TIEMPO LITÚRGICO

TIEMPO LITÚRGICO

sábado, 24 de noviembre de 2012



JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
Benedicto XVI pp.
     En el último domingo del año litúrgico celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.
     El evangelio (Jn 18,33-37) nos propone una parte del dramático interrogatorio al que Poncio Pilato sometió a Jesús, cuando se lo entregaron con la acusación de que había usurpado el título de «rey de los judíos». A las preguntas del gobernador romano, Jesús respondió afirmando que sí era rey, pero no de este mundo. No vino a dominar sobre pueblos y territorios, sino a liberar a los hombres de la esclavitud del pecado y a reconciliarlos con Dios. Y añadió: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz».
     Pero ¿cuál es la «verdad» que Cristo vino a testimoniar en el mundo? Toda su existencia revela que Dios es amor: por tanto, esta es la verdad de la que dio pleno testimonio con el sacrificio de su vida en el Calvario. La cruz es el «trono» desde el que manifestó la sublime realeza de Dios Amor: ofreciéndose como expiación por el pecado del mundo, venció el dominio del «príncipe de este mundo» (Jn 12,31) e instauró definitivamente el reino de Dios. Reino que se manifestará plenamente al final de los tiempos, después de que todos los enemigos, y por último la muerte, sean sometidos. Entonces el Hijo entregará el Reino al Padre y finalmente Dios será «todo en todos» (1 Cor 15,28). El camino para llegar a esta meta es largo y no admite atajos; en efecto, toda persona debe acoger libremente la verdad del amor de Dios. Él es amor y verdad, y tanto el amor como la verdad no se imponen jamás: llaman a la puerta del corazón y de la mente y, donde pueden entrar, infunden paz y alegría. Este es el modo de reinar de Dios; este es su proyecto de salvación, un «misterio» en el sentido bíblico del término, es decir, un designio que se revela poco a poco en la historia.
     A la realeza de Cristo está asociada de modo singularísimo la Virgen María. A ella, humilde joven de Nazaret, Dios le pidió que se convirtiera en la Madre del Mesías, y María correspondió a esta llamada con todo su ser, uniendo su «sí» incondicional al de su Hijo Jesús y haciéndose con él obediente hasta el sacrificio. Por eso Dios la exaltó por encima de toda criatura y Cristo la coronó Reina del cielo y de la tierra. A su intercesión encomendamos la Iglesia y toda la humanidad, para que el amor de Dios reine en todos los corazones y se realice su designio de justicia y de paz.


     La solemnidad de Cristo Rey fue instituida por el papa Pío XI en 1925 y más tarde, después del concilio Vaticano II, se colocó al final del año litúrgico. El Evangelio de san Lucas (23,35-43) presenta, como en un gran cuadro, la realeza de Jesús en el momento de la crucifixión. Los jefes del pueblo y los soldados se burlan del «primogénito de toda la creación» y lo ponen a prueba para ver si tiene poder para salvarse de la muerte. Sin embargo, precisamente «en la cruz, Jesús se encuentra a la "altura" de Dios, que es Amor. Allí se le puede "reconocer". (...) Jesús nos da la "vida" porque nos da a Dios. Puede dárnoslo porque él es uno con Dios» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, pp. 403-404. 409).
     De hecho, mientras que el Señor parece pasar desapercibido entre dos malhechores, uno de ellos, consciente de sus pecados, se abre a la verdad, llega a la fe e implora «al rey de los judíos»: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino». De quien «existe antes de todas las cosas y en él todas subsisten», el llamado «buen ladrón» recibe inmediatamente el perdón y la alegría de entrar en el reino de los cielos. «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso». Con estas palabras Jesús, desde el trono de la cruz, acoge a todos los hombres con misericordia infinita. San Ambrosio comenta que «es un buen ejemplo de la conversión a la que debemos aspirar: muy pronto al ladrón se le concede el perdón, y la gracia es más abundante que la petición; de hecho, el Señor -dice san Ambrosio- siempre concede más de lo que se le pide (...). La vida consiste en estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino».

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