LOS SANTOS, NUESTROS HERMANOS
Queridos
hermanos y hermanas:
En un comentario del P. Rainiero
Cantalamessa, predicador del Papa, sobre la solemnidad de Todos los Santos nos
dice que desde hace tiempo los científicos envían señales al cosmos en espera
de respuestas de parte de seres inteligentes en algún planeta perdido. Añade
que la
Iglesia desde siempre ha mantenido un diálogo constante con los habitantes de
otro mundo, los santos. Lo reconocemos cuando
proclamamos con el Credo apostólico: «Creo en la comunión de los santos». […] la Iglesia tiene una fecha en la que honra no solo a
los santos cuya santidad heroica ha sido reconocida oficialmente por la Iglesia,
sino también a la multitud de «santos desconocidos», que arriesgaron su vida por los hermanos, los
mártires de la justicia y de la libertad, los santos de lo sencillo y de lo
cotidiano, que de forma anónima, desde la sencillez de una vida poco significativa
a los ojos del mundo, en el servicio a su familia, en el trabajo, en la vida
sacerdotal o religiosa han hecho de su vida una hermosa sinfonía de fidelidad
al Señor y entrega a los hermanos, viviendo el ideal de las Bienaventuranzas.
Todos ellos constituyen una
"muchedumbre inmensa que nadie puede contar, de toda nación, razas,
pueblos y lenguas", que está "en pie delante del trono y del Cordero,
vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos" (Apoc 7,9). Entre
ellos, es seguro que todos contamos con familiares y amigos.
Es posible que más de uno se pregunte: ¿qué hacen los santos en el Cielo? La
respuesta nos la brinda la primera lectura de esta solemnidad tomada del libro
del Apocalipsis: los santos adoran y glorifican a Dios nuestro Señor gritando: «La alabanza, la gloria, el honor, la
bendición, y la fuerza son de nuestro Dios...» (Apoc
7,12). Se realiza en ellos la verdadera vocación del
hombre, que es la de ser «alabanza de la gloria de Dios» (Ef 1,14). El coro
de los bienaventurados es guiado por la Virgen santísima, que en el cielo
continúa su canto de alabanza: «Proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc 1,46). Es en
esta alabanza donde los santos encuentran su bienaventuranza y su gozo: «Se
alegra mi espíritu en Dios» (Lc 1,47).
En segundo lugar, los santos gozan de manera inefable
contemplando intuitivamente a la Trinidad Santa, contemplando el rostro
hermosísimo de Cristo resucitado, la belleza indescriptible de la Santísima
Virgen y la alegre compañía de los santos. Cuentan sus contemporáneos que San
Simeón el Nuevo Teólogo (949–1022), padre de la Iglesia de Oriente, un día tuvo
una experiencia mística de Dios tan fuerte que exclamó para sí: «Si el paraíso
no es más que esto, ¡me basta!». Pero inmediatamente escuchó la voz de Cristo
que le decía: «Eres bien mezquino si te contentas con esto. El gozo que has
experimentado en comparación con el del paraíso es como un cielo pintado en
papel respecto al verdadero Cielo».
En tercer lugar, los santos son nuestros mejores
intercesores. La travesía de la existencia se hace más llevadera de la mano de
estos amigos de Dios. En los últimos años, por
un afán de purificar la religiosidad, hemos acentuado la centralidad de Cristo
en la vida del cristiano. En esta hora, sin merma de la supremacía de
Jesucristo, hemos de volver a los santos, nuestros hermanos. Conozcamos sus
vidas, tratemos de imitarlos y acudamos a ellos en demanda de favores, sobre
todo espirituales.
Por último, esta celebración nos recuerda a todos, sacerdotes, consagrados y laicos una verdad
fundamental declarada por la Iglesia y vivida por ella: la llamada universal a la
santidad. Todos, cualquiera que sea
nuestro estado y condición, estamos llamados a la santidad más alta. Todos
estamos llamados a participar de la vida y santidad del Padre, que nos ha
engendrado, santidad que nos ha merecido Jesucristo, el Hijo, con su sacrificio
redentor, santidad que es el mismo Espíritu Santo, recibido como huésped y como
don en nuestras almas. La santidad es la única vocación del hombre. La santidad
no consiste en hacer cosas raras o extravagantes. Consiste básicamente en el
amor a Dios y a los hermanos y en el cumplimiento de los propios deberes. “La
virtud más eminente -decía Pemán en el Divino Impaciente- es hacer
sencillamente lo que tenemos que hacer”.
Para todos, mi saludo fraterno y mi
bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina - Arzobispo de Sevilla
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