En el año de la fe
EL FORTALECIMIENTO DE LA FE DE LOS CRISTIANOS (II)
(Conferencia con ocasión del 225º aniversario de la erección de la Parroquia de San José, de los extramuros de Cádiz - 19-IV-2012)
Rvdº.P. Juan Antonio Paredes Muñoz
3.- Partir de la categoría de "encuentro"
Existe, en el Pueblo de Dios, un gran "déficit" de Dios: de experiencia profunda y cálida de Dios. [1] Y al mismo tiempo parece existir una importante demanda, como se echa de ver en el interés por la oración.
Cuando hablan de la fe, un porcentaje notable de creyentes la identifican con el asentimiento a determinadas verdades, con la confesión de las mismas y con las prácticas rituales pertinentes. Y es evidente que esta fe afirmativa es, como ya hemos visto, una dimensión integrante del acto de fe. También son numerosos quienes prácticamente identifican "creer" con la ética, con el compromiso en favor del otro. Y ciertamente es necesario afirmar que una fe sin amor y sin obras de amor fraterno es una fe muerta. [2] Pero no debemos confundir el primer mandamiento -lo que nosotros debemos hacer, en respuesta a la llamada de Dios- [3] con la esencia misma del Evangelio, que es el relato del amor de Dios al hombre; el relato de lo que Dios ha hecho y sigue haciendo por nosotros. [4] Pues si es verdad que la fe sin obras es una "fe muerta" según se nos dice en la carta de Santiago, [5] también lo es que las obras más exigentes y más sacrificadas, cuando se realizan sin amor, de nada aprovechan. [6]
Para esclarecer el sentido de la fe, lo mejor es presentarla desde la categoría humana de encuentro.[7] Tal es la óptica bíblica, que ha hecho suya el Vaticano II, siguiendo las huellas de san Agustín y de los más importantes teólogos de la escuela franciscana. Como nos ha dicho el Concilio,
a Dios, que nos habla y que se hace presente en la historia y en el alma de la persona, "el hombre se entrega entera y libremente... Para dar esta respuesta de la fe, es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos 'gusto en aceptar y creer la verdad'". [8]
Y esta actitud contemplativa sólo es posible desde el recogimiento. Que no consiste en encerrarse en sí mismo y en despreocuparse de todos y de todo, sino en adentrarse en la profundidad interior del yo, donde el sentido de la propia pobreza nos hace acogedores; y donde se descubre la presencia de Dios, como un horizonte cálido de amor, de verdad luminosa y de paz. Porque El habita dentro de nosotros y es en mí más yo mismo que yo, como decía san Agustín. Es como un horizonte de sentido, que nos llama, nos acaricia y nos cobija; como un horizonte al alcance de la mano, pero siempre inalcanzable.
Sólo cuando acallamos las voces que nos dispersan y cuando logramos detener el ritmo vertiginoso de la inteligencia y de la imaginación, disponemos de la luz suficiente para advertir la presencia de Dios. Entonces puede producirse esa experiencia cálida de una Presencia acogedora, que san Juan de la Cruz describe como "olvido de lo creado, memoria del Creador, atención a lo interior y estarse amando al amado".
Esta Presencia se advierte porque nos emociona y nos hiere; por el asombro desconcertante que provoca en nosotros y por el daño que nos hace al purificarnos. Isaías habla de un carbón encendido, que abrasa y purifica sus labios. [13] Y san Juan de la Cruz , más expresivo, nos habla de una "llama de amor viva", de un "cauterio suave", de una "regalada llaga". [14] La persona que ha vivido esta experiencia, tiene la certeza de haber "visto" a Dios y hasta de haber luchado con Dios, como Jacob; [15] la certeza luminosa e inquebrantable de que se ha estado en la presencia de Dios.
Pero no es algo que el hombre pueda conseguir, sino algo que le sucede cuando menos lo espera. Aunque la persona humana no es un mero espectador pasivo. Y si bien predominan en ella los elementos pasivos, el creyente advierte la Presencia que le cobija, gusta su dulzura, busca incansable su rostro y ama desde un amor que le inunda y le desposee de sí mismo.
A la luz de esa Presencia y bajo su impulso, advierte que su yo más profundo se transforma. Pero es el único caso en que, al transformarse en el Otro, el hombre comprende que se hace más plenamente humano y más él mismo. Al percibir a Dios, se percibe también a sí mismo en presencia de la Realidad Suprema , que le funda y le sostiene. "Al entregarse a ella, no le esclaviza, es decir, no le hace perderse como sujeto, sino que le confiere, le posibilita la más plena realización en la libertad, el riesgo y la esperanza". [16] Seguramente porque la persona humana empieza a encontrarse cuando se descubre siendo en Dios, porque "el hombre no es que tenga experiencia de Dios, es que el hombre es experiencia de Dios, es formalmente experiencia de Dios". [17]
Como he dicho antes, a veces este encuentro se produce de forma inesperada y repentina, con una intensidad tal que cambia de raíz la vida de la persona. Parece ser que algo así le aconteció a Moisés. [18] Y es evidente que fue eso lo que le sucedió a san Pablo, como nos narra en repetidas ocasiones. [19] Y también en nuestros días siguen produciéndose este tipo de experiencias. [20] Pero lo más frecuente es que el encuentro con Dios vaya aconteciendo en el día a día, como un proceso de identificación progresiva con el Misterio. Y en el caso de los cristianos, con Jesucristo. Se trata de un proceso lento, que conoce sus crisis, sus travesías del desierto, sus retrocesos y su avance lento.
En él está comprometida la persona toda. Y la persona se va desarrollando y transformando en todas sus dimensiones, desde su identidad más profunda que llamamos el "yo". Pues somos o no somos creyentes con todo nuestro ser y en todas las dimensiones de nuestra humanidad. [21]
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