la petición. ¿Qué nos cuesta pedir mucho, pues pedimos al Todopoderoso?». Cada vez que rezamos el Padrenuestro, nuestra voz se entrelaza con la de la Iglesia, porque quien ora jamás está solo. «Todos los fieles deberán buscar y podrán encontrar el propio camino, el propio modo de hacer oración, en la variedad y riqueza de la oración cristiana, enseñada por la Iglesia... cada uno se dejará conducir... por el Espíritu Santo, que lo guía, a través de Cristo, al Padre» (Congregación para la doctrina de la fe, 15-X-1989).
     Al enseñar a sus discípulos a orar, Jesús nos revela quién es su Padre y nuestro Padre, y abre nuestro corazón a nuestros hermanos y hermanas. Dejémonos alcanzar por el soplo del Espíritu Santo, quien hace de nosotros verdaderos orantes. Como los discípulos, muchas personas también se preguntan: «Orar, ¿cómo se hace?». El propio Jesús fue un gran orante y, con el Padrenuestro nos enseñó sobre todo que Dios es un Padre que nos ama, que escucha nuestras plegarias y que quiere lo mejor para nosotros. Si interiorizamos esto, nuestra oración se hace viva y vigorosa.
     Jesús afirma: «Cuando oréis, decid: Padre, sea santificado tu nombre». De esta forma, él nos enseña la oración, que es expresión de nuestra adoración y de nuestra gratitud, así como de la piedad y de nuestras súplicas dirigidas al Creador de todo bien. En ella se manifiesta nuestra fe y nuestra confianza en la Divina Providencia. Acordémonos de la oración, tanto en nuestro trabajo diario como en los momentos de descanso de nuestras vacaciones.


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