SEPTIEMBRE: MEDITACIÓN SOBRE LA SANTA
MISA
SIEMPRE Y EN TODO LUGAR
Además
de los salmos de alabanza, dos
himnos acompañan la historia de la Iglesia: el Te
Deum laudamus y el Gloria in excelsis Deo.
El
primero suele ser entonado en momentos de
celebración. El himno continúa siendo
regularmente utilizado por la Iglesia católica, en el Oficio de las Lecturas
encuadrado en la Liturgia de las Horas. También se suele entonar en las misas
celebradas en ocasiones especiales, como en las ceremonias de canonización, la
ordenación de presbíteros, proclamaciones reales, etc. Los cardenales lo
entonan tras la elección de un papa. Posteriormente, los fieles de todo el
mundo para agradecer por el nuevo papa, se canta este himno en las catedrales.
El
segundo, el gloria, protagoniza la alabanza,
como una explosión de sentimientos, en la liturgia de la palabra. Es una alabanza
trinitaria, que proclama el creyente, exultante de gozo, por eso le desbordan las palabras que brotan
incontinentes de su boca “te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te
glorificamos, te damos gracias”, al Padre, Rey celestial y todopoderoso; al
Hijo único Jesucristo, al que le cantamos su peculiar grandeza y le pedimos
piedad, oído a nuestras súplicas y una
vez más piedad porque Él nos quita el pecado del mundo. Y al final una
apoteosis triunfal, en que Cristo, en unión con el Espíritu Santo, se
manifiesta lleno de gloria y Majestad como lo vio el protomártir, San Esteban,
sentado en la Gloria del Padre.
Cuando medito en este asombroso himno
recuerdo la expresión con que iniciamos la plegaria eucarística: “En verdad es
justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en
todo lugar”. Efectivamente este himno expresa lo que en
deber de justicia mediante la virtud de la piedad, debiéramos
proclamar en todo lugar, no sólo en la iglesia, sino en el
monte, en los caminos, en la cocina, al amanecer y al atardecer, porque es de
justicia por eso es nuestro deber; pero es además necesario para nuestra
salvación. El gloria es un himno que desde la fe ha de proclamar el creyente en
todo tiempo y lugar y os diría que sería el himno de toda persona de buena
voluntad. Así comienza el himno: “Gloria a Dios en el cielo y Paz para los
hombres de buena voluntad”.
Pero
además, teniendo en cuenta la totalidad del texto de la misa, se me convierte
en contrapunto significativo, pues aquí alabamos directa y personalmente a
Dios. Permitidme que os lo diga así: para entonar el gloria no necesitaríamos
estar en el templo. Sin duda supone una explosión de entusiasmo
al Dios que nos va a hablar en la liturgia de la palabra.
Pero el todavía más, lo sublime de la celebración eucarística es el sacrificio
que ofrecemos al Padre en unidad con el Espíritu Santo, no en palabras y deseos,
sino en obras: el cordero pascual inmolado, se lo ofrecemos al Padre, unidos a
Cristo, agarrados fuertemente a su ofrenda pascual. ¡Es asombroso! Para
celebrar la eucaristía necesitamos el templo y el altar. Es la oración sublime
de la Iglesia. Además de alabarle en todo tiempo y lugar.
El
Credo cierra la liturgia de la palabra con la proclamación de nuestra fe. No
es un himno, sino una confesión pública del contenido total de lo que creemos. Es
una oración. En tiempos de zozobra o penumbra es una manera oportuna de confirmarnos
todos los presentes en la fe de la Iglesia, proclamada ante la asamblea, pero
recitada en presencia de Dios. No digo que es un juramento, pero sí una
proclamación solemne, que no pronunciamos a humo de pajas ni como
quien oye llover. Ahí están todos los misterios de nuestra fe, todos, incluidos
los que asaltan desde el asedio del mundo, nuestras zozobras y vacilaciones. Por
ello es tan importante pronunciarlo consciente y libremente como antídoto
contra las acechanzas del maligno. Por
ejemplo, los católicos creemos en la vida eterna y muchas personas todavía en
nuestro entorno tienen una idea, aunque borrosa de la vida más allá de la
muerte. Pero es difícil encontrar personas que crean en la resurrección de la
carne, en que un día los cuerpos que enterramos en debilidad, volverán a surgir
de las tumbas a la vida nueva que nos prometió Jesucristo. Y no lo sabemos por
argumentos racionales, sino porque creemos en las promesas de Jesucristo, el
Verbo de Dios. Cada época ha planteado sus dudas y a cada época ha respondido
con firmeza la Iglesia, repitiendo el depósito de la Fe, recibido por medio de
los Apóstoles.
2ª PARTE, EL
SACRIFICIO O PLEGARIA EUCARÍSTICA
El
centro de nuestra celebración es el altar, no
el escenario ni siquiera el proscenio, sino el ara o piedra sobre
la que se va a realizar el sacrificio,
siempre incrustadas reliquias de algún mártir; y como segundo elemento
indispensable, durante toda la celebración, pero en especial en la liturgia eucarística, la imagen
visible de Cristo crucificado.
