La
liturgia de esta solemnidad prevé cuatro celebraciones
(vigilia, medianoche, aurora y misa del día). Cada una con sus lecturas
propias. En la primera
leemos la genealogía de Jesús según san Mateo y el anuncio
del ángel a José. A
medianoche se nos narra el viaje de María y José a Belén para
cumplir con el censo, el momento del parto y el anuncio a los pastores. En la misa de la aurora
vemos a los pastores acudir presurosos al lugar del nacimiento. Finalmente, en la misa del día, el
prólogo de san Juan nos recuerda que aquel que ha nacido es el mismo que, desde
toda la eternidad ya era Dios.
La genealogía recordaba la historia de
Israel,
conducida por una promesa hecha a Abrahán, profundizada en David y conservada
después del destierro. José es el último eslabón de aquella cadena; el que
recibe el anuncio definitivo: Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará al
pueblo de los pecados. Aquella historia, llena de avatares y no exenta de
infidelidades y pecados, no seguía un destino caprichoso. Dios la conducía con
su providencia ordenándolo todo hasta lo que san Pablo llama la plenitud de los
tiempos. El deseo alimentado en el corazón de tantas generaciones se encuentra
ahora con el deseo mantenido en el seno de Dios desde toda la eternidad en ese
preciso instante en que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
La
celebración de la Navidad nos introduce en el misterio
de la ternura de Dios. Cuando contemplamos el nacimiento en Belén, sobrecoge el
modo maravilloso que Dios ha elegido para venir a visitarnos. Los elementos
físicos son muy elementales. Vemos una cueva y un pesebre. No hay nada que
pueda distraer nuestra atención. La pobreza, el silencio, lo escondido del
lugar y la misma noche que invitan al recogimiento centran toda nuestra
atención en el Niño que yace entre pajas. Podemos decir con san Pablo ha
aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre. El
Dios que nos ama desde toda la eternidad se nos ha acercado. Él, que ha nacido en pobreza, se da a
conocer en primer lugar a gente humilde. Los pastores son los
primeros en conocer la feliz noticia. Dormían al raso. Es decir, no se protegían.
Y, cuando reciben el anuncio del ángel corren haca Belén. No hay nada que les
impida creer. De ellos podemos aprender esa sencillez y apertura a la
manifestación de Dios ¡Tantas veces nos protegemos temiendo perder algo! Pero el
cielo no baja sobre la tierra para aplastarlo, sino que como dijo san Ambrosio,
«él quiso estar en la
tierra, para que alcanzaras las estrellas».
Contemplando a la Virgen María y a san
José que custodian al Niño, advertimos también que Jesús
es la Buena noticia que ha de ser anunciada a todos los hombres. Ellos aman sin
poseerlo. Reflejan el mismo amor de Jesús, que he venido para dar vida a los
hombres; para ofrecerse
él mismo en sacrificio por nosotros y quedarse como alimento en la Eucaristía. El detalle del
pesebre ha sido leído por los padres como lugar para la comida y también corno
imagen de la cruz o de la tumba en la que Jesús será sepultado. Acompañados de
María y José comprendemos ese amor de Dios que se abaja naciendo para que
también nosotros tengamos un nuevo nacimiento. Y sentimos la exigencia del amor
que, a imitación de Cristo, debe acercarnos a los más necesitados En Belén,
viendo cómo Dios nos ama, empezamos a aprender a amar. Dios se ha hecho pequeño
para que no temamos nada. Sea cual sea nuestra situación, todo puede ser nueve
porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado.
David Amado Fernández –
MAGNIFICAT (Diciembre 2016)