Se
ha comparado la celebración eucarística con el género dramático. Sin duda, hay
un escenario donde va a tener lugar la representación, el altar; y un actor, el
sacerdote, que en nombre de Cristo, va a presentar ante la asamblea la muerte y
resurrección del Señor. No se trata de un monólogo en el que en voz alta se
comunica el contenido de la celebración. Se trata de un diálogo, a veces con
los fieles que responden a sus propuestas; pero siempre, siempre es un diálogo
con Dios, el Padre bueno al que dirigimos nuestras alabanzas y súplicas. Sin
embargo, no se trata de una representación escénica en que se nos cuenta o
evoca algo. Se trata de una presentación en vivo y en directo en
que, ante nuestros ojos y oídos, vuelve a acontecer el sacrificio, muerte y
resurrección de Cristo en la Cruz, como ofrenda al Padre. No
se evoca un acontecimiento pasado. En la representación eucarística vuelve a
tener lugar el drama de la cruz.
En esta segunda parte nos acercamos, como en las celebraciones de la
sinagoga al momento en que el sumo sacerdote
entraba en el santa sanctórum, con la diferencia de que en la liturgia
romana toda la asamblea asiste y contempla el misterio que estamos celebrando.
No entra el celebrante a un lugar escondido ni las cortinas ocultan la
presencia de la divinidad. A la vista y oído de todos vamos a ser testigos
desde la fe del sacramento de expiación y redención al que vamos a asistir;
vamos a recordar el memorial de la muerte y resurrección de Cristo de
manera real, aunque incruenta, ofrecida al Padre bajo el soplo del Espíritu
Santo para restaurar la alianza rota por el pecado de los hombres.
Tres secuencias
distribuyen esta segunda parte:
La
ofrenda, el prefacio, y la plegaria eucarística,
dividida a su vez en dos partes, la consagración o sacrificio y la solemne
oración, ante Cristo crucificado, dirigida al Padre.
Tres pilares sustentan la
organización de la Liturgia Eucarística, tres momentos en clímax
ascendente en que el celebrante eleva el cáliz y el pan,
primero como ofrenda; segundo, como víctima sacrificada presente en la hostia y
en el vino, expresión del misterio de
nuestra fe; y en el tercero, la
oración eucarística se cierra
con la doxología: «Por Cristo, con Él y en Él...", con la que
expresa el celebrante solemnemente la glorificación de Dios. Todo lo demás es
la palabra, degustada interiormente en nuestro corazón.
Como
en una sinfonía, la palabra es cambiante y transformadora. Se
dirige siempre al Padre, en presencia del Espíritu y espera al Hijo, que desde
el cielo ha de bajar al altar,
como decimos en el sanctus, bendito el que viene en nombre del Señor.
Bendecimos a Dios, Señor del universo, en el ofrecimiento del pan y del vino,
lo volvemos a glorificar en el sanctus como Dios y Señor del universo y
conscientes de que el prodigio, que va a tener lugar, nos es concedido de lo
alto, le suplicamos al Señor, fuente de toda santidad, que santifiques estos
dones con la efusión del Espíritu Santo, de manera que sean para nosotros
Cuerpo y sangre de Jesucristo nuestro Señor.
Esto
surge desde la voz de alabanza y súplica de toda la Iglesia,
como en preparación del momento sublime concedido sólo y directamente por el
Señor, cuando mandó en la última cena a sus discípulos: Haced esto en memoria
mía. Y es en ese momento cuando el sacerdote con su voz de
hombre, da lugar a que sea el mismo Cristo quien
pronuncie las palabras del sacramento que convierten realmente
el pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor,
según el rito de Melquisedec, en que el pan y el vino suple a todos los
animales del sacrificio, y se transforma en el único cordero pascual que quita
el pecado del mundo.
Éste
es el misterio de nuestra fe,
esto es lo que se ha ocultado a los sabios y entendidos y se lo ha revelado a
los pequeños y humildes. No hay palabras, ni culto que con tanta sencillez no
sólo aplaque a Dios, sino que nos eleve a hijos y herederos del Padre.
Hemos
pasado de la alabanza humana a la vivencia mistérica del sacramento, sin
espasmos, ni estridencias, desde la gozosa experiencia del corazón. El cielo ha
abierto su morada y ha acampado en medio de nosotros. Por eso, sin el domingo
no podemos vivir. Sublime belleza, sublime verdad, sublime bien.
Preguntas para el diálogo y la meditación.
■ ¿Qué diferencia la espléndida
alabanza a Dios que proclamamos en el gloria y la que realizamos en la plegaria
eucarística? Por qué la Iglesia limita el gloria a determinados domingos del
calendario litúrgico y a fiestas de especial solemnidad? ¿Será para resaltar lo
importante e imprescindible?
■ ¿Por qué el sacerdote
levanta el cáliz y la Hostia en tres ocasiones
invocando a Dios Padre? Mientras
que la cuarta vez, en el rito de la comunión, se invoca a Jesucristo, como
Cordero de Dios?
■ El
sacerdocio ministerial tiene dos dones
que elevan su vocación a elección sagrada: Poder de perdonar los pecados y el
poder de transformar el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre del Señor. ¿Por qué el sacerdote no se reduce a un actor
escénico que sólo mientras actúa posee el don, sino que imprime en su persona
un carácter que le convierte en otro Cristo?
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